X

En la mañana del 21 de marzo, el comisario se tomó el tiempo de ir a saludar cada árbol y cada ramilla del nuevo recorrido desde su casa hasta el edificio de la Brigada. Incluso bajo la lluvia, que casi no había parado desde el chaparrón sobre Juana de Arco, la fecha merecía ese esfuerzo y ese respeto. Incluso si ese año la naturaleza llevaba retraso, debido a citas desconocidas, a menos que se le hubieran pegado las sábanas, como a Danglard un día de cada tres. La naturaleza es caprichosa, pensaba Adamsberg, no se le puede exigir que todo esté estrictamente en su sitio para la mañana del 21, dada la cantidad astronómica de capullos de los que tiene que ocuparse, sin contar las larvas, las raíces y los gérmenes, que no se ven, pero que sin duda le consumen una energía increíble. En comparación, el incesante trabajo de la Brigada Criminal era una brizna irrisoria, una simple broma. Broma que daba una conciencia impoluta a Adamsberg para demorarse en las aceras.

Mientras el comisario atravesaba pausadamente la gran sala común, llamada «sala del Concilio», para dejar una flor de forsitia en cada una de las mesas de las agentes de la Brigada, Danglard se precipitó a su encuentro. El largo cuerpo del comandante, que parecía haberse derretido antaño como un cirio al calor, borrando sus hombros, ablandando su torso, combando sus piernas, no estaba adaptado a la marcha rápida. Adamsberg lo miraba con interés moverse en las distancias largas, preguntándose siempre si iba a perder uno de sus miembros en la carrera.

– Lo estábamos buscando -dijo Danglard sin resuello.

– Estaba rindiendo homenaje, capitán, y ahora honro.

– Maldita sea, son más de las once.

– A los muertos les da igual un par de horas más o menos. No tengo cita con Ariane hasta las cuatro de la tarde. Por las mañanas, la forense duerme. Sobre todo, no lo olvide nunca.

– No se trata de los muertos, se trata del Nuevo. Ha estado dos horas esperándolo. Ya van tres veces que pide cita. Pero, cuando llega, se queda solo, en su silla, como un don nadie.

– Lo siento, Danglard. Yo tenía una cita imperiosa desde hacía un año.

– ¿Con?

– Con la primavera, que es susceptible. Si se le da plantón, es capaz de irse enfurruñada. Y luego a ver quién es el guapo que la alcanza. En cambio, el Nuevo volverá. ¿Qué Nuevo, por cierto?

– Joder, el nuevo teniente que sustituye a Favre. Dos horas de espera.

– ¿Cómo es?

– Pelirrojo.

– Muy bien. Así variamos un poco.

– En realidad es castaño, pero con mechas pelirrojas. Como a rayas. Lo nunca visto.

– Mejor -dijo Adamsberg dejando su última flor en la mesa de Violette Retancourt-. Ya puestos, que los nuevos sean nuevos de verdad.

Danglard hundió las blandas manos en los bolsillos de su elegante chaqueta mientras miraba a la enorme teniente Retancourt ponerse la florecita amarilla en el ojal.

– Éste me parece bastante nuevo, demasiado quizá -dijo-. ¿Ha leído su expediente?

– Por encima. De todos modos, lo tendremos obligatoriamente de prueba durante seis meses.

Antes de que Adamsberg empujara la puerta de su despacho, Danglard lo retuvo por el brazo.

– Ya no está aquí. Se ha ido a ocupar su puesto en el cuchitril.

– ¿Por qué protege él a Camille? Pedí agentes con experiencia.

– Porque sólo él soporta ese puto trastero en el rellano. Los otros no pueden más.

– Y como es nuevo, se lo han encasquetado.

– Así es.

– ¿Desde cuándo?

– Hace tres semanas.

– Mándele a Retancourt. Ella sí es capaz de aguantar en el cuchitril.

– Ya se propuso ella misma. Pero hay un problema.

– No veo qué problema podría estorbar a Retancourt.

