XXVI

– ¿A las cinco? Me cago en sus muertos.

– Ya lo sabe. Vuelva, comisario, esto se pone feo. ¿Ha conseguido algo?

– Estamos buscando un hoyo en la hierba.

– ¿Quiénes?

– Yo y Veyrenc.

– Vuelvan. Évreux está informado de que andan husmeando en sus cementerios.

– Los muertos de La Chapelle son cosa nuestra.

– Nos han quitado el caso.

– Muy bien, Danglard -dijo Adamsberg tras un silencio-. Entiendo.

Adamsberg cerró su teléfono.

– Cambiamos de táctica, Veyrenc. Tenemos el tiempo un poco justo.

– ¿Abandonamos?

– No, llamamos al intérprete.

Adamsberg y Veyrenc llevaban media hora palpando la superficie de la tierra sin localizar la menor fisura que señalara el borde de un hoyo. De nuevo contestó Vandoosler el Viejo, cualquiera hubiera dicho que filtraba las llamadas de la casa.

– ¿Derrotado, acorralado, vencido? -preguntó.

– No, Vandoosler, puesto que llamo.

– ¿A cuál necesitas esta vez?

– Al mismo.

– Error, está en un yacimiento arqueológico en Essonne.

– Pues dame su número.

– Cuando Mathias trabaja en un yacimiento, nada lo saca de allí.

– ¡Joder, Vandoosler!

El viejo Vandoosler no andaba desencaminado, y Adamsberg comprendió que molestaba al prehistoriador. Mathias no podía moverse de allí, estaba sacando a la luz una hoguera magdaleniense con piedras quemadas, descartes de tallas, cuernas de reno y otros objetos que enumeró para hacer entender la situación a Adamsberg.

– El círculo de la hoguera está intacto, completo, desde el año 12000 antes de Cristo. ¿Qué tienes para proponerme a cambio?

– Otro círculo. Hierba corta que forma un redondel en medio de hierba larga, en la superficie de una tumba. Si no encontramos nada, los dos muertos pasan a los estupas. Hay algo, Mathias. Tu círculo ya está abierto, puede esperar. El mío no.

A Mathias no le interesaban las investigaciones de Adamsberg, igual que el comisario no entendía las preocupaciones paleolíticas de Mathias. Pero ambos hombres se entendían en cuestión de urgencias del mundo.

– ¿Qué te ha llevado a esa tumba? -preguntó Mathias.

– Una mujer joven, normanda, como la de Montrouge, y una sombra que pasó recientemente por el cementerio.

– ¿Estás en Normandía?

– En Opportune-la-Haute, departamento del Eure.

– Arcilla y sílex -resumió Mathias-. Basta un lecho de sílex subyacente para que crezca una hierba más corta y rala en la zona. ¿Hay sílex en la zona? Un muro con cimientos, por ejemplo.

– Sí -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia la iglesia.

– Mira al pie del muro y descríbeme la vegetación.

– La hierba es más densa que en la tumba -dijo Adamsberg.

– ¿Qué más?

– Hay cardos, ortigas, llantén y más cosas que no conozco.

– De acuerdo. Vuelve a la tumba. ¿Qué ves en la hierba corta?

– Margaritas de los prados.

– ¿Nada más?

– Algo de trébol, dos dientes de león.

– Bueno -dijo Mathias tras un silencio-. ¿Has buscado el borde de un hoyo?

– Sí.

– ¿Y?

– ¿Y? ¿Por qué te crees que te estoy llamando?

Mathias observó a sus pies el círculo de la hoguera magdaleniense.

– Voy para allá -dijo.


En el café de Opportune, que también era tienda de ultramarinos y lagar de sidra, dieron permiso a Adamsberg para guardar sus cuernas en la entrada. Todo el mundo sabía ya que Adamsberg era un madero bearnés de París, entronizado por Angelbert en Haroncourt; pero los nobles trofeos que llevaba le abrían más ampliamente las puertas que cualquier recomendación. El dueño del café, un primo apartado de Oswald, sirvió a los dos policías con diligencia y con todos los honores.

