III

Después de una noche serena en compañía de Santa Clarisa, el comisario Adamsberg empujó la puerta del Instituto Forense. Hacía nueve días que dos hombres habían sido degollados en Porte de la Chapelle, a pocos cientos de metros uno de otro. Dos pringados, dos bandidos de poca monta que trapicheaban en el Mercado de las Pulgas, había dicho el policía del sector de la zona a modo de presentación. Adamsberg estaba empeñado en volver a verlos desde que el inspector Mortier, de la Brigada de Estupefacientes, había manifestado el deseo de quitárselos.

– Un par de colgaos degollados en Porte de la Chapelle son cosa mía, Adamsberg -había declarado Mortier-. Sobre todo habiendo un negrata en el lote. ¿A qué esperas para pasármelos? ¿A que nieve?

– A entender por qué tienen tierra debajo de las uñas.

– Porque eran unos guarros.

– Porque estuvieron cavando. Y la tierra es cosa de la Brigada Criminal y cosa mía.

– ¿Nunca has visto imbéciles escondiendo mierda en las jardineras? Pierdes el tiempo, Adamsberg.

– Me da igual. Me gusta.

Los dos cuerpos desnudos estaban tendidos uno junto a otro, un grandullón blanco, un grandullón negro, uno velludo, el otro no, cada cual bajo su neón de la morgue. Dispuestos con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, parecían haber adquirido en la muerte una formalidad de colegiales totalmente inédita. A decir verdad, pensaba Adamsberg contemplando sus dóciles posturas, los dos hombres habían llevado una existencia llena de clasicismo, por lo avara que es la vida en cuestión de originalidad. Jornadas organizadas, con mañanas dedicadas a dormir, tardes consagradas al trapicheo, noches destinadas a las chicas y domingos a las madres. En el margen, como en todas partes, la rutina impone sus mandamientos. Sus salvajes asesinatos rompían de manera anormal el desarrollo de sus vidas anodinas.

La forense miraba a Adamsberg dar vueltas alrededor de los cuerpos.

– ¿Qué quiere que haga con ellos? -preguntó, con la mano sobre el muslo del negro, dándole palmaditas al desgaire como para consolarlo póstumamente-. Dos tipos que trapicheaban en los tugurios, con el pescuezo rebanado, son cosa de los de Estupefacientes.

– Efectivamente, los reclaman a voz en grito.

– ¿Y? ¿Cuál es el problema?

– El problema soy yo. No quiero dárselos. Y espero que me ayude a quedármelos. Piense algo.

– ¿Por qué? -preguntó la doctora, con la mano todavía sobre el muslo del negro, señalando mediante ese gesto que el hombre seguía, de momento, bajo su arbitraje, en zona franca, y que sólo ella decidiría su destino, hacia la Brigada de Estupefacientes o hacia la Brigada Criminal.

– Tienen tierra fresca debajo de las uñas.

– Supongo que los estupas también tendrán sus razones. ¿Tienen ellos fichados a estos hombres?

– Ni siquiera. Estos hombres son para mí y punto.

– Ya me habían prevenido contra usted -dijo tranquilamente la forense.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que no siempre se entiende su sentido. O sea, conflictos.

– No será la primera vez, Ariane.

Con la punta del pie, la forense acercó un taburete de ruedas y se sentó con las piernas cruzadas. Adamsberg la había encontrado guapa veintitrés años atrás, y seguía siéndolo a los sesenta, elegantemente sentada en ese escabel de la morgue.

– Vaya -dijo ella-. Me conoce.

– Sí.

– Yo, en cambio, no.

La doctora encendió un cigarrillo y reflexionó unos instantes.

– No -concluyó-, no me suena. Lo siento.

– Fue hace veintitrés años y sólo duró unos meses. La recuerdo a usted, recuerdo su apellido, su nombre, y recuerdo que nos tuteábamos.

– ¿Hasta ese punto? -dijo sin calidez-. ¿Y qué teníamos los dos, para tomarnos esas confianzas?

– Una bronca enorme.

– ¿Amorosa? Me daría pena no recordarlo.

– Profesional.

– Vaya -respondió la forense frunciendo el ceño.

Adamsberg inclinó la cabeza, distraído por los recuerdos que esa voz alta y ese tono cortante evocaban en su memoria. Volvía a ver la ambigüedad que lo había tentado y desconcertado de joven, el traje severo pero el pelo revuelto, el tono altivo pero las palabras naturales, las poses elaboradas pero los gestos espontáneos. Tanto era así que uno no sabía si tenía delante a un espíritu superior y distanciado o a una trabajadora empedernida que olvida las apariencias. Incluso ese «Vaya» con el que a menudo iniciaba las frases, sin que se supiera si la réplica era despectiva o popular. Ante ella, Adamsberg no era el único en tomar precauciones. La doctora Ariane Lagarde era la forense más célebre del país, nadie podía competir con ella.

