LVIII

En el coche parado, Adamsberg y Danglard miraban el limpiaparabrisas barrer la lluvia torrencial que caía sobre el cristal. A Adamsberg le gustaba el ruido regular de las varillas, la lucha que llevaban a cabo, gimiendo, contra el diluvio.

– Creo que estamos de acuerdo, capitán -dijo Adamsberg.

– Comandante -corrigió Danglard con voz átona.

– Para lanzarnos con seguridad tras la pista de la enfermera, el asesino tenía que saber mucho de mí. Tenía que saber que la había detenido, que su evasión me importaría. También tenía que poder seguir la investigación paso a paso. Que estar al corriente de que buscábamos zapatos azules y huellas de betún. Que estar informado de los proyectos de Retancourt. Que querer perderme. Nos lo proporcionó todo: la jeringuilla, los zapatos, el escalpelo, el betún. Formidable manipulación, Danglard, efectuada por una mente de calidad, de gran habilidad.

– Por un hombre de la Brigada.

– Sí -dijo con tristeza Adamsberg, arrellanándose en su asiento-. Por uno de los nuestros, bucardo negro en la montaña.

– ¿Qué tienen que ver en esto los bucardos?

– No es nada, Danglard.

– No quiero creerlo.

– Tampoco creíamos que hubiera un hueso en el morro del cerdo. Y hay uno. Como hay un hueso, Danglard, en la Brigada. Metido en su corazón.

La lluvia amainaba, Adamsberg disminuyó el ritmo de los limpiaparabrisas.

– Le dije que mentía -prosiguió Danglard-. Nadie habría podido memorizar el texto del De reliquis sin conocerlo de antemano. Se sabía la medicación de memoria.

– Entonces, ¿para qué iba a decírnosla?

– Por provocación. Se cree invencible.

– El niño derribado -murmuró Adamsberg-. El viñedo perdido, la miseria, los años de humillación. Lo conocí, Danglard. La boina calada hasta la nariz para ocultar su pelo, la pierna coja. El rubor en la frente, siempre rozando las paredes bajo las burlas de los demás.

– Todavía lo emociona.

– Sí.

– Pero es el niño el que lo emociona. El adulto ha crecido, y se ha torcido. E invierte la suerte, como diría él en verso, contra usted, el jefezuelo de antaño y el responsable de su tragedia. Acciona la rueda del destino. Ahora le toca a usted caer, mientras él conquista el sitio soberano. Se ha convertido en lo que él mismo declama todo el santo día, en un héroe de Racine preso en las tempestades del odio y de la ambición, organizando la entrada en escena de la muerte de los demás y el advenimiento de su propia coronación. Usted sabía desde el principio por qué estaba aquí: en busca de venganza por la batalla de los dos valles.

– Sí.

– Ejecutó su plan acto tras acto, azuzándolo hacia el error, haciendo descarrilar toda la investigación. Ya ha matado siete veces, Fernand, el Gordo Georges, Élisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, Grimal. Y casi Retancourt. Y matará a la tercera virgen.

– No. Francine está protegida.

– Eso creemos. Ese hombre es fuerte como un caballo. Matará a Francine, y luego a usted, una vez que haya caído en el oprobio. Lo odia.

Adamsberg bajó la ventanilla y sacó el brazo con la mano abierta para recoger la lluvia.

– Y eso a usted lo entristece -dijo Danglard.

– Un poco.

– Pero sabe que tenemos razón.

– Cuando Robert me llamó por lo del segundo ciervo, yo estaba cansado y pasaba. Fue Veyrenc quien me propuso llevarme allí. Y, en el cementerio de Opportune, fue Veyrenc quien me señaló la tumba de Pascaline, con su hierba corta. Él me incitó a abrirla, como me había animado a perseverar en Montrouge. Y él hizo ceder a Brézillon para que conservara el caso. Así podría seguirlo él mientras yo me embarrancaba.