– Sólo uno. No puede moverse allí metida.

– Demasiado gorda -dijo Adamsberg pensativo.

– Demasiado gorda -confirmó Danglard.

– Fue su formato mágico lo que me salvó, Danglard.

– No lo dudo, pero no puede embutirse en el cuchitril y punto. Por lo tanto, no puede relevar al Nuevo.

– Ya lo había entendido, capitán. ¿Qué edad tiene ese Nuevo?

– Cuarenta y tres años.

– ¿Y qué pinta tiene?

– ¿Desde qué punto de vista?

– Estético, seduccional.

– La palabra «seduccional» no existe.

El comandante se pasó la mano por la nuca, como cada vez que estaba confuso. Por sofisticada que fuera la mente de Danglard, era reacio, como todos los hombres, a comentar el aspecto físico de los demás hombres, fingiendo no haber visto nada ni haberse fijado en nada. Adamsberg, por su parte, prefería claramente saber cómo era el que habían dejado acampar tres semanas en el rellano de Camille.

– ¿Qué pinta tiene? -insistió Adamsberg.

– Relativamente guapo -admitió Danglard a regañadientes.

– Mala suerte.

– No. Camille no me preocupa tanto, es Retancourt.

– ¿Sensible?

– Eso dicen.

– ¿Cómo de relativamente guapo?

– Bien plantado, tipo árbol, sonrisa ladeada y mirada melancólica.

– Mala suerte -repitió Adamsberg.

– No podemos matar a todos los hombres de la tierra, ¿no?

– Podríamos matar al menos a los hombres con mirada melancólica.

– Coloquio -dijo de repente Danglard, mirando el reloj.


Danglard era el responsable, huelga decirlo, de la atribución del nombre de «sala del Concilio» al espacio común donde se celebraban las reuniones; a la sazón, una asamblea general de los veintisiete agentes de la Brigada. Pero el comandante nunca había confesado su fechoría. También había anclado en la cabeza de los agentes el término «coloquio» para sustituir el de «reunión», que le producía tristeza. La autoridad intelectual de Adrien Danglard tenía tanto peso que todos asimilaban sus decisiones sin cuestionar su acierto. Como un medicamento de cuyo carácter benéfico nadie dudaba, las nuevas palabras del comandante eran absorbidas sin rechistar, y tan rápidamente integradas que se volvían irrecuperables.

Danglard fingía no tener nada que ver con esas pequeñas conmociones del lenguaje. Oyéndolo, esos términos anticuados habían remontado desde las profundidades abisales de los tiempos para impregnar los edificios, como un agua arcaica que rezumara, vía la red de sótanos. Explicación muy plausible, había observado Adamsberg. Y por qué no, había respondido Danglard.

El coloquio se abría con los asesinatos de La Chapelle y el fallecimiento de una sexagenaria en un ascensor por paro cardiaco. Adamsberg contó rápidamente sus agentes. Faltaban tres.

– ¿Dónde están Kernorkian, Mercadet y Justin?

– En la Brasserie des Philosophes -explicó Estalère-. Están acabando.

La suma de homicidios que le había caído a la Brigada en dos años todavía no había logrado apagar la alegría asombrada que perpetuamente agrandaba los ojos verdes del cabo Estalère, el miembro más joven del equipo. Largo y delgado, Estalère se mantenía siempre junto a la amplia e indestructible teniente Violette Retancourt, a quien rendía un culto casi religioso y de quien no se separaba mucho más de unos pocos metros.

– Dígales que vengan inmediatamente -ordenó Danglard-. No creo que estén acabando un concepto.

– No, comandante, sólo un café.

