XLIII

La noticia de la desaparición de la teniente Violette Retancourt cayó sobre la Brigada como un avión que se estrella, aniquilando toda tentación de rebeldía. En el sordo pánico que empezaba a extenderse, cada cual se daba cuenta de que la ausencia de la oronda y rubia teniente privaba al edificio de uno de sus pilares centrales. La zozobra del gato, encogido, hecho una bola, entre la pared y la fotocopiadora, expresaba aproximadamente el estado moral de todos, con la única diferencia de que los hombres proseguían sus búsquedas, en todos los hospitales y comisarías del país, difundiendo su descripción.

El comandante Danglard, recién recuperado de su crisis moral llamada «del rey David» y atenazado por su pesimismo recurrente, se había refugiado sin pudor en el sótano, instalándose en una silla de plástico frente a la gran caldera, pimplando vino blanco, a la vista de todos. Estalère, en el otro extremo del edificio, había subido a la sala de la máquina de bebidas y, un poco a la manera de la Bola, se había tumbado hecho un ovillo en los cojines de espuma del teniente Mercadet.

La joven y tímida recepcionista, Bettina, muy recientemente contratada en centralita, cruzó la sala del Concilio casi de luto, donde apenas se oían el cliqueteo de los teléfonos y algunas palabras escasas y repetitivas, sí, no, gracias por su llamada. En una esquina, Mordent hablaba con Justin en voz baja. Bettina llamó suavemente a la puerta del despacho de Adamsberg. El comisario, sentado y encorvado en el taburete alto, miraba el suelo sin moverse. La joven suspiró. Empezaba a ser urgente que Adamsberg durmiera unas horas.

– Señor comisario -dijo sentándose discretamente-. ¿Cuándo piensa que desapareció la teniente Retancourt?

– El lunes no vino, Bettina, es todo lo que sabemos. Pero también pudo desaparecer el sábado, el domingo, o incluso el viernes por la noche. Hace tres días, o hace cinco.

– Antes del fin de semana, el viernes por la tarde, estaba fumando un cigarrillo en la recepción con el nuevo teniente, ese que tiene el pelo tan bonito de dos colores. Le estaba diciendo que se iría de la Brigada bastante temprano, que tenía una visita pendiente.

– ¿Una visita o una cita?

– ¿Hay alguna diferencia?

– Sí. Trate de recordar, Bettina.

– Creo realmente que habló de una visita.

– ¿Ha tenido alguna noticia más?

– No. Se alejaron juntos hacia la sala grande, y ya no oí nada más.

– Gracias -dijo Adamsberg con un parpadeo.

– Debería dormir, comisario. Mi madre dice que, cuando uno no duerme, el molino muele su propia muela.

– Ella no dormiría. Me buscaría día y noche, un año si fuera necesario, sin comer ni dormir, hasta encontrarme. Y ella me encontraría.

Adamsberg se puso lentamente la chaqueta.

– Si alguien pregunta por mí, Bettina, estoy en el hospital Bichat.

– Pida a algún agente que lo acompañe. Tendrá unos veinte minutos para dormir en el coche. Mi madre dice que una siesta por aquí, otra por allá, es el secreto.

– Todos los agentes la están buscando, Bettina. Tienen cosas mejores que hacer.

– Yo no -dijo la joven-. Lo acompaño.

Veyrenc daba los primeros pasos, prudentes, por el pasillo, apoyado en una enfermera.

– Estamos mejor -explico la enfermera-. Esta mañana tenemos menos fiebre.

– Lo llevamos a su habitación -dijo Adamsberg cogiendo al teniente por el otro brazo-. ¿Cómo va el muslo? -preguntó una vez que Veyrenc se hubo acostado.

– Bien. Mejor que usted -dijo Veyrenc sorprendido por el aspecto agotado de Adamsberg-. ¿Qué pasa?

– Ha desaparecido. Violette. Desde hace tres o cinco días. No está en ninguna parte, no ha dado señales de vida. No es una ausencia voluntaria, todas sus cosas están ahí. Llevaba sólo su chaqueta y su mochila.

– La azul oscuro.

– Sí. Bettina me ha dicho que usted habló con ella el viernes por la tarde en la recepción. Violette le mencionó una visita que tenía que hacer, quería salir bastante temprano de la Brigada.

Veyrenc frunció las cejas.

– ¿Me habló de una visita? ¿A mí? Pero si no conozco a los amigos de Retancourt.

– Se lo mencionó, y luego fueron los dos a la sala del Concilio. Trate de recordar, teniente, usted podría ser la última persona que la ha visto. Estaba fumando un cigarrillo.

– Sí -dijo Veyrenc levantando la mano-. Había prometido al doctor Romain que iría a verlo. Iba casi una vez por semana, según me dijo. Para intentar distraerlo. Lo iba informando de las investigaciones, le llevaba fotos, para mantenerlo un poco al día.

– ¿Fotos de qué?

– Fotos de muertos, comisario. Eso le llevaba.

– De acuerdo, Veyrenc, entiendo.

– Está decepcionado.

– De todos modos, iré a ver a Romain. Pero está totalmente disuelto en sus vapores. Si hubiera habido cualquier cosa en que fijarse o que oír, sería el último en reaccionar.

Adamsberg permaneció un raro sin moverse, calado en el sillón capitoné del hospital. Cuando la enfermera entró con la bandeja de la cena, Veyrenc se llevó un dedo a los labios. El comisario llevaba una hora durmiendo.

– ¿No lo despertamos? -murmuró la enfermera.

– No podía aguantar en pie ni cinco minutos más. Le damos dos horas más.

Veyrenc llamó a la Brigada, mientras examinaba el contenido de su bandeja.

– ¿Con quién hablo? -preguntó.

– Gardon -dijo el cabo-. ¿Es usted, Veyrenc?

– ¿Danglard ya se ha ido?

– No, pero está casi fuera de servicio. Retancourt ha desaparecido, teniente.

– Ya estoy al corriente. Necesitaría el número del doctor Romain.

– Ahora mismo se lo doy. Pensábamos hacerle una visita mañana, ¿necesita algo en particular?

– Comida, cabo.

– Está de suerte, la que va es Froissy.

Una buena noticia al menos, pensó Veyrenc marcando el número del doctor. Le contestó una voz muy desapegada. Veyrenc no lo conocía, pero era indiscutible que Romain tenía vapores.

– El comisario Adamsberg estará en su casa a las nueve de la noche, doctor. Me ha encargado que lo avise.

– Bueno -dijo Romain, a quien parecía importarle un comino.

Adamsberg abrió los ojos a las ocho pasadas.

– Mierda -dijo-, ¿me ha dejado dormir, Veyrenc?

– Hasta Retancourt lo habría dejado dormir. La victoria sólo le viene a un hombre que descansa.

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