XXIII

La hermana de Oswald, Hermance, respetaba dos mecanismos que supuestamente la protegían de los peligros del mundo: no quedarse despierta pasadas las diez de la noche y prohibir la entrada a su casa a toda persona calzada. Oswald y los dos policías subieron la escalera con paso silencioso y los zapatos terrosos en la mano.

– Sólo hay una habitación -susurró Oswald-, pero es grande. ¿Les va bien?

Adamsberg asintió, poco impaciente por pasar la noche con el teniente. Al unísono, Veyrenc se sintió aliviado al comprobar que la estancia tenía dos altas camas de madera separadas por una distancia de dos metros.

– Hondo ha de ser el valle que separe los lechos,

para que almas y cuerpos no se confundan nunca.

– El cuarto de baño está al lado -añadió Oswald-. No olviden ir descalzos. Si por desgracia se calzaran, la matarían del disgusto.

– ¿Incluso si no se entera?

– Todo acaba sabiéndose, sobre todo lo que se oculta. Te espero abajo, bearnés. Tenemos que hablar tú y yo.

Adamsberg lanzó su chaqueta húmeda al pie de la cama de la izquierda y depositó sin ruido las grandes cuernas en el suelo. Veyrenc se había tumbado vestido de cara a la pared, y el comisario se reunió con Oswald en la pequeña cocina.

– ¿Duerme tu primo?

– No es mi primo, Oswald.

– Lo de su pelo supongo que es personal -inquirió Oswald.

– Muy personal -confirmó Adamsberg-. Y ahora cuéntame.

– La idea de contártelo no es tanto mía como de Hermance.

– Pero si no me conoce, Oswald.

– Será que se lo han aconsejado.

– ¿Quién?

– Puede que el cura. No te rompas la cabeza, bearnés. Hermance es lo contrario de la razón. Tiene sus ideas, pero no siempre se sabe de dónde las saca.

La voz de Oswald se había entristecido, y Adamsberg abandonó el tema.

– No importa, Oswald. Háblame de la Sombra.

– No la vi yo, fue mi sobrino Gratien.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Más de cinco semanas, un martes por la noche.

– ¿Dónde?

– En el cementerio, bearnés, ¿dónde va a ser?

– ¿Qué hacía tu sobrino en el cementerio?

– Él no estaba en el cementerio, estaba en el caminito que sube por arriba. Bueno, el que sube o el que baja, según como se mire. Todos los martes y viernes queda allí con su novia a medianoche, cuando ella sale de trabajar. Todo el pueblo está al corriente salvo su madre.

– ¿Qué edad tiene?

– Diecisiete años. Con Hermance que se va a dormir a las diez como un reloj, lo tiene fácil. Cuidado, no se tiene que enterar.

– ¿Y entonces, Oswald?

Oswald llenó dos vasitos de Calvados y se sentó dando un suspiro. Alzó sus ojos transparentes hacia Adamsberg y se bebió la dosis de un trago.

– A tu salud.

– Gracias.

– ¿Quieres que te diga una cosa?

A ver si lo dice de una vez, pensó Adamsberg.

– Es la primera vez que un forano se va a llevar honores fuera de la región. Después de esto, ya no me queda nada por ver.

«Nada por ver» era exagerado, pensó Adamsberg. Pero estaba claro que el asunto de las cuernas era cosa seria. Os las han ofrecido, vos las habéis cortado. Al comisario le extrañó, y se reprochó, haber memorizado un verso de Veyrenc.

– ¿Te molesta que me las lleve? -preguntó.

Confrontado a una pregunta íntima y directa, Oswald desvió la respuesta.

– Robert tiene que apreciarte muchísimo para habértelas dado. Pero supongo que sabe lo que hace. Normalmente, Robert no se equivoca.

– Entonces, las cosas no están tan mal -dijo Adamsberg sonriendo.

– A fin de cuentas, no.

– ¿Y entonces, Oswald?

– Lo que te he dicho. Entonces, vio la Sombra.

– Cuenta.

– Una especie de mujer alta, si se puede llamar eso una mujer, gris, toda envuelta, sin cara. La muerte, vamos. No te lo contaría así delante de mi hermana, pero estamos entre hombres y podemos decirnos las cosas como son, ¿no?

