XLVII

En el helicóptero, que se cernía en vertical sobre los tejados de la Brigada, Adamsberg retenía la respiración. El punto rojo que formaba el transmisor del gato era perfectamente visible en la pantalla, pero no se desplazaba ni una pulgada.

– Mierda -dijo Froissy entre dientes.

Adamsberg puso en marcha la emisora.

– ¿Maurel? ¿Lo ha soltado?

– Sí, comisario. Está sentado en la acerca. Ha andado cuatro metros hacia la derecha y se ha quedado allí. Está mirando pasar los coches.

Adamsberg dejó caer el micro en las rodillas, mordiéndose los labios.

– Se mueve -anunció el piloto, Bastien, un hombre casi obeso que manejaba el aparato con la fluidez de un pianista.

El comisario se inclinó hacia la pantalla, con la mirada clavada en el puntito rojo, que empezaba efectivamente a moverse con lentitud.

– Va hacia la avenida Italie. Sígalo, Bastien. Maurel, dé la señal a los coches.

A las diez y diez, el helicóptero volaba por encima de París, en dirección al sur, enorme bicho pendiente de los movimientos de un gato redondo y blando, casi inepto para la vida en el exterior.

– Tuerce hacia el suroeste, va a cruzar el periférico -dijo Bastien-. Y el periférico está embotellado a más no poder. Haz que la Bola se las arregle para que no lo atropellen, rezó rápidamente Adamsberg dirigiéndose a no se sabe quién, ya que había perdido de vista a su tercera virgen. Haz que sea animal.

– Ha cruzado -dijo Bastien-. Está por la zona. Ha cogido ritmo. Casi corre.

Adamsberg lanzó una mirada vagamente maravillada a Mordent y Froissy, que se asomaban por encima de sus hombros para seguir el desplazamiento del punto.

– Casi corre -repitió, como para convencerse del improbable acontecimiento.

– No, se ha parado -dijo Bastien.

– Los gatos no pueden correr mucho tiempo -dijo Froissy-. Hará una carrera de vez en cuando, pero no más.

– Ya sale otra vez, velocidad baja de crucero.

– ¿Cuánta?

– Entre dos y tres kilómetros por hora aproximadamente. Se dirige hacia Fontenay-aux-Roses, despacito.

– Vehículos, diríjanse a la D77, Fontenay-aux-Roses, todavía suroeste.


– ¿Qué hora es? -preguntó Danglard entrando en la D77.

– Las once y cuarto -dijo Kernorkian-. Lo mismo sólo está buscando a su madre.

– ¿Quién?

– La Bola.

– Los gatos adultos no reconocen a su madre, les importa un pito.

– Lo que quiero decir es que lo mismo la Bola va a cualquier sitio. Igual nos lleva hasta Laponia.

– No es esta dirección.

– Bueno -dijo Kernorkian-, sólo quería decir…

– Ya lo sé -interrumpió Danglard-. Sólo querías decir que no sabemos adónde va ese puto gato, que no sabemos si busca a Retancourt, que no sabemos si Retancourt está muerta. Pero no queda otro remedio, joder.

Dirección Sceaux -anunció la voz de Adamsberg por la emisora-. Tomen la D67 por la D75.


– Va más despacio -dijo Bastien-. Se para. Descansa.

– Si Retancourt está en Narbona -masculló Mordent-, tenemos para rato.

– ¡Joder, Mordent! -dijo Adamsberg-. No sabemos si está en Narbona.

– Perdón -dijo Mordent-. Es que estoy con los nervios de punta.

– Lo sé, comandante. Froissy, ¿tiene algo de comer?

La teniente buscó en su mochila negra.

– ¿Qué quieren? ¿Dulce o salado?

– ¿Qué hay salado?

– Paté -adivinó Mordent.

– Pues venga el paté.

– Sigue durmiendo -dijo Bastien.

En el habitáculo del helicóptero, que describía círculos en el cielo mientras vigilaba el sueño del gato, Froissy preparó unas rebanadas de pan con paté, de hígado de pato o de pimienta verde. Luego cada cual masticó en silencio, lo más lentamente posible para suspender el tiempo. Mientras uno tiene algo que hacer, todo puede ocurrir.

– Ya reanuda la caminata -dijo Bastien.


Estalère, parado, aferrando con los puños el manillar de su moto, escuchaba las indicaciones por la emisora, atenazado por la impresión de estar atrapado en un suspense repugnante. Pero el avance continuo y empecinado del pequeño animal lo animaba más que cualquier otro pensamiento.

La Bola se dirigía hacia un objetivo desconocido sin hacerse preguntas y sin desfallecer, atravesando zonas industriales, zarzas, prados, vías férreas. Estalère admiraba al gato. Ya llevaba seis horas en camino, habían recorrido dieciocho kilómetros. Los vehículos avanzaban al ralentí, haciendo largas pausas en los arcenes antes de acudir a los puntos anunciados desde el helicóptero, ciñéndose lo más posible a los desplazamientos del gato.

– Arranquen de nuevo -dijo Adamsberg a los coches-. Palaiseau por la D988. Se dirige hacia la Escuela Politécnica, flanco sur.

– Va a cultivarse -dijo Danglard mientras arrancaba.

– La Bola sólo tiene asadura en la cabeza.

– Ya lo veremos, Kernorkian.

– Al paso que llevamos, podríamos hacer una parada en el próximo bar.