– Mathias toma el tren dentro de tres horas en la estación de Saint-Lazare -dijo Adamsberg-. Llega a las 14:34 a Évreux.

– Antes de que llegue habría que conseguir la autorización para exhumar -dijo Veyrenc-. Pero no podemos pedirla sin el aval del inspector. Y Brézillon no nos dejará el caso. Usted no le cae bien, ¿verdad?

– Nadie le cae bien a Brézillon, lo único que le gusta es echar broncas. Se entiende bien con tipos como Mortier.

– Sin su acuerdo, no habrá autorización. Por lo tanto, no sirve de nada que venga Mathias.

– Por lo menos para saber si se ha cavado un hoyo en esta tumba.

– Pero en unas horas estaremos pillados, a menos que actuemos clandestinamente. Y eso no podemos hacerlo porque nos vigila la Brigada de Évreux. Al primer golpe de pico, los tenemos encima.

– Bien resumido, Veyrenc.

El teniente dejó caer un terrón de azúcar en su café y sonrió francamente, levantando el labio en la mejilla derecha.

– Hay una cosa que podríamos intentar, pero es una vileza.

– Dígala, a ver.

– Amenazar a Brézillon con que, si no levanta el bloqueo, soltamos todo lo que hizo su hijo hace catorce años. Soy el único que sabe la verdad.

– Es una vileza.

– Sí.

– ¿Cómo lo ve?

– No se trataría de cumplir la amenaza. Sigo en muy buenos términos con Guy, el hijo, y no tengo ninguna gana de perjudicarlo después de haberlo sacado de la catástrofe cuando era joven.

– Podría ser -dijo Adamsberg poniéndose la mano en la mejilla-. Brézillon se desmoronaría a la primera palabra. Como todos los duros, no tiene fondo. Es el principio de la nuez. Aprietas, y se rompe. En cambio, intente romper la miel.

– Eso sí que me apetece -dijo bruscamente Veyrenc.

El teniente fue a la barra a pedir pan con miel y volvió a sentarse.

– Hay otra manera -dijo-. Llamo directamente a Guy. Le expongo la situación y le pido que ruegue a su padre que nos deje campo libre.

– ¿Funcionaría?

– Creo que sí.

»Un hijo puede todo, cuando pide a su padre

que no cercene el lazo con un golpe de espada.

– Y el hijo le debe a usted un favor, por lo que entiendo.

– Sin mí, ahora no sería un alto cargo.

– Pero ese favor me lo haría a mí, no a usted.

– Le diré que ésta es mi investigación, que es la ocasión ahora o nunca de demostrar lo que valgo, con un ascenso al final. Guy me ayudará.

»Feliz aquel que puede, cuando adviene el momento,

aliviar su conciencia del lastre de una deuda.

– No me refería a eso. Usted me ayudaría a mí, no a usted.

Veyrenc mojó el pan con miel en el café con un gesto bastante lucido. El teniente tenía las manos tan bien formadas como las que se ven en las pinturas antiguas, lo cual las hacía incluso ligeramente anacrónicas.

– Se supone que debo protegerlo, con Retancourt, ¿no? -dijo.

– Eso no tiene nada que ver.

– En parte sí. Si el ángel de la muerte está metido en esto, no podemos dejar el caso a Mortier.

– Aparte de la marca del pinchazo, no tenemos todavía ninguna prueba.

– Ayer me ayudó usted. Con el Prado Alto.

– ¿Ha recobrado la memoria?

– No, tiene más bien tendencia a enturbiárseme. Sin embargo, aunque se transforme el decorado, los cinco chavales no cambian, ¿verdad?

– No. Son los mismos.

Veyrenc asintió y acabó de comerse el pan.

