XXXI

Adamsberg se dejaba descender hacia el Sena, siguiendo el vuelo de las gaviotas que veía describir círculos a lo lejos. El río de París, por pestilente que fuera a veces, era su refugio flotante, el lugar donde mejor podía dejar volar sus pensamientos. Los liberaba como se suelta una bandada de pájaros, y se dispersaban en el cielo, jugaban dejándose levantar por el viento, inconscientes y descerebrados. Por paradójico que pudiera parecer, producir pensamientos descerebrados era la actividad prioritaria de Adamsberg. Y particularmente necesaria cuando demasiados elementos obstruían su mente, amontonándose en paquetes compactos que le petrificaban la acción. Entonces no le quedaba más remedio que abrirse la cabeza en dos y dejar que todo saliera en tropel. Y eso era lo que se producía sin esfuerzo ahora que bajaba la escalera que conducía a la orilla.

En esa escapada, siempre había algún pensamiento más correoso que otros, como la gaviota encargada de cuidar de la buena conducta del grupo. Una especie de pensamiento-jefe, de pensamiento-madero, que se esforzaba en vigilar los demás, impidiéndoles pasar más allá de los lindes de la realidad. El comisario buscó en el cielo qué gaviota desempeñaba hoy el papel monomaniaco de gendarme. La localizó enseguida, zarandeando a una jovenzuela que se divertía luchando con el viento en contra, olvidando sus responsabilidades. Luego se abalanzó hacia otra cabeza loca que daba vueltas y revueltas a ras de agua sucia. Gaviota-polizonte que gritaba sin cesar. De momento, su pensamiento-madero, igualmente monomaniaco, pasaba en vuelo rápido por su cabeza, en continuo vaivén, graznando. ¿No hay un hueso en el morro del cerdo? ¿No hay un hueso en la verga de un gato?

Esos nuevos conocimientos tenían muy ocupado a Adamsberg, mientras merodeaba por el borde del río, ese día de un verde oscuro y muy agitado. No debía de haber mucha gente que supiera que la verga del gato tiene un hueso. Y ¿cómo se llamaba ese hueso? Ni idea. ¿Y qué forma tenía? Ni idea. Quizá fuera una forma extraña, como la del hueso del morro del cerdo. De modo que los que lo descubrían debían de preguntarse dónde colocar ese desconocido en el inmenso puzle de la naturaleza. ¿En la cabeza de un animal? Quizá lo hubieran sacralizado, como el diente de narval erguido en la frente del unicornio. El que lo hubiera extraído en Narciso era sin duda un especialista, quizá los coleccionaba, como otros coleccionan caracolas. ¿Y para qué? ¿Por qué recoge uno caracolas? ¿Por su belleza? ¿Por su excepcionalidad? ¿Como amuleto? Adamsberg, siguiendo la lección que había transmitido a su hijo, sacó el móvil y llamó a Danglard.

– Capitán, ¿qué aspecto tiene un hueso de verga de gato? ¿Es armonioso? ¿Es bonito?

– No especialmente. Sólo es raro, como todos los huesos peneanos.

¿Todos los huesos peneanos?, se repitió Adamsberg desconcertado ante la idea de que también en la anatomía humana hubiera cosas que se le escapaban. Adamsberg oía a Danglard teclear, redactando probablemente el informe de la expedición a Opportune, y no era el momento de molestarlo.

– Maldita sea -dijo Danglard-, no vamos a estar toda la vida hablando de ese puto gato, ¿o sí? Aunque se llamara Narciso.

– Sólo unos minutos más. Este asunto me pone nervioso.

– Pues a los gatos no. Incluso les facilita la vida.

– No me refiero a eso. ¿Por qué dice «todos los huesos peneanos»?

Resignado, Danglard se apartó de la pantalla. Oía gritar las gaviotas por el teléfono, de modo que imaginaba perfectamente por dónde andaba el comisario y en qué estado se encontraba, más ventoso que el aire del río.

– Como todos los huesos peneanos de todos los carnívoros -puntualizó articulando las palabras, como quien da una lección a un pésimo alumno-. Todos los carnívoros lo tienen -añadió para anclar bien su enseñanza-. Los pinnípedos, los félidos, los vivérridos, los mustélidos, etcétera.

– No, Danglard, no le entiendo.

– Todos los carnívoros: las morsas, las jinetas, los tejones, las garduñas, los leones, etcétera.

– Pero ¿por qué no lo sabe nadie? -preguntó Adamsberg, por una vez casi chocado ante su propia ignorancia-. ¿Y por qué los carnívoros?

– Es así, es la naturaleza. Y la naturaleza es justa, echa una mano a los carnívoros. Son poco numerosos y tienen que afanarse mucho por reproducirse y sobrevivir.

– ¿En qué es raro ese hueso?

– En que es un hueso único, que no responde a ninguna simetría, ni bilateral ni axial. Es combado, un poco sinuoso, sin articulación, ni arriba ni abajo, y tiene una muesca en su extremo distal.

– ¿Es decir?

– Es decir en la punta.

– ¿Diría que es raro como el hueso del morro del cerdo?

– En cierto modo. Como no existe equivalente en el cuerpo humano, el descubrimiento de un hueso peneano de oso o de morsa sumía a los hombres de la Edad Media en la perplejidad. Como a usted.

– ¿Por qué de oso o de morsa?

– Porque son grandes y, por lo tanto, se encuentran fácilmente. En un bosque, o en una playa. Pero tampoco se sabía identificar el hueso peneano del gato. Es un animal que no se come, su esqueleto es poco conocido.

– Pero se come cerdo y no se conoce el hueso del morro.

– Porque está encerrado entre cartílagos.

– ¿Cree usted, capitán, que el que robó el hueso peneano de Narciso hacía colección?

– Ni idea.

– Se lo preguntaré de otro modo: ¿Piensa que ese hueso puede tener valor para ciertas personas?

Danglard emitió un gruñido de duda, o de cansancio.

– Como todo lo que es poco común y enigmático, puede tener valor. Existen hombres que recogen guijarros en los ríos. O que cortan cuernas de las cabezas de los ciervos. En ninguno de esos casos estamos muy lejos del oscurantismo. Es nuestra grandeza y nuestra catástrofe.

– ¿No le gusta ese guijarro, capitán?

– Lo que me preocupa es que lo haya escogido con una estría negra en medio.

– Por la arruga de preocupación que le atraviesa la frente.

– ¿Habrá vuelto para el coloquio?

– ¿Ve cómo se preocupa? Por supuesto que habré vuelto.

Adamsberg subió las escaleras de piedra, con las manos en los bolsillos. Danglard no andaba desencaminado. ¿Qué había querido hacer exactamente al recoger guijarros? ¿Y qué valor les atribuía, él, el librepensador que nunca había tenido la menor superstición? Los únicos momentos en que pensaba en un dios eran cuando él mismo se sentía dios. Le pasaba en raras ocasiones, cuando se encontraba solo en medio de una tormenta violenta y, a ser posible, de noche. Entonces gobernaba el cielo, orientaba el rayo, impulsaba las aguas torrenciales, regulaba la música del diluvio. Crisis pasajeras, exaltantes, y a veces cómodas proveedoras de potencia viril. Adamsberg se detuvo bruscamente en medio de la calzada. Potencia viril. El gato. El hueso del morro. El relicario. La bandada de sus pensamientos regresaba bruscamente a la pajarera.

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