XXXIX

Apenas hubo cerrado la puerta de la casa, Adamsberg corrió a ducharse. Se lavó el pelo frotando con fuerza, se apoyó en la pared alicatada y dejó correr el agua tibia con los ojos cerrados y los brazos colgando. De tanto estar metido en el río, decía su madre, acabarás desteñido, te volverás blanco.

La imagen de Ariane atravesó su mente, estimulante. Buena idea, pensó mientras cerraba los grifos. Podría invitarla a cenar, y ya se vería si sí o si no. Se secó a toda prisa, se puso la ropa con la piel todavía húmeda y pasó delante de su mesa de escucha, instalada al pie de su cama.

Mañana pediría a Froissy que viniera a desconectar esa máquina infernal llevándose en sus cables a ese cabronazo de bearnés con sonrisa ladeada. Cogió la pila de grabaciones de Veyrenc y rompió los discos uno tras otro, proyectando esquirlas brillantes por toda la habitación. Lo reunió todo en una bolsa que cerró con fuerza. Luego comió sardinas, tomates y queso y, de este modo saciado y purificado, decidió llamar a Camille como prueba de su buena voluntad y preguntarle por el resfriado de Tom.

Comunicaba. Se sentó en el borde de la cama, masticando el resto del pan, y volvió a intentarlo a los diez minutos. Comunicaba. Quizá esté charlando con Veyrenc. La mesa de escucha, que emitía un parpadeo rojo regular, le ofrecía una última tentación. Accionó el botón con gesto brusco.

Nada, salvo el ruido de la televisión. Adamsberg subió el volumen. Veyrenc escuchaba un debate sobre los celos, ironías del destino, mientras pasaba el aspirador por su estudio. Oír ese programa en su casa, desde el televisor de Veyrenc y en su compañía indirecta, le pareció un tanto pernicioso. Un psiquiatra estaba exponiendo las causas y efectos de la compulsión posesiva, y Adamsberg se tumbó sobre su cama, aliviado de comprobar que, pese a su reciente bandazo, no presentaba ninguno de los síntomas descritos.

Los gritos lo despertaron instantáneamente. Se levantó de golpe para ir a apagar esa televisión que vociferaba en su habitación.

– Ni se te ocurra moverte, mamonazo.

Adamsberg dio tres pasos hasta el extremo del cuarto, ya rectificado el error. No era la televisión, sino la emisora, que le transmitía una película en directo desde el estudio de Veyrenc. Buscó el botón con mano adormilada y suspendió el gesto al oír la voz del teniente contestando al protagonista.

Y la voz de Veyrenc era demasiado peculiar para salir de un televisor. Adamsberg miró sus relojes, casi las dos de la madrugada. Veyrenc tenía una visita nocturna.


– ¿Tienes cachorra?

– Mi arma de servicio.

– ¿Dónde?

– En la silla.

– Nos la llevamos, ¿te parece?

– ¿Eso es lo que queréis? ¿Armas?

– ¿A ti qué te parece?

– No me parece nada.

Adamsberg marcaba a toda prisa el número de la Brigada.

– Maurel, ¿quién está con usted?

– Mordent.

– A toda pastilla al domicilio de Veyrenc, agresión armada. Son dos. Echando leches, Maurel, que le están apuntando.

Adamsberg colgó y llamó a Danglard mientras iba atándose los cordones de los zapatos con una mano.

– Pues piensa un poco, chavalote.

– ¿No te acuerdas?

– Lo siento, no los conozco.

– Pues ven con nosotros, que te vamos a poner los sesos en su sitio. Ponte pantacas, estarás más decente.

– ¿Adónde vamos?

– De paseo. Y conduces tú, como te vayamos diciendo.


– ¿Danglard? Hay dos tipos amenazando a Veyrenc en su casa. Corra a la Brigada y tome el relevo de la escucha. Sobre todo, no lo pierda. Ahora voy para allá.

– ¿Qué escucha?

– ¡Joder, la escucha de Veyrenc!

– No tengo su número de móvil, ¿cómo quiere que se lo pinche?

