XLVIII

A la sombra de una nave industrial, cada uno de los grupos avanzaba en silencio, iluminando con las linternas mesas devastadas, pilas de neumáticos, montones de trapos. La construcción, probablemente abandonada desde hacía unos diez años, apestaba todavía a caucho quemado y diésel.

– Sabe adónde va -dijo Adamsberg iluminando las huellas redondas que la Bola había dejado en el denso polvo.

Con la cabeza gacha, respirando mal, siguió el rastro dejado por las patas del animal con extrema lentitud, sin que ninguno de los agentes se atreviera a adelantársele. Tras once horas de caza, nadie estaba impaciente por llegar al final. El comisario ponía un pie delante del otro como si avanzara por un barrizal, despegando sus piernas rígidas a cada paso. Se reunieron con el otro equipo delante de un largo pasillo negro, tan sólo iluminado por una cristalera alta por donde entraba la luz de la luna. El gato se había detenido a doce metros, delante de una puerta. Adamsberg iluminó sus ojos fosforescentes con un movimiento de linterna. Siete días y siete noches que Retancourt llevaba aquí, en ese culo de mazmorra donde malvivían tres perros.

El comisario avanzó pesadamente por el pasillo y se volvió al cabo de unos metros. Ninguno de sus agentes lo seguía, todos apiñados en la entrada de la galería, grupo petrificado que ya no tenía fuerzas para franquear el último tramo.

Él tampoco, se dijo Adamsberg. Pero no podían quedarse allí, pegados a las paredes, abandonando a Retancourt, incapaces de afrontar su cuerpo. Se detuvo delante de la puerta de hierro guardada por el gato, que deslizaba su nariz a ras de suelo, insensible al olor a excrementos que emanaba. Adamsberg tomó aire, puso sus dedos sobre el gancho que sujetaba la puerta a la pared y lo retiró. Luego, curvando la nuca en un gesto forzado, se obligó a mirar lo que tenía que ver, el cuerpo de Retancourt derrumbado en el suelo de un reducto oscuro, entre viejas herramientas y bidones metálicos. Se quedó inmóvil, observándola, dejando que le cayeran las lágrimas de los ojos. Era la primera vez, le parecía, que lloraba por otra persona aparte de su hermano Raphaël y de Camille. Retancourt, su árbol, estaba en el suelo, fulminado. La había iluminado rápidamente y atisbo su rostro sucio de polvo, las uñas de la mano ya azules, la boca abierta, el pelo rubio por el que corría una araña.

Retrocedió contra la pared de ladrillo negro mientras el gato, audaz, penetraba en el cuchitril y se encaramaba de un salto al cuerpo de Retancourt, tumbándose pausadamente sobre su ropa mugrienta. El olor, pensó Adamsberg. Sólo percibía la peste del diésel, de los aceites de motor, de la orina y de las excreciones. Sólo efluvios mecánicos y animales, sin relente de descomposición. Dio dos pasos para aproximarse de nuevo al cuerpo y se arrodilló en el cemento pringoso. Al dirigir de golpe el haz de luz hacia el rostro de estatua sucia de Retancourt, sólo vio la inmovilidad de la muerte, los labios abiertos y fijos que no reaccionaban a las patas de la pequeña araña. Acercó lentamente la mano y la puso sobre la frente.

– Doctor -dijo con una seña.

– Lo está llamando, doctor -dijo Mordent sin moverse un ápice.

– Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

– Lo está llamando -repitió Justin.

Todavía de rodillas, Adamsberg se apartó para dejar sitio al médico.

– Está muerta -dijo-, y no está muerta.

– O lo uno o lo otro, comisario -dijo Lavoisier abriendo su maletín-. No veo nada.

– Linternas -pidió Adamsberg.

El grupo se aproximaba poco a poco, encabezado por Mordent y Danglard con sus linternas.

– Aún está tibia -dijo el médico tras una rápida palpación-. Ha fallecido hace menos de una hora. No encuentro el pulso.

– Vive -afirmó Adamsberg.

– Un segundo, caballero, no se ponga nervioso -dijo el médico sacando un espejo que colocó delante de la boca de Retancourt.