– ¿Llamo a Guy? -preguntó.

– Venga.


Cinco horas después, en el centro de una zona que Adamsberg había aislado provisionalmente con estacas y cordel prestados por el dueño del bar, Mathias daba vueltas, con el torso desnudo, alrededor de la tumba, como un oso sacado de su letargo para venir a ayudar a dos jovenzuelos a rodear una presa. Salvo que el gigante rubio tenía veinte años menos que los otros dos, que esperaban confiados el dictamen del experto en canto de la tierra. Brézillon había cedido sin decir ni mu. El cementerio de Opportune era suyo, así como Diala, La Paille y Montrouge. Extenso territorio que la llamada de Veyrenc había despejado en un instante. Inmediatamente después, Adamsberg había pedido a Danglard que les enviara un equipo, herramientas para cavar y tomar muestras, y dos bolsas con objetos de aseo y ropa limpia. Siempre había en la Brigada unas bolsas preparadas con lo esencial para sobrevivir en caso de desplazamiento imprevisto. Disposición práctica, pero que no permitía elegir la ropa que uno heredaba.

Danglard debería haberse sentido satisfecho de la derrota de Brézillon, pero no fue así. La importancia que el Nuevo parecía adquirir para el comisario encendía en él punzantes relámpagos de celos. Gravísima falta de gusto a sus ojos, pues Danglard ambicionaba llevar su espíritu más allá de los reflejos primitivos. Pero de momento se encontraba en jaque, irritado de despecho. Acostumbrado al favor indiscutido de Adamsberg, Danglard no imaginaba que su papel y su sitio pudieran cambiar, como un arbotante edificado para la eternidad. La aparición del Nuevo hacía vacilar su mundo. En la ansiosa trayectoria que era la vida de Danglard, dos puntos le servían de referencia, de abrevadero, de parapeto: por una parte, sus hijos; por otra, la estima de Adamsberg. Sin contar que la serenidad del comisario irrigaba parcialmente su existencia por capilaridad.

Danglard no tenía intención de perder su privilegio, y lo alarmaban los tantos a favor del Nuevo. La inteligencia amplia y delicada de Veyrenc, difundida por su voz melódica, propagada por su careto armonioso y su sonrisa torcida, podía atraer a Adamsberg a sus redes. Además, ese tipo acababa de hacer saltar el dispositivo de bloqueo de Brézillon. La víspera, Danglard, como hombre sabio, había decidido guardar secreto sobre la información que había recabado dos días antes. Como hombre herido, la sacó de su carcaj y la lanzó como una saeta.

– Danglard -había pedido Adamsberg-, envíe el equipo inmediatamente, no puedo retener al prehistórico mucho tiempo. Tiene una hoguera en marcha, con sílex.

– El prehistoriador -corrigió Danglard.

– Llame también a la forense, pero no antes de mediodía. Hay que tenerla aquí cuando lleguemos al ataúd. Que cuente dos horas y media de excavación.

– Llamo a Lamarre y Estalère y los acompaño. Estaremos en Opportune a la una cuarenta.

– Quédese en la Brigada, capitán. Vamos a abrir una puta tumba, y usted no servirá de nada a cincuenta metros. Sólo necesito picadores y acarreadores de cubos.

– Los acompaño -dijo Danglard sin más explicación-. Y tengo otras noticias. Me había pedido que investigara sobre cuatro tipos.

– No es urgente, capitán.

– Comandante.

Adamsberg suspiró. Danglard solía andarse con rodeos, por refinamiento, pero a veces daba demasiados, por tormento, y esa danza sofisticada le resultaba cargante.

– Tengo un terreno que preparar, Danglard -dijo Adamsberg con voz más rápida-, estacas que plantar y cordeles que tender. Veremos eso en otro momento.

Adamsberg había cerrado su móvil y lo había hecho girar como una peonza en la mesa del café.