Para Adamsberg, que la asamblea se llamara reunión o coloquio no cambiaba las cosas. Poco dado a las charlas colectivas y poco proclive a distribuir órdenes, esas puestas al día generales lo aburrían tan intensamente que no recordaba haber seguido una sola de principio a fin. En algún momento, sus pensamientos desertaban de la mesa y, desde muy lejos -pero ¿desde dónde?-, oía llegar a él retazos de frases desprovistas de sentido, acerca de los domicilios, los interrogatorios, los seguimientos. Danglard vigilaba el aumento de la tasa de nubosidad en los ojos castaños del comisario y le apretaba el brazo cuando ésta alcanzaba el punto crítico. Adamsberg comprendía esa señal y volvía al mundo de los hombres, abandonando lo que algunos habrían llamado estado de estupor y que para él era una salida de emergencia vital, donde investigaba en solitario, en direcciones innominadas. Farragosas, decretaba Danglard. Farragosas, confirmaba Adamsberg.

Estaban concluyendo sobre el fallecimiento de la sexagenaria, con los honores a los tenientes Voisenet y Maurel, que habían descubierto el embrollo y demostrado que se había saboteado el ascensor. El arresto del esposo era inminente, el drama llegaba al desenlace, dejando en el ánimo de Adamsberg un rastro de tristeza, como siempre que la brutalidad ordinaria se cruzaba en su camino, en la esquina de la escalera.

La investigación sobre los homicidios de La Chapelle entraba en el lote de los crímenes canallescos. Hacía once días que el grandullón negro y el gordo blanco habían sido encontrado muertos, cada uno en un callejón sin salida, uno en el del Gué, otro en el del Curé. Ahora se sabía que el grandullón negro, Diala Toundé, de veinticuatro años, vendía ropa usada y cinturones bajo el puente, a la entrada de Clignancourt, y que el gordo blanco, Didier Paillot, alias La Paille, de veintidós años, era trilero en la calle principal del Mercado de las Pulgas. Que los dos hombres no se conocían y que su denominador común era un calibre excepcional y las uñas de luto. Motivos por los cuales Adamsberg persistía contra toda razón en negarse a transferir el expediente a los estupas.

Los interrogatorios en los edificios donde se alojaban los dos hombres, laberintos de habitaciones glaciales y de letrinas condenadas en oscuros pasillos, no habían arrojado ninguna luz, al igual que la visita a todos los bares del sector, desde la Porte de la Chapelle hasta Clignancourt. Las madres, destrozadas, habían explicado que sus pequeños eran unos chicos excelentes, mostrando una un cortaúñas y la otra un chal, que les habían regalado hacía apenas un mes. El cabo Lamarre, todo cohibido de timidez, había salido de allí hundido.

– Las viejas madres -dijo Adamsberg-. Si el mundo pudiera parecerse a los sueños de las viejas madres…

Un silencio nostálgico suspendió unos instantes el coloquio, como si cada cual recordara lo que había sido el sueño idealizado de su vieja madre para él, para ella, y si sí o no se había realizado, y hasta qué punto se había alejado.

Retancourt, como los demás, no había hecho realidad el sueño de su vieja madre, que había deseado que fuera azafata y rubia, seduciendo y calmando a los pasajeros en los pasillos de los aviones, esperanza que el metro ochenta y los ciento diez kilos de su hija habían aniquilado desde la pubertad, y de la que no había quedado más que el rubio del pelo y las capacidades de apaciguamiento, que se salían efectivamente de lo común. Anteayer había logrado hacer un agujerito en el muro que bloqueaba esa investigación.

Cansado ya, tras una semana de estancamiento, Adamsberg había arrancado a Retancourt de un asesinato familiar que la teniente estaba cerrando en una elegante mansión de Reims para lanzarla a Clignancourt, como quien echa, a la desesperada, un sortilegio sin saber muy bien qué se espera de él. Le había asignado como acompañante al teniente Noël, potente envergadura con orejas de soplillo, blindado en una cazadora de cuero, con quien Adamsberg mantenía una relación tibia. Pero Noël era apto para proteger a Retancourt en ese recorrido difícil. Al final, y habría debido imaginárselo, fue Retancourt quien protegió a Noël cuando degeneró el interrogatorio en un café, llevando el alboroto hasta la calle. La intervención maciza de Retancourt había calmado la tropa de hombres enardecidos y había arrebatado a Noël de las manos de tres tipos que deseaban hacerle tragar su partida de nacimiento, según manifestaron. Ese episodio había impresionado al dueño del bar, cansado de los combates que estallaban en su local. Olvidando la ley del silencio reinante en el Mercado de las Pulgas, y quizá impulsado por una revelación del mismo orden que la que afectaba a Estalère, había corrido tras Retancourt y depositado su carga en sus brazos.

