XIX

Ariane conducía de manera un poco brusca para el gusto de Adamsberg, que prefería, en coche, dejarse mecer apoyando la cabeza en la ventanilla. La forense iba buscando por las avenidas un restaurante donde cenar.

– ¿Te llevas bien con la teniente gorda?

– No es una teniente gorda, es una divinidad de dieciséis brazos y doce cabezas.

– Vaya, no lo había notado.

– Sin embargo, así es. Las utiliza en función de sus deseos. Velocidad, peso-masa, invisibilidad, análisis serial, transporte, mutación física, según las necesidades del momento.

– También sabe estar de morros.

– Cuando le conviene. Suelo irritarla.

– ¿Forma equipo con el tío del pelo abigarrado?

– Porque es el Nuevo. Lo está formando.

– No es sólo eso. Le gusta mucho. Es atractivo.

– Relativamente.

Ariane frenó brutalmente en el semáforo en rojo.

– Pero, cosas de la vida -prosiguió-, es el elegante desgarbado el que se interesa por tu teniente.

– ¿Danglard? ¿Por Retancourt?

– Si Danglard es el tipo alto y refinado que se colocó lo más lejos posible de nosotros. Con pinta de académico asqueado que tiene ganas de infundirse valor con una copa.

– Es él.

– Pues le gusta la teniente rubia. Huir lejos no es la mejor manera de seducirla.

– El amor, Ariane, es la única batalla que se gana retrocediendo.

– ¿Quién es el cretino que dijo eso? ¿Tú?

– Bonaparte, que no era moco de pavo en cuestión de estrategia.

– ¿Y tú, qué haces?

– Retrocedo. Y no tengo más opción.

– ¿Tienes problemas?

– Sí.

– Mejor. Me encanta conocer las historias de los demás, y sobre todo sus problemas.

– Aparca aquí -dijo Adamsberg señalando un sitio libre-. Vamos a cenar en este antro. ¿Qué problemas?

– Hace tiempo, mi marido se largó con una camillera musculosa treinta años menor que él -prosiguió Ariane mientras maniobraba-. Siempre acaba una tropezando con eso. Con las camilleras.

Tiró con firmeza del freno de mano, que emitió un chirrido seco, a modo de única conclusión posible a su historia.

Ariane no era de esos forenses que esperan a haber acabado de comer para hablar de trabajo con objeto de separar las inmundicias de la morgue de los placeres de la mesa. Mientras comía, iba dibujando en el mantel de papel un croquis aumentado de las heridas de Diala y La Paille, con ángulos y flechas para exponer la naturaleza de los golpes infligidos, con el fin de que el comisario captara bien la problemática.

– ¿Recuerdas su estatura?

– Ciento sesenta y dos centímetros.

– O sea mujer con un noventa por ciento de posibilidades. Hay otros dos argumentos: el primero es de orden psicológico; el segundo, de orden mental. ¿Me escuchas? -añadió, dudosa.

Adamsberg asintió varias veces con la cabeza mientras destrozaba la carne de su brocheta, preguntándose si intentaría, o no, acostarse con Ariane esa noche. Ariane, cuyo cuerpo, por algún milagro quizá debido a sus mixturas de bebidas experimentales, no había seguido la curva de sus sesenta años. Pensamientos que lo remitían a veintitrés años atrás, cuando ya había deseado esos hombros y esos pechos desde el otro lado de la mesa. Pero Ariane sólo pensaba en sus muertos. Por lo menos en apariencia, porque las mujeres de porte tan estudiado saben disimular sus anhelos bajo una actitud impecable, hasta el punto de olvidarlos casi y de sorprenderse incluso al descubrirlos. Camille, en cambio, irreprimiblemente inclinada a la naturalidad, no estaba dotada para este tipo de fingimiento. Era fácil hacer temblar a Camille, ver sus mejillas sonrojarse, pero Adamsberg no esperaba percibir semejantes vacilaciones en la forense.

– ¿Tú diferencias lo psicológico de lo mental? -preguntó.

– Llamo «mental» a una compresión de lo psicológico en el tiempo largo de la historia, de efectos tan soterrados que mucha gente tiende a confundirlos con lo innato.