– No le pido que pinche nada, sino que tome el relevo. El aparato está en el armario de Froissy, el de la izquierda. Dese prisa, me cago en la hostia, y avise a Retancourt.

– El armario de Froissy está cerrado, comisario.

– ¡Pues coja la copia de las llaves de mi cajón, joder! -gritó Adamsberg corriendo escaleras abajo.

– De acuerdo -dijo Danglard.

Había escuchas, había una amenaza y, mientras se ponía apresuradamente la camisa, Danglard temblaba tratando de entender por qué. Veinte minutos después, conectaba el receptor, de rodillas delante del armario de Froissy. Oyó pasos correr, Adamsberg estaba llegando.

– ¿Dónde están? -preguntó el comisario-. ¿Se han ido?

– Todavía no. Veyrenc los ha estado entreteniendo mientras se vestía, y luego buscando las llaves del coche.

– ¿Se llevan su coche?

– Sí. Acaba de encontrar las llaves, los tipos estaban ya a punto…

– Cierre el pico, Danglard.

De rodillas, los dos hombres se inclinaron hacia la emisora.

– De eso nada, tío, deja el teléfono aquí. ¿Te crees que somos gilipollas?


– Tiran el móvil -dijo Danglard-. Perderemos la escucha.

– Conecte el micro, deprisa.

– ¿Qué micro?

– ¡El de su coche, joder! Encienda la pantalla, vamos a seguir el GPS.

– No se capta nada. Deben de estar entre el apartamento y el coche.

– ¿Mordent? -llamó Adamsberg-. Están en la calle, cerca de su casa.

– Estamos llegando al cruce de su calle, comisario.

– Mierda.

– Nos encontramos un accidente en La Bastille y embotellamiento. Pusimos la sirena, pero había un pifostio tremendo.

– Mordent, van a llevárselo en su coche. Síganlo por GPS.

– No tengo su frecuencia.

– Yo sí. Yo los guiaré. Manténganse en línea. ¿En qué coche van ustedes?

– El BEN 99.

– Les envío el sonido a su emisora.

– ¿Qué sonido?

– Su conversación en el coche.

– Entendido.

– Ya están -susurró Danglard-, arrancan, en dirección al este, hacia la calle de Belleville.

– Los oigo -dijo Mordent.


– Ni se te ocurra gritar, mamonazo. Ponte el cinturón y las dos manos al volante. Cagando leches al periférico. Nos vamos a las barriadas, ¿te apetece?

Ni se te ocurra gritar, mamonazo. Adamsberg conocía esa frase. Lejos, muy lejos en un prado alto. Apretó los dientes, puso la mano en el hombro de Danglard.

– Maldita sea, capitán, se lo van a cargar.

– ¿Quiénes?

– Ellos. Los de Caldhez.


– Ve más deprisa, Veyrenc, pisa a fondo. En un coche de la pasma se puede, ¿no? Enciende las luces, así no tendremos problemas.

– ¿Me conocen?

– Para de hacerte el listo, no vamos a jugar a las mamonadas toda la noche.


– Mamonazo, mamonadas, es todo lo que saben decir -gruñó Danglard, cubierto de sudor.

– Cierre el pico, Danglard.

»Mordent, están en el periférico sur. Han puesto el giro-faro, eso debería guiarles.

– Entendido. De acuerdo.


– … nand y el Gordo Georges. ¿Te suenan? ¿O has olvidado que te los has cargado?

– Me suenan.

– Pues ya iba siendo hora, chavalote. Y nosotros ¿necesitas que nos presentemos?

– No. Sois los otros cabrones de Caldhez, Roland y Pierrot. Y yo no maté a esos cerdos.

– No te saldrás con la tuya así como así, Veyrenc. Hemos dicho que nada de mamonadas. Sal, vamos a Saint-Denis. los mataste, y Roland y yo no vamos a esperar de brazos cruzados a que nos rajes a nosotros.

– Yo no los maté.

– No trates de discutir. Tenemos nuestras fuentes especiales, y no creo que te atrevas a contradecirlas. Gira aquí y cierra el pico.


– Mordent, pasan al norte de la basílica.

– Estamos llegando directos a la basílica.

– Al norte, Mordent, al norte.