Antes de hacer el informe, Retancourt se deshizo la corta coleta y se la volvió a recoger, único vestigio de su timidez de niña, pensaba Adamsberg.

– Según Emilio (es el dueño del café), es verdad que Diala y La Paille no se relacionaban. Separados por sólo quinientos metros, no trabajaban en las mismas zonas del mercado. Esa red geográfica, muy tupida, genera tribus que no se mezclan, con el consiguiente peligro de enfrentamientos y ajustes de cuentas. Emilio asegura que si Diala y La Paille acabaron metidos en un mismo follón, no fue por iniciativa propia, sino por la de algún agente exterior, ajeno a las costumbres del mercado.

– Un forano -dijo Lamarre, saliendo de su silencio.

Lo cual recordó a Adamsberg que el tímido Lamarre era de Granville, o sea de la Baja Normandía.

– Emilio supone que el extraño debió de elegirlos por su envergadura: para un trabajo de fuerza, para una maniobra de intimidación, para una pelea. En cualquier caso, el asunto acabó bien, porque dos días antes del asesinato fueron a tomar algo al bar. Ésa fue la primera vez que los vio juntos. Eran casi las dos de la madrugada, y Emilio quería cerrar. Pero no se atrevía a meterles prisa, porque los tipos estaban muy animados, bastante borrachos y forrados de pasta.

– No se encontró dinero, ni en los cuerpos ni en sus casas.

– Es probable que el asesino lo recuperara.

– ¿Oyó algo Emilio?

– Lo que pasa es que a Emilio le importaba un pito, él iba y venía recogiendo las mesas. Pero los dos hombres, al quedarse solos, abandonaron su cautela y se pusieron a charlar como cotorras beodas. Emilio oyó que el trabajo, muy bien pagado, sólo había durado unas horas. No mencionaron ninguna paliza, ni nada por el estilo. La cosa tuvo lugar en Montrouge, y el que les hizo el encargo los había dejado allí una vez acabada la faena. En Montrouge, de eso Emilio está seguro. Por lo demás, no tenían mucha conversación, aparte de la idea fija de que tenían tanta hambre que podrían trincarse una losa. Eso les daba mucha risa. Emilio les hizo dos bocatas y, al final, se largaron a las tres de la madrugada.

– ¿Una carga o descarga de material pesado?

– No huele a estupas -dijo Adamsberg, obstinado.

La noche anterior, en Normandía, había dejado pasar el enésimo mensaje de Mortier sin contestar al teléfono. Le habría podido alegar la fe de la madre que juraba que Diala no tocaba la droga. Pero, para el jefe de los estupas, el hecho de tener una anciana madre negra constituía en sí una presunción de culpabilidad. Adamsberg había conseguido que el inspector de división le concediera una prórroga antes del traslado del expediente, y vencía en dos días.

– Retancourt -prosiguió el comisario-, ¿observó algo Emilio en sus manos, en su ropa? ¿Tierra, barro?

– No tengo ni idea.

– Llámelo.

Danglard decretó descanso, Estalère dio un salto. El cabo alimentaba una pasión por lo que no interesaba a nadie, como memorizar detalles técnicos propios de cada uno. Trajo veintiocho vasos de plástico en tres tandas de bandejas, disponiendo delante de cada agente su bebida personalizada: café, chocolate, té, largo, corto, con o sin leche, con o sin azúcar, un terrón, dos terrones, sin cometer un solo error en la distribución. Sabía así que Retancourt tomaba el café corto y sin azúcar, pero que le gustaba tener una cucharilla para removerlo inútilmente. No lo habría olvidado por nada en el mundo. No se sabía qué placer inocente extraía el cabo de ese ejercicio, que acababa convirtiéndolo en un joven paje sirviente.