– ¿Qué hago yo -había comentado, más para sí mismo que para Veyrenc- con veintisiete seres humanos encima, cuando estaría tan ricamente y mil veces mejor solo, en la montaña, sentado en una piedra y con los pies en el agua?

– El vaivén de los seres, la inquietud de las almas,

se agitan desde siempre, oscilan de por vida,

mas no impone su pena ninguna mano humana:

quien damna tiene nombre, y ese nombre es la vida.

– Lo sé, Veyrenc. Pero me gustaría no andar constantemente sin resuello en esta agitación. Veintisiete tormentos juntos cruzándose y respondiéndose como barcos en un puerto superpoblado. Debería haber una manera de pasar por encima de la espuma.

– Mas ¡ay!, señor,

no es un hombre el que vive quedándose en la orilla,

y el que allí permanece en la nada se hunde.

– Vamos a ver hacia dónde apunta la antena del móvil -dijo Adamsberg haciéndolo girar de nuevo como una peonza-. Hacia los hombres, o hacia el vacío -dijo, señalando primero la puerta de la calle y luego la ventana al campo.

– Hombres -dijo Veyrenc antes de que el aparato hubiera dejado de girar.

– Hombres -confirmó Adamsberg mirando cómo el teléfono se inmovilizaba apuntando a la puerta.

– De todos modos, el campo no estaba vacío. En el prado hay seis vacas, y un toro en el campo de al lado. Eso ya es un principio de embrollo, ¿no?


Al igual que en Montrouge, Mathias se había situado junto a la tumba y paseaba sus grandes manos por la tierra, deteniendo los dedos y reanudando, siguiendo las cicatrices impresas en el suelo. Veinte minutos después, despejaba con la paleta el contorno de un hoyo de un metro sesenta de diámetro en la cabecera de la sepultura. Formando un corro, Adamsberg, Veyrenc y Danglard lo observaban, mientras Lamarre y Estalère cerraban la zona ajustando una banderola de plástico amarillo.

– Lo mismo -dijo Mathias a Adamsberg enderezándose-. Aquí te dejo, ya sabes lo que hay.

– Pero sólo tú podrás decirnos si son los mismos excavadores. Podemos destrozar los bordes del hoyo al vaciarlo.

– Es probable -reconoció Mathias-, sobre todo en tierra arcillosa. El relleno va a pegarse a las paredes.

Mathias acabó de vaciar el hoyo a las cinco y media, bajo un sol en declive. A su parecer, y según las huellas de las herramientas, dos personas se habían relevado para cavar, y eran seguramente los mismos hombres que en Montrouge.

– Uno lanza la piqueta desde muy alto y corta casi en vertical, el otro toma menos impulso, y los tajos son más cortos.

– Eran -dijo la forense, que se había reunido con el grupo hacía veinte minutos.

– Por lo asentada que está la tierra de relleno y por la altura de la hierba, supongo que la operación debió de llevarse a cabo hará cosa de un mes -prosiguió Mathias.

– Un poco antes que en Montrouge, probablemente.

– ¿Cuánto lleva enterrada esta mujer?

– Cuatro meses.

– Pues te dejo -dijo Mathias con una mueca.

– ¿Cómo está el féretro? -preguntó Justin.

– La tapa está hundida. No he mirado más.

Curioso contraste, pensaba Adamsberg, ver a ese gigante rubio regresar hacia el coche que lo llevaría a Évreux, mientras Ariane avanzaba para relevarlo, poniéndose el mono sin acusar la menor aprensión. No habían traído escalera, y Lamarre y Estalère bajaron a la forense hasta el fondo del hoyo. La madera del ataúd crujió en varias ocasiones, y los agentes retrocedieron ante la emanación pestilente que ascendió hacia ellos.

– Os dije que os pusierais las mascarillas antes -dijo Adamsberg.