Adamsberg, todavía de rodillas delante del receptor, apretaba el puño contra sus labios, los dientes contra las encías.

– Ya son nuestros -dijo Danglard mecánicamente.

– Son rápidos, capitán. Matan antes de darse uno cuenta. ¡Joder, al oeste, Mordent! Van hacia la zona en construcción.

– Ya está, comisario, ya veo el girofaro. A doscientos cincuenta metros.

– Prepárense, seguramente lo harán bajar en alguna obra.

Y en cuanto salgan del coche, yo ya no captaré nada.

Adamsberg volvió a pegar el puño a sus labios.

– ¿Dónde está Retancourt, Danglard?

– Ni aquí ni en su casa.

– Me voy a Saint-Denis. Siga el GPS, desvíe la escucha a mi coche.

Adamsberg salió de la Brigada corriendo mientras Danglard trataba de estirar sus piernas doloridas. Sin apartar los ojos de la pantalla, acercó cojeando una silla al armario. La sangre le batía en las sienes, haciendo subir un terrible dolor de cabeza. Él iba a matar a Veyrenc, tan seguro como si hubiera disparado en persona. Él, que había tomado en solitario la decisión de avisar a Roland y Pierrot que se mantuvieran alerta, informándoles de los asesinatos de sus amigos. No había dado el nombre de Veyrenc, pero hasta unos cretinos como Pierrot y Roland no necesitaron pensar mucho para comprender. Ni por un segundo había imaginado Danglard que los dos hombres se arriesgarían a deshacerse de Veyrenc. El auténtico mamón del asunto era él, Danglard. Y el auténtico cabrón. Una vil envidia por el favor de que disfrutaba lo había precipitado hacia una decisión homicida, completamente obcecado. Danglard se sobresaltó al ver el punto luminoso detenerse en la pantalla.

– Mordent, se han parado. En la calle Écrouelles, a media calle. Todavía están en el vehículo. Que no os vean.

– Nos quedamos a cuarenta metros. Acabamos a pie.


– Esta vez, te lo vamos a hacer sin dolor. Pierrot, limpia las huellas de la carrocería. Nadie sabrá qué viniste a hacer en Saint-Denis, nadie sabrá porque moriste en una obra. Y no se oirá hablar más de ti, Veyrenc, ni de tus putas greñas.

Y si gritas, muy fácil, mueres antes.


Adamsberg avanzaba con las sirenas a toda marcha por el periférico casi vacío. Dios mío, haz que. Por piedad. No creía en Dios. Entonces la virgen, la tercera virgen, la suya. Haz que Veyrenc salga de ésta. Haz que. Había sido Danglard, maldita sea, no veía otra explicación. Danglard, que había creído conveniente alertar a los dos últimos de la banda de Caldhez para protegerlos. Sin avisarlo. Sin conocerlos. Él habría podido decirle que Roland y Pierrot no eran de los que esperan el peligro sin hacer nada. Era inevitable que reaccionaran.

– ¿Mordent?

– Están en la obra. Entramos. Pelea, comisario. Veyrenc ha metido un codazo en el estómago a uno de los tipos. El tipo está de rodillas. Se levanta, sigue con la pistola. El otro tiene agarrado a Veyrenc.

– Dispare, Mordent.

– Demasiado lejos, demasiado oscuro. ¿Tiro al aire?

– No, comandante. Al menor disparo, dispararán ellos también. Acérquense. A Roland le gusta hablar, le gusta fardar. Eso lo entretendrá. A doce metros, enciendan la linterna y disparen.

Adamsberg salió de la carretera. Si al menos no hubiera contado esa mierda de historia a Danglard. Pero había hecho lo que todos: había contado su secreto a una persona. Una, y era una de más.


– Lo que me habría gustado es reventarte la sesera en el Prado Alto. Pero no soy tan gilipollas, Veyrenc, no voy a ayudar a la pasma a entender nada. ¿Y tu jefe? ¿Le has preguntado qué coño hacía allí? Te gustaría saberlo, ¿eh? Me das risa, Veyrenc, siempre me has dado risa.


– Trece metros -dijo Mordent.

– Adelante, comandante. A las piernas.