– Y él tomó a Camille -dijo con suavidad Danglard-. Alta venganza, bien digna de un héroe de Racine.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard? -preguntó Adamsberg cerrando el puño bajo la lluvia.

– Cuando cogí la escucha en el armario de Froissy, tuve que pasar parte de la grabación para localizar la banda de sonido. Ya le dije cómo era. Inteligente, poderoso, peligroso.

– Y sin embargo, me caía bien.

– ¿Por eso nos quedamos inmóviles en Clancy con el coche parado? ¿En lugar de volver a París a toda pastilla?

– No, capitán. Por una parte, porque no tenemos prueba material. El juez nos obligaría a soltarlo al cabo de veinticuatro horas. Veyrenc contaría la guerra de los dos valles y diría que me empeño en destruirlo por motivos privados. Para que nunca se sepa quién era el quinto chaval bajo el árbol.

– Claro -reconoció Danglard-. Lo tiene pillado con eso.

– Por otra parte, porque no he acabado de entender lo que me dijo Retancourt.

– Todavía me pregunto cómo pudo la Bola tragarse treinta y ocho kilómetros -dijo Danglard, pensativo ante esa nueva Pregunta sin Respuesta.

– El amor y sus prodigios, Danglard. También es posible que el gato haya aprendido mucho de Violette. Ahorrar la energía átomo a átomo para lanzarla entera en una única misión, pulverizando todos los obstáculos a su paso.

– Ella formaba equipo con Veyrenc. Por eso comprendió antes que nosotros ese detalle endemoniado que nosotros no habíamos entendido. Él sabía que iba a ver a Romain. La esperó a la salida. Ella lo encontraba guapo, y lo siguió. La única vez que Violette no ha sido lista en su vida.

– El amor y sus calamidades, Danglard.

– Y hasta Violette puede dejarse engañar. Por una sonrisa, por una voz.

– Quiero saber qué me dijo -insistió Adamsberg volviendo a meter en el coche el brazo empapado-. ¿Usted qué opina, capitán? ¿Qué cree que iba a intentar en cuanto fuera capaz de pronunciar dos palabras?

– Hablarle.

– ¿Para decirme qué?

– La verdad. Y es lo que hizo. Habló de los zapatos, dijo que había que pasar. O sea que dijo que no era la enfermera.

– Eso, Danglard, no fue lo primero que dijo. Fue lo segundo.

– No expresó nada inteligible antes de eso. Se limitaba a citar versos de Corneille.

– ¿Y quién pronuncia esos versos exactamente?

– Camila, en Horacio.

– ¿Lo ve, Danglard? Es una prueba. Retancourt no estaba repasando sus clases del colegio, me estaba dirigiendo un mensaje a través de una Camila. Y yo no lo entiendo.

– Porque no puede ser claro. Retancourt estaba todavía durmiendo. Sólo se puede descifrar su frase como se interpretan los sueños.

Danglard se tomó unos instantes para reflexionar.

– En torno a Camila -dijo-, hay hermanos enemigos, los Horacios, por una parte, y los Curiados, por otra. Ella ama a uno, que quiere matar al otro. En torno a la Camille de verdad, lo mismo. Primos enemigos, usted por una parte, Veyrenc por otra. Pero Veyrenc representa a Racine. ¿Quién era el gran rival y enemigo de Racine? Corneille.

– ¿De verdad? -preguntó Adamsberg.

– De verdad. El éxito de Racine hizo que se hundiera el trono del viejo dramaturgo. Se odiaban. Retancourt elige a Corneille y señala a su enemigo. Racine, o sea Veyrenc. También por eso habló en verso, para que usted pensara inmediatamente en Veyrenc.

– Y pensé en él, efectivamente. Me pregunté si soñaba con él o si él la había contagiado.

Adamsberg subió la ventanilla y se puso el cinturón.

– Déjeme verlo a solas primero -dijo arrancando el motor.

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