XXXVIII

Francine odiaba las antiguallas, siempre sucias y nunca derechas. Sólo se sentía tranquila en el universo inmaculado de la farmacia, donde cuidaba, lavaba, guardaba. Pero no le gustaba volver a la vieja casa paterna, siempre sucia y nunca derecha. Cuando aún vivía, Honoré Bidault no habría tolerado ninguna reforma; pero ahora ¿qué importancia tenía? Francine llevaba dos años rumiando su proyecto de mudanza, lejos de la vieja granja campestre, a un piso nuevo y urbano. Lo dejaría todo allí, los jarros, las cacerolas torcidas, los armarios altos, todo.


Las ocho y media de la tarde era el mejor momento del día. Había acabado de lavar los platos, había cerrado la bolsa de la basura con doble nudo y la había sacado al umbral de la entrada. Las basuras atraen cantidad de bichos, era mejor no dejarlas en casa por la noche. Controló el estado de la cocina, siempre con aprensión, temiendo descubrir un ratón, un insecto rampante o volador, una araña, una larva, un lirón, la casa estaba llena de todas esas asquerosidades, que entraban y salían como Pedro por la suya, y no había manera de desembarazarse de ellas, debido al campo circundante, debido al desván de arriba, debido al sótano de abajo. El único búnker que había logrado proteger casi por completo de las intrusiones era su habitación. Había pasado meses obturando la chimenea, tapando con cemento todas las grietas de las paredes, los resquicios bajo las ventanas y las puertas, y había elevado su cama sobre unos ladrillos. Prefería no ventilar a dejar que penetrara cualquier cosa en ese cuarto mientras dormía. Pero no había nada que hacer para eliminar la carcoma que, durante toda la noche, se adentraba en la madera de las viejas vigas. Cada día, antes de acostarse, Francine miraba los agujeritos que había encima de su cama, temiendo ver aparecer la cabeza de una larva de carcoma. No tenía ni idea de qué aspecto podía tener esa porquería de carcoma: ¿de gusano?, ¿de ciempiés?, ¿de tijereta? Y todas las mañanas tenía que sacudir con mano asqueada el polvillo de madera que había caído sobre su manta.

Francine se sirvió café caliente en un tazón, añadió un terrón de azúcar y dos tapones de ron. El mejor momento del día. Luego se llevaba la taza a la habitación, con la petaca de ron, y veía dos películas seguidas. Su colección de ochocientas doce películas, etiquetadas y clasificadas, estaba guardada en la otra habitación, la de su padre y, tarde o temprano, la humedad las estropearía.

Se había decidido a abandonar la granja el día en que un carpintero pasó a inspeccionar las vigas, cinco meses después de morir su padre. Y en los cabrios había detectado agujeros de algavaro. Siete. Agujeros enormes, inimaginables, grandes como el meñique. Si se aguza el oído, se los puede oír horadando la madera, había dicho el especialista riéndose.

Hay que tratarla, había decretado el hombre. Pero en cuanto vio el tamaño de las perforaciones del algavaro, Francine tomó su decisión. Se iría. A veces se preguntaba con asco qué aspecto podía tener un algavaro. ¿De gusano gordo? ¿Una especie de escarabajo dotado de taladro?


A la una de la madrugada, Francine examinó los agujeros de carcoma, comprobó, gracias a puntos fijos de referencia, que no se habían extendido demasiado en la viga, y apagó la luz, con la esperanza de no oír el jadeo de un erizo fuera. No le gustaba ese ruido, parecía un ser humano resollando en la noche. Se puso boca abajo, se tapó la cabeza con las mantas dejando sólo una pequeña ventilación para colocar allí su nariz.

Con treinta y cinco años, te comportas como una niña, Francine, le había dicho el cura. ¿Y qué? En dos meses dejaría de ver esa casa y al cura de Otton. No pasaría ni un verano más allí. En verano era peor todavía, con las grandes polillas que entraban -pero ¿por dónde demonios?- y embestían con sus cuerpos repugnantes las pantallas de las lámparas, con los abejorros, las moscas, los tábanos, las camadas de roedores y los abujes. Se decía que las larvas de los abujes cavaban pequeños orificios en la piel para poner sus huevos.

Para dormirse, Francine retomó su cuenta de los días que la separaban de su partida, el uno de junio. Le habían dicho una y otra vez que hacía mal negocio trocando su inmensa granja del siglo XVIII por un piso de dos habitaciones con balcón en Évreux. Pero, para Francine, era el mejor negocio de su vida. En dos meses, estaría a salvo, con sus ochocientas doce películas, en un piso limpio y blanco, a sesenta metros de la farmacia. Estaría sentada en un cojín nuevo, azul, sobre el linóleo nuevo, delante de la televisión, con su café con ron, sin la menor carcoma para aterrorizarla. Ya sólo dos meses. Tendría una cama alta, separada de la pared, con una escalera barnizada para subir. Tendría sábanas de colores pastel que siempre estarían limpias, sin que las moscas vinieran a defecar encima. Niña o no, por fin estaría bien. Francine se contrajo al calor de la capa de mantas y se metió el dedo en el oído. No quería oír el erizo.

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