Retancourt volvió con el teléfono en la mano, y Estalère deslizó hacia ella el café sin azúcar con cucharilla. Ella le dio las gracias con una sonrisa, y el joven volvió a sentarse, feliz, a su lado. De todos ellos, Estalère parecía el único que no había comprendido del todo que trabajaba en una brigada criminal; habríase dicho que evolucionaba en ese grupo con el bienestar de un adolescente en el seno de su pandilla. Un poco más y se habría quedado a dormir allí.

– Tenían las manos sucias y llenas de tierra -dijo Retancourt-. Los zapatos también. Después de que se fueran, Emilio barrió el barro seco y la gravilla que habían dejado debajo de la mesa.

– ¿Cuál es la idea? -preguntó Mordent extrayendo la cabeza de su espalda encorvada, como una gran garza gris y ventruda que se hubiera posado en el borde de la mesa-. ¿Habían estado trabajando en un jardín?

– Con tierra, en todo caso.

– ¿Inspeccionamos los parques y solares de Montrouge?

– ¿Qué habrían ido a hacer en un parque? ¿Con material pesado?

– Buscad -dijo Adamsberg abandonando el coloquio, súbitamente desinteresado.

– ¿Transporte de un cofre? -sugirió Mercadet.

– ¿Para qué coño quieres un cofre en un jardín?

– Pues a ver si se te ocurre otra cosa que pese -replicó Justin-. Que pese lo suficiente para reclutar a dos tipos cachas no muy escrupulosos con la naturaleza del encargo.

– Encargo lo bastante delicado como para que después les cerraran el pico -precisó Noël.

– Cavar un hoyo, enterrar un cuerpo -propuso Kernorkian.

– Eso lo hace uno solo -replicó Mordent-, no con dos desconocidos.

– Un cuerpo pesado -dijo amablemente Lamarre-. De bronce, de piedra, por ejemplo una estatua.

– ¿Y por qué quieres inhumar una estatua, Lamarre?

– No he dicho que quisiera inhumarla.

– ¿Qué haces con tu estatua?

– La robo en un sitio público -enunció Lamarre reflexionando-, la transporto y la vendo. Tráfico de obras de arte. ¿Sabes cuánto vale una estatua de la fachada de Notre-Dame?

– Son falsas -intervino Danglard-. Elige Chartres.

– ¿Sabes cuánto vale una estatua de la catedral de Chartres?

– No, ¿cuánto?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Cientos de miles.

Adamsberg ya no oía más que fragmentos discontinuos, jardín, estatua, cientos de miles. La mano de Danglard le apretó el brazo.

– Vamos a retomar el hilo por la otra punta -dijo dando un sorbo de café-. Retancourt vuelve a ver a Emilio. Se lleva a Estalère, que tiene buenos ojos, y al Nuevo, porque tiene que formarse.

– El Nuevo está en el cuchitril.

– Lo sacaremos de allí.

– Ya lleva once años en la policía, ¿no? -dijo Noël-. No necesita que lo eduquen como un crío.

– Formarse en trabajar con vosotros, Noël, que no es lo mismo.

– ¿Qué buscamos donde Emilio? -preguntó Retancourt.

– Los restos de gravilla que dejaron en el suelo.

– Comisario, hace trece días que esos hombres fueron al café.

– ¿El suelo es de baldosas?

– Sí, blancas y negras.

– ¡Cómo no! -dijo Noël riéndose.

– ¿Habéis intentado alguna vez barrer gravilla? ¿Sin que se os escape ni una china? El bar de Emilio no es un palacio. Con un poco de suerte, algo de gravilla habrá ido à parar a un rincón y se habrá quedado allí, agazapada, esperándonos.

