XXXIII

– Con el vivo de las doncellas, presentadas por tres en cantidades iguales -dijo Adamsberg-. Por tres. Debemos prestar atención a eso.

– Es la dosificación -dijo Danglard-. Tres pizcas de huesos molidos de santo y, por tanto, tres de hueso peneano, tres de madera de la Vera Cruz y tres del principio de la virgen.

– No lo creo, comandante. Ya tenemos dos vírgenes desenterradas. Sea lo que sea lo que la asesina haya querido extraerles, parece que una sola habría bastado ampliamente para obtener tres pizcas. Asimismo, habría bastado escribir en cantidades iguales. Pero la receta indica por tres.

– Tres pizcas, efectivamente.

– No, tres doncellas. Tres pizcas de tres doncellas.

– No hay que buscar este tipo de lógica. Es a la vez una receta y una especie de poema.

– No -dijo Adamsberg-. El que el lenguaje nos parezca complejo no implica que sea poético. Al fin y al cabo es un viejo libro de recetas, y nada más.

– Es verdad -dijo Danglard, aunque un tanto chocado por la desenvoltura con que Adamsberg trataba el De reliquis-. Es un simple tratado de medicaciones. Su fin no es ser críptico, sino ser entendido.

– Pues le ha salido el tiro por la culata -opinó Justin.

– No del todo -dijo Adamsberg-. Se trata simplemente de no saltarse ni una palabra. En esta mixtura macabra, como en cualquier receta de cocina, cada palabra cuenta. Presentadas por tres. Ahí está el peligro. Ahí está nuestro trabajo.

– ¿Dónde? -preguntó Estalère.

– Con la tercera virgen.

– Es muy posible -reconoció Danglard.

– Vamos a buscarla -dijo Adamsberg.

– ¿Sí? -preguntó Mercadet levantando la cabeza.

El teniente Mercadet tomaba una multitud de notas, como siempre que estaba bien despierto y aprovechaba para compensar sus carencias con una diligencia intensiva.

– Primero vamos a averiguar si una virgen de la Alta Normandía ha sido asesinada recientemente por aparente accidente.

– ¿En cuánto estimamos la zona de acción del santo? -preguntó Retancourt.

– Lo mejor sería centrarse en un radio de cincuenta kilómetros alrededor de Mesnil-Beauchamp.

– Siete mil ochocientos cincuenta kilómetros cuadrados -calculó rápidamente Mercadet-. ¿Cuál sería la edad de la víctima?

– Simbólicamente -respondió Danglard-, podríamos apostar por una edad mínima de veinticinco años. Es la edad de santa Catalina, la edad en que puede empezar una virginidad adulta. Podríamos limitarla a los cuarenta años. Pasada esa edad, hombres y mujeres eran considerados ancianos.

– Es demasiado amplio -dijo Adamsberg-. Debemos avanzar más deprisa. Nos centramos en un primer tiempo en la edad de las dos primeras víctimas: entre treinta y cuarenta años. ¿Lo que nos daría aproximadamente cuántas mujeres, Mercadet?

Dejaron al teniente calcular en silencio unos instantes, rodeado de sus tazas de café presentadas por tres. Lástima, pensó Adamsberg, que Mercadet se quede dormido cada dos por tres. Tiene un cerebro extraordinario, sobre todo para los números y las listas.

– Muy grosso modo, yo diría entre ciento veinte y doscientas cincuenta mujeres posiblemente vírgenes.

– Sigue siendo demasiado -dijo Adamsberg mordiéndose el labio-. Hay que restringir el territorio. Nos marcamos un radio de veinte kilómetros alrededor de Mesnil. ¿Cuánto nos da?

– Entre cuarenta y ochenta mujeres -dijo Mercadet con presteza.

– ¿Y cómo vamos a localizar a esas cuarenta vírgenes? -preguntó con sequedad Retancourt-. No es un delito que figure en el registro de antecedentes penales.

Virgen, pensó fugazmente el comisario lanzando una mirada a la oronda y bonita teniente. Retancourt mantenía su vida en secreto, herméticamente protegida de toda inquisición. Ese coloquio puntilloso sobre las mujeres intactas la exasperaba quizá.

– Consultaremos a los curas -dijo Adamsberg-. Empiecen por el de Mesnil. Dense prisa, todos. Hagan horas extra si es necesario.

– Comisario -dijo Gardon-, no creo que haya urgencia. Pascaline y Élisabeth fueron asesinadas hace tres meses y medio y cuatro meses. La tercera virgen está probablemente muerta.

– No lo creo -dijo Adamsberg levantando la mirada hacia el techo-. Por el vino nuevo, que es el excipiente final de la mezcla. El vino en que se mezclen todos los ingredientes será, pues, el de noviembre.

– O el de octubre -puntualizó Danglard-. Antiguamente se sacaba el primer vino antes que ahora.

– Entendido -dijo Mordent-. ¿Qué más?

– Según lo que nos ha dicho Danglard -intervino Adamsberg-, hay que respetar equilibrios armoniosos para que el brebaje sea eficaz. Si yo tuviera que hacer esa mixtura, organizaría un escalonamiento temporal regular entre los diversos ingredientes, de modo que no haya un corte demasiado largo. Como una carrera de relevos, en cierto modo.

– Es incluso obligatorio -dijo Danglard royendo el lápiz-. Lo heterogéneo, la ruptura, era una obsesión medieval. Traía mala suerte. Sea cual sea la línea, real o abstracta, nunca debe interrumpirse o romperse. Para todo hay que seguir un desarrollo continuo y ordenado, en línea recta y sin sacudidas.

– Ahora bien -prosiguió Adamsberg-, la escabechina del gato y el robo de las reliquias tuvieron lugar tres meses antes de la muerte de Pascaline. Los vivos de las vírgenes fueron recogidos tres meses después de su muerte. Tres, como el número de pizcas, tres como el número de vírgenes, tres como los meses que dura una estación. O sea que el último vivo será recogido tres meses antes del vino nuevo, o justo antes.

Y la virgen será asesinada tres meses antes.

Adamsberg se interrumpió y contó con los dedos varias veces.

– Por lo tanto es muy probable que esa mujer todavía esté viva, pero que su muerte esté programada en una fecha incierta entre abril y junio. Y estamos a 25 de marzo.

Dentro de tres meses, dentro de quince días, o dentro de una noche. En silencio, cada cual calibraba la urgencia y la imposibilidad de la misión. Porque, suponiendo que lograran establecer una lista de las mujeres vírgenes en el círculo trazado alrededor de Mesnil, ¿cómo sabrían cuál había elegido el ángel de la muerte? ¿Y cómo la protegerían?

– Al fin y al cabo, no es más que una gran especulación -dijo Voisenet con un estremecimiento de todo su cuerpo, como si se despertara al final de una película, dejando bruscamente de creerse una ficción por la que se hubiera dejado llevar. Como todo lo demás.

– Es sólo eso -dijo Adamsberg.

Un aleteo, entre cielo y tierra, pensó Danglard, inquieto.

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