Adamsberg oyó tres detonaciones por la emisora. Entraba a ciento treinta por hora en Saint-Denis.

Roland se había caído, herido detrás de la rodilla, y Pierrot se había vuelto de un salto. El guardacaza les hacía frente, pistola en mano. Roland intentó un disparo torpe que horadó el muslo a Veyrenc. Maurel apuntó al guarda-caza y le dio en el hombro.

– Los dos tipos han caído, comisario. Uno herido en el brazo, otro en la rodilla. Veyrenc está en el suelo, herido en el muslo. Bajo control.

– Danglard, envíe dos ambulancias.

– Ya están en marcha -respondió Danglard con voz muerta-. Hospital Bichat.

Cinco minutos después, Adamsberg entraba en el terreno fangoso de la obra. Mordent y Maurel había tumbado a los heridos en la tierra seca, sobre planchas metálicas.

– Mala herida -dijo Adamsberg-. Chorrea sangre. Páseme su camisa, Mordent, intentaré hacerle un garrote. Maurel, ocúpese de Roland, el más alto, inmovilice la rodilla.

Adamsberg rasgó el pantalón de Veyrenc y vendó la herida con la camisa, que anudó con fuerza en el muslo.

– Al menos con esto vuelve en sí -dijo Maurel.

– Sí, siempre se ha desmayado y siempre ha vuelto en sí. Es su estilo. ¿Me oye, Veyrenc? Apriéteme la mano si me oye.

Adamsberg repitió tres veces la pregunta antes de sentir que se crispaban los dedos del teniente.

– Está bien, Veyrenc. Ahora abra los ojos -dijo Adamsberg dándole palmadas en las mejillas-. Vuelva. Abra los ojos. Diga si me oye.

– Sí.

– Diga otra cosa.

Veyrenc abrió del todo los ojos. Su mirada se posó sobre Maurel, luego sobre Adamsberg, sin comprender, como si esperara ver a su padre llevarlo al hospital de Pau.

– Han venido -dijo-, los de Caldhez.

– Sí, Roland y Pierrot.

– A la capilla de Camalès por el camino de las rocas, han venido al Prado Alto.

– Estamos en Saint-Denis -intervino Maurel, inquieto-, estamos en la calle Écrouelles.

– No se preocupe, Maurel -dijo Adamsberg-, es personal. ¿Qué más, Veyrenc? -prosiguió, sacudiéndole el hombro-. ¿Ve el Prado Alto? ¿Fue allí? ¿Lo recuerda?

– Sí.

– Había cuatro chavales. ¿Y el quinto? ¿Dónde está?

– De pie, debajo del árbol. Es el jefe.

– Sí, eso -dijo Pierrot con una risita-. Es el jefe.

Adamsberg se alejó de Veyrenc para aproximarse a los dos tipos tumbados y esposados a dos metros del teniente.

– Qué pequeño es el mundo -dijo Roland.

– ¿Te sorprende?

– Ya me dirás. Siempre tenías que andar tocando las narices.

– Dile la verdad de lo que pasó en el Prado Alto. A Veyrenc. Dile lo que hacía yo debajo del árbol.

– Lo sabe, ¿no? Si no, no estaría aquí.

– Siempre has sido un hijo de puta, Roland. Ésa es la verdad.

Adamsberg vio las luces azules de las ambulancias iluminar la valla de la obra. Las ambulancias cargaron a los hombres en las camillas.

– Mordent, voy con Veyrenc. Acompañe a los otros dos, bajo estrecha vigilancia.

– Comisario, no tengo camisa.

– Póngase la de Maurel. Maurel, lleve el coche a la Brigada.

Antes de que salieran las ambulancias, Adamsberg aprovechó para llamar a Froissy.

– Froissy, siento sacarla de la cama. Vaya a desmontar todo el material, primero en la Brigada, luego en mi casa. Después, vaya directamente a la calle Écrouelles. Encontrará el coche de Veyrenc. Déjelo limpio.

– ¿Y no puede esperar unas horas?

– No la llamaría a las tres y veinte de la madrugada si pudiera esperar un solo minuto. Haga desaparecer todo.

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