LX

Agazapada en una esquina muerta de la reserva de ropa, la Sombra esperaba a que callaran los ruidos de la noche. El relevo no tardaría en llegar, las enfermeras iban a hacer la ronda de las habitaciones, vaciar los orinales, apagar las luces y refluir a su cuartel nocturno.

Entrar en el hospital Saint-Vincent-de-Paul había sido tan fácil como lo había previsto. Ni desconfianza, ni preguntas, ni siquiera del teniente apostado en el piso, que se quedaba dormido cada media hora y que había saludado amablemente, señalando que todo iba bien. El cretino hipersomne no podía ser más oportuno. Había aceptado con gratitud una taza de café cargada con dos somníferos, lo suficiente para poder actuar tranquilamente toda la noche. Cuando la gente no desconfía, todo se vuelve sencillo. En un rato, la gorda ya no tendría nada que decir, ya iba siendo hora de que cerrara el pico de una vez por todas. La imprevisible resistencia de Retancourt había sido un golpe bajo. Al igual que esos malditos versos de Corneille que había balbuceado pero que, afortunadamente, los miembros de la Brigada no habían entendido en absoluto, ni siquiera el docto Danglard, y menos aún el cabeza hueca de Adamsberg. Retancourt, en cambio, era peligrosa, tan lista como poderosa. Pero esa noche la dosis de Novaxon era doble y, en su estado, palmaría a la primera.

La Sombra sonrió pensando en Adamsberg, que a esas horas organizaba su trampa de pacotilla en la posada de Haroncourt. Trampa imbécil que lo aprisionaría entre sus dientes, hundiéndolo en el ridículo y la tristeza. En medio de la desesperación que reinaría tras la muerte de la gorda, podría por fin aproximarse sin dificultad a esa puta doncella que se le había escapado por tan poco de las manos. Una auténtica retrasada mental a la que protegían como una valiosa porcelana. Ése había sido su único error. Era inimaginable que alguien adivinara que había una cruz en el corazón del ciervo. Impensable que la mente ignorante y aberrante de Adamsberg encontrara la relación entre los ciervos y las vírgenes, entre el gato de Pascaline y el De reliquis. Pero, por alguna maldición, lo había logrado y había localizado a la tercera doncella antes de lo previsto. Mala suerte también la erudición del comandante Danglard, que lo impulsó a consultar el libro en casa del cura, y que incluso le hizo reconocer la edición de 1663. El destino había tenido que jugarle la pasada de ponerle ese tipo de polizontes en el camino.

Obstáculos sin importancia, sin embargo. La muerte de Francine era cuestión de semanas, tenía tiempo de sobra. En otoño, la mezcla estaría preparada, y ni el tiempo ni los enemigos podrían hacer nada para evitarlo.

Las mujeres del servicio abandonaban la cocina del piso, las enfermeras daban las buenas noches de puerta en puerta, vamos a ser razonables, vamos a dormir. Se encendía el piloto de noche. Había que contar todavía una hora larga para que se mitigaran las angustias de los insomnes. A las once, la gorda habría dejado de vivir.


Adamsberg había tendido la trampa, pensaba, con una sencillez infantil, y estaba bastante satisfecho. Ratonera clásica, evidentemente, pero segura, dotada de un ligero efecto de carambola con el cual contaba.

Sentado detrás de la puerta de la habitación, esperaba, por segunda noche consecutiva. A tres metros a su izquierda estaba apostado Adrien Danglard, excelente en el asalto, por improbable que pudiera parecer. Su cuerpo blando se distendía en la acción como el caucho. Danglard se había puesto un traje particularmente elegante esa noche. El chaleco antibalas le resultaba incómodo, pero Adamsberg había exigido que se lo pusiera. A su derecha estaba Estalère, que solía ver bien en la oscuridad, como la Bola.

– No funcionará -dijo Danglard, cuyo pesimismo siempre crecía en las tinieblas.

– Que sí -respondió Adamsberg por cuarta vez.

– Es ridículo. Haroncourt, la posada. Es demasiado zafio, desconfiará.

– No. Y ahora cállese, Danglard. Usted, Estalère, tenga cuidado, hace ruido al respirar.

– Perdón -dijo Estalère-. Soy alérgico al polen primaveral.

– Suénese bien ahora y no se mueva más.

Adamsberg se levantó por última vez y abrió la cortina diez centímetros. El ajuste de la oscuridad tenía que ser perfecto. El asesino sería absolutamente silencioso, como lo habían descrito el guarda de Montrouge, Gratien y Francine. No podrían oír sus pasos y prepararse para su llegada. Era preciso verlo antes de que él pudiera ver. Que las sombras de las esquinas en que se ocultaban fuera más densas que la luz que enmarcaba la puerta. Volvió a sentarse y empuñó el interruptor de la luz. Una sola presión, en cuanto el asesino hubiera avanzado dos metros desde la puerta. Entonces Estalère bloquearía la salida mientras Danglard apuntaba hacia él. Perfecto. Su mirada se demoró en la cama en que dormía, totalmente tranquila, la mujer a la que protegían.


Mientras Francine descansaba a buen recaudo en la posada de Haroncourt, la Sombra consultó su reloj en Saint-Vincent-de-Paul, a ciento seis kilómetros de allí. A las diez cuarenta y cinco, abrió la puerta del almacén sin un chirrido. Avanzó lentamente, con una jeringuilla en la mano derecha, comprobando a su paso los números de habitación: 227, la de Retancourt, puerta abierta toda la noche, custodiada por el durmiente. La Sombra lo rodeó sin que Mercadet moviera una pestaña. En medio de la habitación, la masa de la teniente bajo las sábanas era bien visible, su brazo pendía a un lado de la cama, ofreciéndose.

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