– Enciende los proyectores, Jean-Baptiste -dijo la voz tranquila de la forense-, y bájame una antorcha. Aparentemente, todo está intacto, como con Élisabeth Châtel. Como si hubieran abierto los ataúdes sólo para echar una ojeada.

– Quizá un adepto de Maupassant -murmuró Danglard, que, con la mascarilla bien pegada a la nariz, se esforzaba en no alejarse demasiado de los demás.

– ¿Es decir, capitán? -preguntó Adamsberg.

– Maupassant imaginó un hombre obsesionado por la pérdida de su amada y desesperado por no volver a ver nunca más los rasgos únicos de su amiga. Decidido a contemplarlos por última vez, cava en la tumba hasta el rostro adorado. Que ya no se parece a la que idolatraba. No obstante, la abraza en la pestilencia y, al no llevar ya el perfume de su amante, lo acompaña el olor de la muerte.

– Bien -dijo Adamsberg-. Es muy agradable.

– Es Maupassant.

– Pero sigue siendo una historia. Y las historias se escriben para impedir que sucedan en la vida.

– Nunca se sabe.

– Jean-Baptiste -llamó la forense-. ¿Sabes cómo murió?

– Todavía no.

– Te lo voy a decir: por aplastamiento de la parte trasera del cráneo. Le dieron un golpe formidable, o algo le cayó encima.

Adamsberg se alejó, pensativo. Un accidente en el caso de Élisabeth, un accidente en éste, o asesinatos. La mente del comisario se enturbiaba. Matar mujeres para abrir sus tumbas tres meses después superaba el entendimiento. Esperó, sentado en la hierba húmeda, a que Ariane acabara su inspección.

– Nada más -dijo la forense mientras la sacaban del hoyo-. No le han quitado ni un diente. Tengo la impresión de que la exhumación se centró más en la parte superior de la cabeza. Es posible que el excavador quisiera cortar un mechón de pelo del cadáver. O un ojo -añadió tranquilamente-. Pero a estas alturas ya…

– Lo sé, Ariane -interrumpió Adamsberg-. Ya no tiene ojos.

Danglard fue a refugiarse a la iglesia, al borde de la náusea. Se cobijó entre dos contrafuertes, obligándose a estudiar el aparejo típico de la pequeña iglesia, en escaques de sílex negro y rojizo. Pero las voces atenuadas le llegaban a pesar de todo.

– Si se trata de cortar un mechón de pelo -decía Adamsberg-, mejor habría sido hacerlo antes de enterrarla.

– De haber tenido acceso al cuerpo.

– Me parecería concebible un fervor así más allá de la muerte, a la Maupassant, si se tratara de un solo cadáver de mujer; pero no tratándose de dos. ¿Puedes ver si han tocado el pelo?

– No -dijo la forense quitándose los guantes-. Llevaba el pelo corto y no se puede detectar ningún corte. Es posible que estés ante una profanación fetichista, una obsesión tan desquiciada que no duda en alquilar los servicios de dos excavadores para satisfacerla. Cuando quieras, puedes volver a tapar, Jean-Baptiste, hemos visto todo lo que había que ver.

Adamsberg se aproximó al hoyo y releyó el nombre de la difunta. Pascaline Villemot. La solicitud de información sobre las causas del deceso estaba en curso. Se enteraría probablemente de muchas cosas por los rumores del pueblo, antes de que le llegaran los datos oficiales. Levantó las cuernas del ciervo que se habían quedado en la hierba e hizo señas de volver a tapar.

– ¿Qué haces con esto? -preguntó Ariane quitándose el mono.

– Son cuernas de ciervo.

– Sí, ya lo veo. Pero ¿por qué las llevas?

– Porque no puedo dejarlas aquí, Ariane, ni aquí ni en el café.

– Como quieras -dijo la forense sin insistir. Ya veía en los ojos de Adamsberg que su humor había zarpado rumbo a alta mar, y de nada servía hacerle preguntas.

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