– Bien -dijo Adamsberg apartando su plato.

– ¿Me escuchas?

– Sí, por supuesto, Ariane.

– Está claro que un hombre de un metro sesenta y dos, y no abundan, nunca habría intentado agredir a tipos de la envergadura de Diala y La Paille. Pero, ante una mujer, no tenían ninguna razón para preocuparse. Y te puedo asegurar que, cuando los mataron, estaban de pie y muy tranquilos. Segundo argumento, esta vez de orden mental y más interesante: en ambos casos, sólo una de las heridas, la primera, bastó para derribar a esos hombres y matarlos. Es lo que llamo «corte primario». Aquí -precisó Ariane marcando un punto en el mantel-. El arma es un escalpelo afilado, y el ataque fue mortal.

– ¿Un escalpelo? ¿Estás segura?

Adamsberg llenó los vasos frunciendo las cejas, abstrayéndose de sus peregrinas dudas eróticas.

– Segurísima. Y cuando se elige un escalpelo en lugar de un cuchillo o de una navaja de afeitar, es que se sabe cómo usarlo y se conoce el resultado. Sin embargo, Diala recibió dos golpes más, y La Paille tres. Son los cortes que llamo «secundarios», efectuados una vez derribada la víctima y que no son horizontales.

– Te sigo -aseguró Adamsberg antes de que Ariane se lo preguntara.

La forense levantó una mano para pedir una pausa, bebió un trago de agua, otro de vino, otro de agua, y volvió a coger su bolígrafo.

– Estos cortes secundarios indican un lujo de precauciones, una preocupación por rematar el trabajo, por completarlo y que quede, si es posible, irreprochable. Esa comprobación adicional, ese exceso de conciencia, son vestigios vivos de la disciplina escolar, que pueden derivar en neurosis de perfeccionismo.

– Sí -dijo Adamsberg, pensando que Ariane habría podido perfectamente escribir su libro acerca de los guijarros compensatorios en la arquitectura pirenaica.

– Esta tendencia hacia la excelencia sólo es una defensa contra la amenaza del mundo exterior. Y es esencialmente femenina.

– ¿La amenaza?

– La voluntad de perfección, la verificación del mundo. El porcentaje de hombres que presentan esos síntomas es insignificante. Así, hace un rato he comprobado que la puerta del coche estaba bien cerrada. Tú, en cambio, no. Y que llevaba las llaves en el bolso. ¿Sabes tú dónde están las tuyas?

– En su sitio, enganchadas en un clavo, en la cocina, supongo.

– Lo supones.

– Sí.

– Pero no estás seguro.

– Joder, Ariane, no puedo jurarlo.

– Sólo por eso, y sin necesidad siquiera de mirarte, ya sé que eres un hombre, y yo una mujer. Occidentales. Con un margen de error del doce por ciento.

– Pues es más fácil mirar.

– Pero recuerda que no tuve ocasión de mirar al asesino de Diala y La Paille. Que es una mujer de un metro sesenta y dos, con un noventa y seis por ciento de posibilidades, según la suma de los resultados de nuestros tres parámetros cruzados y restando una altura media de tacones de tres centímetros.

Ariane volvió a dejar su bolígrafo y dio un sorbo de vino entre dos de agua.

– Quedan los pinchazos en los brazos -dijo Adamsberg apoderándose del lujoso bolígrafo para desenroscarle y enroscarle el capuchón.

– Los pinchazos son para despistar. Cabe pensar que la asesina quiso orientar la investigación hacia un caso de drogas.

– Pues no ha sido muy convincente, y menos con un único pinchazo.

– Pero Mortier se lo ha creído.

– En ese caso, ¿por qué no haberles inyectado una buena dosis de caballo, ya que estaba?

– ¿Porque no tenía? Devuélveme el bolígrafo, me lo vas a estropear y le tengo cariño.

– Un recuerdo de tu ex marido.

– Exactamente.

Adamsberg hizo rodar hacia Ariane el bolígrafo, que se inmovilizó a tres centímetros del borde de la mesa. La forense lo guardó en su bolso, con sus llaves.