– Sí.

– Pues las decimos. La muerte. No andaba como nosotros. Iba deslizándose por el cementerio, toda tiesa y lenta. No llevaba prisa, iba paso a paso.

– ¿Tu sobrino bebe?

– Todavía no. Una cosa es que se acueste con esa chavala, y otra que sea un hombre. Lo que hizo la Sombra no sabría decírtelo. Ni a quién venía a buscar. Después estuvimos esperando una muerte en el pueblo. Pero no, no pasó nada.

– ¿No vio nada más?

– Di más bien que puso pies en polvorosa sin más. Hazte cargo. ¿Por qué vino, bearnés? ¿Por qué aquí?

– No tengo ni idea, Oswald.

– El cura dice que eso ya ocurrió en 1809, y justamente ese año no hubo manzanas. Las ramas estaban tan peladas como mi brazo.

– ¿No hubo más consecuencias? Aparte de las manzanas.

Oswald lanzó otra mirada a Adamsberg.

– Robert dice que tú también has visto la Sombra.

– No la he visto, sólo he pensado en ella. Es como un velo, una nube oscura, sobre todo cuando estoy en la Brigada. Un médico diría que son imaginaciones mías. O que le doy vueltas a un mal recuerdo.

– Los médicos no quieren entender estas cosas.

– Quizá tengan razón. Puede que sea una idea negativa. Que no ha salido aún de mi cabeza, que todavía está dentro.

– Como las cuernas del ciervo antes de crecer.

– Exactamente -dijo Adamsberg sonriendo de repente.

Esa idea le gustaba mucho, resolvía casi el misterio de su Sombra. El peso de una idea oprimente, ya formada en su mente, pero que todavía no ha llegado al exterior. Un parto, en cierto modo.

– Una idea que sólo tienes en la Brigada -prosiguió Oswald meditando-. Por ejemplo, aquí no la tienes.

– No.

– Eso es que algo ha entrado en la Brigada -explicó Oswald gestualizando la escena-. Y luego la cosa se ha metido en tu cabeza porque tú eres el jefe. En el fondo, tiene su lógica.

Oswald vació el resto de Calvados.

– O porque eres tú -añadió-. Te he traído al chaval. Te espera fuera.

No había elección. Adamsberg siguió a Oswald en la noche.

– No llevas zapatos -observó Oswald.

– Está bien así. Las ideas también pueden circular por la planta de los pies.

– Si eso fuera verdad -dijo Oswald con media sonrisa-, mi hermana estaría llena de ideas.

– ¿Y no lo está?

– Las cosas como son, es tan buena que emocionaría a un buey, pero no tiene nada aquí dentro. Y eso que es mi hermana.

– ¿Y Gratien?

– Ni comparación. Ha salido al padre, que era más listo que el hambre.

– ¿Y dónde está su padre?

Oswald se cerró, metiendo las antenas en la concha.

– ¿Amédée dejó a tu hermana? -insistió Adamsberg.

– ¿Cómo sabes su nombre?

– Estaba escrito en una foto, en la cocina.

– Amédée murió. Hace tiempo. No se habla de eso aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg haciendo caso omiso a la advertencia.

– ¿Por qué te interesa?

– No se sabe nunca. Con la Sombra, ¿enriendes?, hay que pensar en todo.

– Puede ser -concedió Oswald.

– Mi vecino dice que los muertos no se van si no han acabado de vivir. Que vienen a dar la lata a los vivos durante siglos.

– ¿Quieres decir que Amédée no había acabado de vivir?

– Eso lo sabrás tú.

– Una noche, volvía de estar con una mujer -contó Oswald con reticencia-. Tomó un baño, para que mi hermana no se diera cuenta. Y se ahogó.

– ¿En la bañera?

– Como te lo digo. Tuvo un mareo. Y el agua de las bañeras es agua igual, ¿no? Y cuando tienes la cabeza debajo, la palmas igual que en un estanque. Eso fue lo que acabó de quitarle las ideas a mi hermana.

– ¿Hubo una investigación?

– Claro. Estuvieron semanas tocando las pelotas a todo el mundo como moscas cojoneras. Ya sabes cómo es la pasma.

– ¿Sospecharon de tu hermana?