– Si he entendido bien la consigna -dijo Retancourt-, ¿vamos a buscar una piedrecita?

A veces, la antigua hostilidad de Retancourt hacia Adamsberg volvía a aflorar en la superficie de sus relaciones, pese a que su contencioso se resolviera en Quebec, en un excepcional cuerpo a cuerpo que fusionó a la teniente y al comisario para toda la vida [4]. Pero Retancourt, que formaba parte de los positivistas, consideraba que las directivas borrosas de Adamsberg obligaban a los miembros de su brigada a actuar a ciegas con demasiada frecuencia. Reprochaba al comisario que maltratara la inteligencia de sus agentes, que nunca hiciera por ellos el esfuerzo de aclarar las cosas, el esfuerzo de tender un puente para guiarlos a cruzar sus pantanos. Y eso por la sencilla razón, ella lo sabía, de que no era capaz. El comisario le sonrió.

– Eso es, teniente. Una piedrecita paciente y blanca en el bosque profundo. Que nos llevará directamente al terreno de operaciones, con la misma facilidad que las de Pulgarcito a la casa del Ogro.

– No es exactamente así -rectificó Mordent, especialista en cuentos y leyendas y, a ser posible, relatos de terror-. Las piedrecitas servían para encontrar la casa de los padres, no la del Ogro.

– Seguramente, Mordent. Pero nosotros buscamos al Ogro. Por lo tanto, procedemos de otra manera. De todos modos, los seis niños acabaron en la casa del Ogro, ¿no?

– Los siete niños -dijo Mordent levantando los dedos-. Pero, si encontraron al Ogro, fue precisamente porque habían perdido las piedras.

– Pues nosotros las buscamos.

– Si es que existen -insistió Retancourt.

– Por supuesto.

– ¿Y si no existen?

– Claro que existen, Retancourt.

Con esta evidencia caída del cielo de Adamsberg, es decir de esa bóveda celeste particular a la que nadie tenía acceso, se dio por finalizado el coloquio sobre La Chapelle. Plegaron las sillas, tiraron los vasos de plástico, y Adamsberg llamó a Noël con una seña.

– Deje de protestar, Noël -dijo tranquilamente.

– No necesitaba que ella viniera a salvarme. Me las habría arreglado solo.

– ¿Con tres tipos encima armados con barras de hierro? No, Noël.

– Podía deshacerme de ellos sin que Retancourt jugara a los vaqueros.

– Eso no es verdad. Y el que una mujer le haya sacado de apuros no lo deshonrará para siempre.

– Yo a eso no lo llamo una mujer. Un arado, un buey de labranza, un error de la naturaleza. Y no le debo nada.

Adamsberg se pasó el dorso de la mano por la mejilla, como para comprobar su afeitado, señal de una fisura en su estado flemático.

– Recuerde, teniente, por qué se fue Favre, él y su infinita maldad. El que su nido esté vacío no significa que tenga que venir otro pajarraco a ocuparlo.

– No ocupo el nido de Favre. Ocupo el mío, y en él trino lo que me da la gana.

– Aquí no, Noël. Porque como trine demasiado, irá, como él, a soltar sus gorgoritos a otra parte. Con los gilipollas.

– Con ellos estoy. ¿Ha oído a Estalère? ¿Y a Lamarre con su estatua? ¿Y a Mordent con su Ogro?

Adamsberg consultó sus dos relojes.

– Le doy dos horas y media para ir a caminar y airearse los sesos. Bajada al Sena, contemplación y vuelta a subir.

– Tengo informes que terminar -dijo Noël encogiéndose de hombros.

– No me ha entendido, teniente. Es una orden, es una misión. Salga y vuelva con la cabeza saneada. Y lo volverá a hacer todos los días si es necesario, durante un año si es preciso, hasta que el vuelo de las gaviotas le cuente algo. Váyase, Noël, y lejos de mí.

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