– ¿Pido café?

– Sí. Pídeme también un licor de menta, y leche.

– Por supuesto -dijo Adamsberg haciendo una seña al camarero.

– Lo demás son detalles -prosiguió Ariane-. Creo que la asesina es bastante mayor. Una mujer joven no habría corrido el riesgo de verse a solas por la noche con dos tipos como Diala y La Paille en un cementerio desierto.

– Es verdad -dijo Adamsberg, a quien esta evocación remitió inmediatamente a su idea de acostarse acto seguido con Ariane.

– Por último, supongo, como tú, que está relacionada con el cuerpo médico. La elección del escalpelo, por supuesto, el emplazamiento del corte, que ha seccionado la carótida, y el uso de la jeringuilla, plantada con precisión en la sangradura. Casi una triple firma.

El camarero trajo las tazas, y Adamsberg observó a la forense llevar a cabo su mezcla.

– No me has dicho todo.

– Es verdad. Tengo un ligero enigma para ti.

Ariane reflexionó, jugando con los dedos en el mantel.

– No me gusta expresarme cuando no estoy segura de lo que digo.

– Yo, en cambio, es lo que prefiero.

– Es posible que tenga el indicio de su locura, y quizá la naturaleza misma de su psicosis. En cualquier caso, está suficientemente loca para separar sus mundos.

– ¿Eso deja huellas?

– Puso un pie encima del pecho de La Paille para realizar los últimos cortes. Tienes que saber que se limpia las suelas de los zapatos con betún.

Adamsberg dirigió a Ariane una mirada vacía.

– Se limpia las suelas con betún -insistió la forense alzando la voz, como para despertar al comisario-. Había huellas de betún en la camiseta de La Paille.

– Ya te he oído, Ariane. Busco qué relación tiene eso con sus mundos.

– He visto dos casos similares, uno en Bristol y otro en Berna. Hombres que se abrillantaban las suelas varias veces al día para romper el contacto entre ellos y la suciedad del suelo, del mundo. Era su manera de aislarse, de protegerse.

– ¿De disociarse?

– No siempre pienso en disociados. Pero no andas desencaminado; al hombre de Bristol le faltaba poco. Este aislamiento entre él y el suelo, esa separación estanca entre su cuerpo y la tierra, recuerda los muros internos de los disociados. Sobre todo si se trata del suelo en que se cometen crímenes, o del suelo de los muertos, en un cementerio. Eso no significa que la homicida se limpie las suelas con betún todos los días.

– Sólo su parte Omega, si es disociada.

– No, te equivocas. Es Alfa la que desea estar separada del suelo de los crímenes mientras Omega los comete.

– Con betún… -dijo Adamsberg con un gesto de duda.

– El betún es percibido como una materia impermeable, una película protectora.

– ¿De qué color es?

– Azul. Eso también hace que me incline por una mujer. Los zapatos azules suelen ir asociados con trajes del mismo color, de estilo muy convencional, incluso austero, de los que se encuentran más específicamente en ciertas profesiones: aviación, recepción, administración, profesorado religioso, hospitales, la lista no está cerrada.

Adamsberg se ensombrecía bajo la masa de informaciones que iba amontonando la forense sobre la mesa. Ariane tuvo la impresión de que su rostro se modificaba ante sus ojos, nariz más curvada, mejillas más hundidas, relieves más marcados. No había sabido verlo ni había entendido nada veintitrés años atrás. No había visto a ese hombre que pasaba, no había visto que era atractivo y que habría podido retenerlo en sus brazos en el puerto de Le Havre. Y el puerto estaba lejos y ya era demasiado tarde.

– ¿Hay algo que te moleste? -preguntó ella abandonando su voz profesional-. ¿Quieres un postre?

– ¿Por qué no? Elige por mí.

Adamsberg engulló una tarta, sin saber muy bien si era de manzana o de ciruelas, sin saber muy bien si se acostaría con Ariane esa noche, ni dónde demonios había puesto las llaves del coche al volver de Normandía.