– Visto -añadió tras largos segundos-. Traigan la camilla, está viva. No sé cómo, pero está viva. Estado paraletal, hipotermia, nunca había visto una cosa así en mi vida.

– ¿Visto qué? -preguntó Adamsberg-. ¿Qué le pasa?

– Las funciones metabólicas están al mínimo -dijo el médico prosiguiendo su examen-. Pies y manos helados, la circulación va lenta, los intestinos están vacíos, los ojos en blanco.

El médico le remangó el jersey para examinar los brazos.

– Hasta los brazos están ya fríos.

– ¿Coma?

– No. Letargia más acá del umbral vital. Puede morir de un momento a otro, con todo lo que le han inyectado.

– ¿Qué? -preguntó Adamsberg cuyas manos se aferraban al grueso brazo de Retancourt.

– Por lo que puedo ver, una dosis de calmantes como para matar a diez caballos, en vena.

– La jeringuilla -susurró Voisenet entre dientes.

– Previamente había sido brutalmente noqueada -dijo el médico hurgando en la cabellera-. Posible traumatismo craneal. La ataron con fuerza, en los tobillos y en las manos, la cuerda se le ha clavado en la piel. Pienso que fue aquí donde le administraron el veneno. Debería haber muerto al cabo de una hora, pero, por la deshidratación y las excreciones, lleva seis o siete días resistiendo. No es normal, reconozco que no me cabe en la cabeza.

– Ella no es normal, doctor.

– Lavoisier, como Lavoisier -dijo mecánicamente el médico-. Ya me había fijado, comisario, pero su tamaño y su peso no tienen nada que ver. No sé cómo, su organismo ha luchado contra el envenenamiento, el hambre y el frío.

Los camilleros dejaron las angarillas en el suelo, tratando de hacer rodar a Retancourt.

– Con cuidado -dijo Lavoisier-. No la hagan respirar demasiado fuerte, eso podría ser fatal. Pásenle correas por debajo y arrástrenla centímetro a centímetro. Y usted suéltela, haga el favor -añadió mirando a Adamsberg.

Adamsberg desprendió sus manos del brazo de Retancourt y mandó a sus hombres retroceder por el pasillo.

– Es una conversión de energía -recitó Estalère, que seguía con la mirada el lento desplazamiento del cuerpo orondo-. Ha convertido su energía contra la invasión del narcótico.

– Se puede ver así. No lo sabremos nunca.

– Carguen la camilla en el helicóptero -ordenó Lavoisier-. Hay que ganar tiempo.

– ¿Dónde la llevan?

– A Dourdan.

– Kernorkian y Voisenet, ocúpense de encontrar hotel para todos -dijo Adamsberg-. Peinaremos la nave mañana. No pueden no haber dejado huellas en este polvo peguntoso.

– No había ninguna en el pasillo -dijo Kernorkian-, aparte de las del gato.

– Eso es que habrán llegado por el otro lado. Lamarre y Justin se quedan aquí para vigilar los accesos hasta que vengan los agentes de Dourdan a relevarlos.

– ¿Dónde está el gato? -preguntó Estalère.

– En la camilla. Cójalo, cabo. Póngalo en pie.

– Hay un muy buen restaurante en Dourdan -dijo tranquilamente Froissy-, La Rose des Vents. Con vigas de madera y velas, especializado en marisco, carta de vinos de primera, lubina salvaje a la sal, según la pesca del día. Pero es caro, evidentemente.

Los hombres se volvieron hacia su discreta colega, siempre estupefactos de que Froissy sólo pensara en comer, incluso cuando uno de los suyos agonizaba. Fuera, el fragor del helicóptero anunciaba el despegue inminente de Retancourt. El médico pensaba que no volvería del limbo, Adamsberg lo había leído en sus ojos.

Adamsberg recorrió los rostros extenuados que las linternas emblanquecían. La perspectiva incongruente de una cena de lujo en un sitio refinado les parecía tan inaccesible como deseable, alojada en otra vida, efímera pompa en que el artificio tendría el poder de suspender el horror.

– De acuerdo, Froissy -dijo-. Nos vemos todos allí, en La Rose des Vents. Venga, doctor, nos vamos con Retancourt.

– Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

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