– Di más bien que la volvieron loca. La pobre. No puede ni levantar un cesto de manzanas, así que ya me dirás cómo iba a ahogar en la bañera a una mole como Amédée. Porque además estaba colada hasta el tuétano por ese imbécil.

– Decías que era más listo que el hambre.

– Y tú, bearnés, tampoco andas muy rápido de entendederas, ¿eh?

– Explícate.

– Ése no era el padre del crío. Gratien nació antes, del primer marido. Que también murió, por si te interesa. A los dos años de casarse.

– ¿Cómo se llamaba?

– El lorenés. No era de por aquí. Se metió un guadañazo en las piernas.

– Tu hermana no ha tenido suerte.

– Ni que lo digas. Por eso, aquí nadie se burla de sus manías. Que haga lo que quiera, si le sirve de consuelo.

– Por supuesto, Oswald.

El normando asintió, aliviado de acabar con el tema.

– Lo que acabo de contarte no tienes ninguna obligación de pregonarlo a los cuatro vientos en tu montaña. Esta historia no sale de Opportune. Está olvidada, y punto.

– Nunca cuento nada, Oswald.

– ¿Tú no tienes historias que no salgan de tu montaña?

– Tengo una, sí. Pero últimamente está saliendo.

– Eso no es bueno -dijo Oswald sacudiendo la cabeza-. Esas cosas empiezan pequeñas y acaban como un dragón saliendo de su cueva.


El sobrino de Oswald, con las mejillas marcadas de pecas igual que su tío, estaba con la espalda encogida ante Adamsberg. No se atrevía a no contestar al comisario de París, pero el trance le resultaba difícil. Mirando al suelo, contó la noche en que vio a la Sombra, y su relato coincidía con el de Oswald.

– ¿Se lo dijiste a tu madre?

– Sí, claro.

– ¿Y ella quiso que me hablaras de esto?

– Sí. Cuando vino usted para el concierto.

– ¿Sabes por qué?

El chico se bloqueó súbitamente.

– La gente cuenta tonterías -dijo-. Mi madre tiene sus cosas, pero hay que entenderla, y ya está. La prueba es que a usted le interesa esta historia.

– Tu madre tiene razón -dijo Adamsberg para apaciguar al joven.

– Cada cual se expresa a su manera -insistió Graden-. Y no hay una manera que valga más que otra.

– No, ni una -confirmó Adamsberg-. Una cosa más y te dejo tranquilo. Cierra los ojos. Y dime qué pinta tengo y cómo voy vestido.

– ¿De verdad?

– Te lo pide el comisario -intervino Oswald.

– No es usted muy alto -empezó Gratien con timidez-, no más que mi tío. Tiene el pelo castaño… ¿Tengo que decirlo todo?

– Todo lo que puedas.

– No muy bien peinado, con mechones sobre los ojos y otros hacia atrás. Nariz grande, ojos pardos, chaqueta negra, de algodón, con muchos bolsillos, remangada. El pantalón… negro también, bastante gastado, y está usted descalzo.

– ¿Camisa? ¿Jersey? ¿Corbata? Concéntrate.

Gratien sacudió la cabeza, apretando los ojos cerrados.

– No -dijo con firmeza.

– Entonces ¿qué llevo?

– Una camiseta gris.

– Abre los ojos. Eres un testigo perfecto, como hay pocos.

El adolescente sonrió, relajado tras haber aprobado el examen.

– Y eso que es de noche -añadió ufano.

– Precisamente.

– ¿No confiaba en mí? ¿En lo de la Sombra?

– Los recuerdos oscuros se pueden deformar a posteriori. Según tú, ¿qué crees que hacía la Sombra? ¿Se paseaba? ¿Flotaba sin rumbo?

– No.

– ¿Miraba? ¿Deambulaba, esperaba? ¿Tenía una cita?

– No. Yo diría que buscaba algo, una tumba quizá, pero sin prisa. Iba despacio.

– ¿Qué fue lo que te asustó?

– Su manera de andar, su estatura. Y esa tela gris. Todavía tengo miedo.

– Trata de olvidarla, yo me encargo de ella.

– Pero ¿qué se puede hacer, si es la muerte?

– Ya veremos -dijo Adamsberg-. Me las arreglaré.

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