– No creo que estén colgadas en la cocina -dijo por fin escupiendo un hueso.

Ciruelas, dedujo.

– ¿Eso es lo que te preocupa?

– No, Ariane. Es la Sombra. ¿Recuerdas a la vieja enfermera de las treinta y tres víctimas?

– ¿La disociada?

– Sí. ¿Sabes qué fue de ella?

– Claro, fui varias veces a visitarla. La encarcelaron en la prisión de Friburgo. Formalita como una santa. Ha vuelto a la fase Alfa.

– Omega, Ariane. Asesinó a un carcelero.

– No fastidies. ¿Cuándo?

– Hace diez meses. Disyunción, y evasión.

La forense llenó la mitad de su vaso de vino y se lo bebió sin alternar con agua.

– Contéstame -dijo-, ¿fuiste realmente tú quien la identificó? ¿Tú solo?

– Sí.

– Sin ti, ¿seguiría libre?

– Sí.

– ¿Y ella lo sabe? ¿Se dio cuenta?

– Creo que sí.

– ¿Cómo la descubriste?

– Por su olor. Utilizaba Relaxol, un elixir de alcanfor y azahar que se ponía en la nuca y en las sienes.

– Entonces ten cuidado, Jean-Baptiste. Porque, para ella, tú eres el que dio con la pared que Alfa no puede conocer bajo ningún concepto. Eres el que sabe, debes desaparecer.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg bebiendo un sorbo del vaso de Ariane.

– Para que pueda volver a ser un Alfa tranquila en otro sitio, en otra vida. Amenazas todo su edificio. Es posible que te esté buscando.

– La Sombra.

– Yo creo que la sombra viene de ti, y así será hasta que algo acabe de evaporarse.

Adamsberg miró los ojos inteligentes de la forense, y volvió a ver la imagen de un sendero quebequés en la noche [6]. Se mojó un dedo y lo deslizó por el borde del vaso.

– El guarda del cementerio de Montrouge también la vio. La Sombra pasó por el cementerio unos días antes de que rompieran la lápida. No andaba de un modo normal.

– ¿Por qué haces chirriar los vasos?

– Para no gritar yo.

– Pues grita, lo prefiero. ¿Crees que es la enfermera? Lo de Diala y La Paille.

– Me describes una asesina mayor, con una jeringuilla, con conocimientos de medicina y posiblemente disociada. Son muchas coincidencias.

– O casi ninguna. ¿Recuerdas la estatura de la enfermera?

– No con precisión.

– ¿Y sus zapatos?

– Tampoco.

– Comprueba eso antes de hacer chirriar los vasos. Una cosa es que esté en libertad y otra es que esté en todas partes. No olvides su especialidad: mata viejos en sus camas. No anda por ahí abriendo tumbas, ni degollando gigantes en La Chapelle. No es su estilo en absoluto.

Adamsberg asintió. La racionalidad sólida de la forense lo había sacado de sus brumas. La Sombra no podía estar en todas partes, en Friburgo, en La Chapelle, en Montrouge, en su casa. Estaba sobre todo en su cabeza.

– Tienes razón -dijo.

– Limítate a trabajar como un cretino, paso a paso. El betún, los zapatos, la descripción que te he dado, los testigos que hayan podido verla con Diala o La Paille.

– En el fondo me aconsejas que trabaje con la lógica.

– Sí. ¿Conoces otra cosa?

– Sólo conozco la otra cosa.

Ariane propuso a Adamsberg acompañarlo hasta su casa, y el comisario aceptó. El trayecto en coche le daría ocasión de resolver la cuestión erótica, que seguía en suspenso. Al llegar, se había quedado dormido, habiendo olvidado todo de la Sombra, de la forense y de la tumba de Élisabeth. Ariane, de pie en la acera, sujetaba la puerta abierta sacudiéndole amablemente el hombro. Había dejado en motor encendido, señal de que no había estrictamente nada que intentar ni que resolver. Al entrar en su casa, pasó por la cocina para comprobar si las llaves estaban colgadas en la pared. No estaban.

Hombre, concluyó. Con un margen de error del doce por ciento, habría precisado Ariane.

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