– No -dijo Danglard, con la cabeza todavía pesada por el vino ingerido en el sótano-. O bebo como un cosaco, o no bebo. No me gusta racionarme. Hoy no bebo.

– Pues yo tengo la impresión de que la Bola bebe -dijo Kernorkian.

– Tiene cierta tendencia -confirmó Danglard-. Habrá que vigilarlo.

– Si no palma por el camino.

Danglard echó una mirada al cuadro de mandos. Las cuatro cuarenta de la tarde. El tiempo se arrastraba, rampante, llevando los nervios de todos a un punto de irritación explosivo.

– Vamos a llenar el depósito a Orsay y volvemos -anunció la voz de Bastien por la emisora.

El helicóptero cogió velocidad, dejando tras él el punto rojo. Adamsberg tuvo la impresión de abandonar a la Bola en su búsqueda.

A las cinco y media, tras siete horas de marcha, el gato seguía aguantando, avanzando obstinadamente en dirección suroeste con pausas cada veinte minutos. El tren de vehículos iba siguiéndolo de trecho en trecho. A las ocho y cuarto, pasaban Forges-les-Bains por la D97.

– Va a reventar -dijo Kernorkian, que alimentaba el pesimismo de Danglard-. Lleva treinta y cinco kilómetros en las patas.

– Cierra el pico. De momento, sigue avanzando.

A las ocho treinta y cinco, ya de noche, Adamsberg volvió a coger el micro.

– Se ha detenido. En la Cl2, entre Chardonnières y Bazoches, a dos kilómetros y medio de Forges. En pleno campo, lado norte de la carretera. Reanuda. Da vueltas.

– Va a reventar -dijo Kernorkian.

– ¡Joder! -gritó Danglard.

– Está dudando -dijo Bastien.

– Igual se queda allí a pasar la noche -dijo Mordent.

– No -dijo Bastien-, está buscando. Voy a acercarme.

El aparato descendió unos cien metros describiendo círculos por encima del gato inmovilizado.

– Una nave -dijo Adamsberg señalando largas cubiertas de chapa ondulada.

– Un desguace de coches -dijo Froissy-. Abandonado.

Adamsberg apretó los puños sobre sus rodillas. Froissy le pasó sin comentarios una pastilla de menta, que el comisario se llevó a la boca sin hacer preguntas.

– Sí -dijo Bastien-. Debe de haber un grupo de chuchos ahí dentro, y el gato está acojonado. Pero creo que es allí adonde quiere ir. He tenido ocho. Gatos.

– Desguace -señaló Adamsberg a los vehículos-, vengan por la C8, hasta el cruce con la C6. Aterrizamos.

– Ya está -dijo Justin arrancando-. Nos reagrupamos.


Pegados al helicóptero, en un campo en barbecho, Bastien, los nueve policías y el médico examinaban en la noche la vieja nave, las carcasas de coches, la vegetación salvaje que crecía tupida entre la chatarra. Los perros habían percibido la intrusión y se acercaban ladrando con rabia.

– Son tres o cuatro -calculó Voisenet-. Grandes.

– Puede que sea por eso por lo que no avanza la Bola. No sabe cómo salvar el obstáculo.

– Neutralizamos los perros y vemos qué hace el gato -decidió Adamsberg-. No se acerquen mucho a él, para no despistarlo.

– Parece muy agitado -dijo Froissy, que había recorrido el campo con sus gemelos y había localizado al gato a cuarenta metros de ellos.

– Me dan miedo los perros -dijo Kernorkian.

– Quédese detrás, teniente, y no dispare. Un culatazo en la cabeza.

Tres bestias de envergadura, que sobrevivían semiasilvestradas en el inmenso edificio, se abalanzaron como fieras hacia los policías, mucho antes de que hubieran podido llegar a las puertas de la nave. Kernorkian retrocedió junto al cálido vientre del helicóptero y la masa tranquilizadora del gordo Bastien, que fumaba apoyado en su aparato mientras los agentes dejaban a los perros fuera de combate. Adamsberg observó la nave, las ventanas opacas y cerradas, las persianas metálicas oxidadas y medio levantadas. Froissy dio un paso adelante.

– No avance más de diez metros -dijo Adamsberg-. Espere a que el gato haga el primer movimiento.

La Bola, negro de tierra hasta el pecho, adelgazado por su manto de pelo pegado, olisqueaba uno de los perros tumbados. Luego se lamió una pata, iniciando su aseo, como si no tuviera otra cosa que hacer.

– Pero ¿qué coño está haciendo? -preguntó Voisenet alumbrándolo de lejos con su linterna.

– Es posible que tenga una espina en la pata -dijo el médico, un hombre paciente y totalmente calvo.

– Yo también -dijo Justin mostrando su mano, raspada por una dentellada de perro-. Y no por eso dejo de trabajar.

– Es un animal, Justin -dijo Adamsberg.

La Bola acabó el aseo de su pata, y luego de la otra, y se dirigió hacia la nave, partiendo bruscamente a paso ligero, por segunda vez en la jornada. Adamsberg apretó los puños.

– Retancourt está allí. Cuatro hombres por detrás, los demás conmigo. Doctor, síganos.

– Doctor Lavoisier -precisó el médico-. Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

Adamsberg le lanzó una mirada vacía. No sabía quién era Lavoisier, y le importaba un carajo.

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