XXII

Bajo la lluvia, Adamsberg empujó la puerta del café de Haroncourt. Angelbert se levantó con rigidez para recibirlo, inmediatamente imitado por el resto de la tribu de hombres.

– Siéntate, bearnés -dijo el viejo estrechándole la mano-. Te hemos guardado un plato caliente.

– ¿Eres dos? -preguntó Robert.

Adamsberg presentó a su colega, acontecimiento que dio lugar a una nueva ronda de apretones de mano, más desconfiada, y al acercamiento de una silla más. Todos rozaron de una mirada fugaz el pelo del recién llegado. Pero allí no había peligro de que hicieran preguntas sobre ese fenómeno, por perturbador que resultara. Lo cual no impedía que los hombres meditaran acerca de la rareza, buscando la manera de saber más sobre el acólito que había traído el comisario. Angelbert examinaba las similitudes de estructura que unían a ambos policías, y sacaba sus conclusiones.

– Es un primo apartado -dijo llenando los vasos.

Adamsberg empezaba a comprender bien el mecanismo normando, hipócrita y hábil, consistente en hacer una pregunta sin que parezca nunca que se está interrogando al interlocutor. La entonación de la voz bajaba al final de la frase, como en una falsa afirmación.

– ¿Apartado? -preguntó Adamsberg, que, como bearnés, estaba autorizado a hacer preguntas directas.

– Más lejos que un primo hermano -explicó Hilaire-. Angelbert y yo somos primos apartados en cuarto grado. Y él y tú -añadió señalando a Veyrenc- sois primos en sexto o séptimo grado.

– Puede -admitió Adamsberg.

– En cualquier caso, es de tu tierra.

– De cerca, efectivamente.

– No hay sólo bearneses en la policía -preguntó sin preguntar Alphonse.

– Antes yo era el único.

– Veyrenc de Bilhc -se presentó el nuevo.

– Veyrenc -simplificó Robert.

Hubo asentimientos para indicar que la propuesta de Robert había sido aceptada. Lo cual no resolvía el problema del pelo. El enigma requeriría años para aclararse, habría que ser paciente. Trajeron otro plato para el Nuevo, y Angelbert esperó a que los dos policías hubieran acabado de cenar para hacer una seña a Robert de que fuera directo al grano. Robert expuso con solemnidad las fotos del ciervo sobre la mesa.

– No está en la misma posición -observó Adamsberg, para desencadenar en sí mismo un interés que no sentía.

Ni siquiera era capaz de decir por qué estaba allí, ni cómo Veyrenc había comprendido que deseaba venir.

– Las dos balas han dado en el pecho. Está de costado, y el corazón está a la derecha.

– El asesino no tiene método.

– Lo que quiere es matar al animal, y punto.

– O sacarle el corazón -dijo Oswald.

– ¿Qué piensas hacer, bearnés?

– Ir a ver.

– ¿Ahora?

– Si uno de vosotros me acompaña. Tengo linternas.

Lo repentino de la propuesta dio que pensar.

– Podría ser -dijo el abuelo.

– Oswald.

– Tendrían que dormir en tu casa. O tendrías que volver a traerlos aquí. En Opportune no hay hotel.

– Tenemos que volver a París esta noche -dijo Veyrenc. -A menos que nos quedemos.


Una hora después, examinaban la escena del crimen. Frente al animal, que yacía en el sendero, Adamsberg comprendió en toda su magnitud el verdadero dolor de los hombres. Oswald y Robert bajaban la cabeza, impactados. Era un animal, era un ciervo, pero también era una pura salvajada y una masacre de la belleza.

– Un macho espléndido -dijo Robert con esfuerzo-. Que todavía no lo había dado todo.

– Tenía su manada -explicó Oswald-. Cinco hembras. Seis combates el año pasado. Te puedo decir, bearnés, que un ciervo así, que luchaba como un señor, habría mantenido seis hembras otros cuatro o cinco años antes de que lo destronaran. Nadie de por aquí habría disparado al Gran Rufo.

– Tenía tres manchas coloradas en el flanco derecho y dos en el izquierdo. Por eso se llamaba Gran Rufo.

Un hermano, en el fondo, o por lo menos un primo apartado, pensó Veyrenc cruzándose de brazos. Robert se arrodilló junto al gran cuerpo y acarició su pelaje. En la noche de ese bosque, bajo la lluvia constante, en compañía de esos hombres sin afeitar, Adamsberg tenía que hacer un esfuerzo para convencerse de que en otra parte, en el mismo momento, había coches rodando en ciudades, televisores funcionando. Los tiempos prehistóricos de Mathias se desarrollaban ante sus ojos, intactos. Ya no lograba dilucidar si el Gran Rufo era un simple ciervo, o un hombre, o una fuerza divina abatida, robada, saqueada. Un ciervo que pintarían en la pared de una caverna para recordarlo y honrarlo.

– Lo enterraremos mañana -dijo Robert levantándose pesadamente-. Te estábamos esperando, ¿entiendes? Queríamos que lo vieras con tus propios ojos. Oswald, pásame el hacha.

Oswald rebuscó en su gran zurrón de cuero y extrajo en silencio la herramienta. Robert rozó el filo con los dedos, se arrodilló junto a la cabeza del ciervo, y vaciló. Se volvió hacia Adamsberg.

– Para ti los honores, bearnés -dijo ofreciéndole el hacha por el mango-. Córtale las cuernas.

– Robert -interrumpió Oswald con incertidumbre.

– Está decidido, Oswald, las merece. Estaba cansado, estaba lejos, se ha desplazado por el Gran Rufo. Le corresponden los honores, le corresponden las cuernas.

– Robert -añadió Oswald-, el bearnés no es de aquí.

– Pues ahora lo es -dijo Robert depositando el hacha entre las manos de Adamsberg.

Éste se encontró empuñando la herramienta y conducido hacia la cabeza del ciervo.

– Córtalas por mí -le dijo a Robert-, no quiero hacerle un estropicio.

– No puedo. El que se las lleva es el que se las corta. Tienes que hacerlo tú mismo.

Bajo la dirección de Robert, que sujetaba la cabeza del animal en el suelo, Adamsberg asestó seis hachazos a ras de cráneo, en los sitios que el normando le señalaba con el dedo. Robert recuperó la herramienta, alzó las cuernas y las depositó en manos del comisario. Cuatro kilos por cuerna, estimó Adamsberg sopesándolas.

– No las pierdas -dijo Robert-, dan vida.

– Bueno -matizó Oswald-, no es seguro que influya, pero daño no hace.

– Y no las separes nunca -completó Robert-, ¿me oyes? La una no va sin la otra.

Adamsberg asintió en la oscuridad, aferrando las cuernas perladas del Gran Rufo. No era ése el momento de dejarlas caer. Veyrenc le lanzó una mirada irónica.

– Que el peso del trofeo no os haga vacilar.

– No había pedido nada, Veyrenc.

– Os lo han ofrecido, y vos lo habéis cortado.

»No queráis renegar del gesto de esta noche,

que os hace portador de luz y de esperanza.

– Ya está bien, Veyrenc. Llévelas usted o deje de hablar.

– No, señor. Ni lo uno ni lo otro.

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