– ¿Nos tuteábamos? -prosiguió dejando caer la ceniza en el suelo-. Hace veintitrés años, yo ya había hecho mi camino; en cambio, usted debía de ser sólo un simple teniente.

– Apenas un joven cabo.

– Me sorprende usted. No tuteo así como así a mis colegas.

– Nos llevábamos bien. Hasta que la enorme bronca culminó, haciendo temblar las paredes de un café de Le Havre. Me cerró la puerta en las narices, y no volvimos a vernos. No tuve tiempo de acabarme la cerveza.

Ariane aplastó la colilla con el pie y volvió a acomodarse en el taburete de metal, recobrando la sonrisa, vacilante.

– Esa cerveza -dijo- ¿no la habré tirado al suelo, por casualidad?

– Así es.

– Jean-Baptiste -dijo articulando las sílabas-. El joven cretino de Jean-Baptiste Adamsberg, que creía saber más que nadie.

– Es lo que me dijiste antes de romper mi vaso.

– Jean-Baptiste -repitió Ariane con voz más lenta.

La forense dejó el taburete y fue a poner una mano sobre el hombro de Adamsberg. Pareció a punto de besarlo, pero se apresuró a meter de nuevo la mano en el bolsillo de su bata.

– Me caías bien. Dislocabas el mundo sin ser consciente siquiera. Y, por lo que cuentan del comisario Adamsberg, el tiempo no ha mejorado las cosas. Ahora entiendo: tú eres él, y él eres tú.

– En cierto modo.

Ariane se apoyó en la mesa de disección donde descansaba el cuerpo del grandullón blanco, empujando el busto del muerto para estar más a gusto. Al igual que todos los forenses, Ariane no mostraba el menor respeto hacia los difuntos. En cambio, hurgaba en el enigma de sus cuerpos con insuperable talento, rindiendo así homenaje, a su manera, a la complejidad inmensa y singular de cada uno. Los trabajos de la doctora Lagarde habían glorificado los cadáveres de vivos corrientes y molientes. Pasar por sus manos le hacía a uno entrar en la Historia. Eso sí, lamentablemente, muerto.

– Era un cadáver excepcional -recordó ella-. Lo habían encontrado en su habitación, con una carta de despedida muy refinada. Un alcalde, implicado en un escándalo y arruinado, que se había suicidado de un sablazo en el vientre, a la japonesa.

– Hasta las cejas de ginebra para darse valor.

– Lo recuerdo muy bien -prosiguió Ariane con el tono suavizado de quien rememora una bonita historia-. Un suicidio sin incidentes, precedido de una tendencia antigua a la depresión compulsiva. El consejo municipal se sintió aliviado de que el asunto no fuera más allá, ¿recuerdas? Yo había entregado mi informe, irreprochable. Tú hacías las fotocopias, las encuadernaciones, los recados, sin obedecer demasiado. Nos íbamos a tomar algo por las tardes, en los muelles. Yo rozaba la promoción, tú soñabas en tu estancamiento. En esa época, yo echaba granadina en la cerveza, y hacía espuma.

– ¿Seguiste inventando mixturas?

– Sí -dijo Ariane en tono algo decepcionado-, montones, pero sin grandes logros hasta ahora. ¿Te acuerdas de la Violina? Un huevo batido, menta y vino de Málaga.

– Yo nunca quise probar esa cosa.

– Pues dejé la Violina. Iba bien para los nervios, pero resultaba demasiado energética. Probamos muchas mezclas en Le Havre.

– Menos una.

– Vaya.

– La mezcla de los cuerpos. Ésa no la probamos.

– No. Yo todavía estaba casada y era abnegada como un perro enfermo. En cambio, formábamos un dúo perfecto para los informes que dábamos a la policía.

– Hasta que…

– Hasta que a un joven cretino llamado Jean-Baptiste Adamsberg se le metió entre ceja y ceja que el alcalde de Le Havre había sido asesinado. Y ¿por qué? Por diez ratas muertas que habías encontrado en un almacén del puerto.

– Doce, Ariane. Doce ratas desangradas de una cuchillada en el vientre.

– Bueno, pues doce. Dedujiste que un asesino ejercitaba su valor antes de llevar a cabo el ataque definitivo. Y había otra cosa. Te pareció que la herida era demasiado horizontal. Dijiste que el alcalde debería de haber sujetado el sable más inclinado, de abajo arriba. A pesar de que estaba borracho como una cuba.

– Y tiraste mi vaso al suelo.

– Le había dado un nombre, maldita sea, a esa granadina con cerveza.

– La Granalla. Hiciste que me echaran de Le Havre y entregaste el informe sin mí: suicidio.

– ¿Qué sabías tú de esas cosas? Nada.

– Nada -reconoció Adamsberg.

– Ven a tomar un café. Así me cuentas lo que te preocupa de tus cadáveres.

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