XLVI

Francine no se levantaba antes de las once. Le gustaba pasar un largo rato despierta bajo las mantas por las mañanas, cuando todos los bichos de la noche habían regresado a sus agujeros.

Pero un ruido la había molestado aquella noche, lo recordaba. Apartó el viejo edredón -del que también se desharía, con todos los ácaros que debían infestarlo bajo la seda amarilla- y examinó su habitación. Enseguida localizó el incidente. Bajo la ventana, la línea de cemento que obturaba la fisura había caído y yacía en el suelo hecha pedazos. La luz brillaba entre la pared y el marco de madera.

Francine fue a escrutar más de cerca los desperfectos. No sólo tendría que volver a tapar esa puñetera fisura, sino que tendría que reflexionar. Averiguar por qué y cómo se había caído el cemento. ¿Acaso un animal había podido empujar con el hocico la pared exterior, tratando de entrar a la fuerza, hasta destruir el relleno? Y, si sí, ¿qué tipo de animal? ¿Un jabalí?

Francine volvió a sentarse en la cama, con lágrimas en los ojos y los pies en alto, lejos del suelo. Lo ideal habría sido instalarse en el hotel hasta que el piso estuviera a punto. Pero había echado cuentas y salía demasiado caro.

Francine se frotó los ojos y se puso las zapatillas. Había aguantado treinta y cinco años en esa granja asquerosa, así que bien podría aguantar otros dos meses. No le quedaba otro remedio. Esperar y contar los días. Dentro de un rato, se dijo para animarse, estaría en la farmacia. Y esa noche, después de tapar el agujero de debajo de la ventana, subiría a su cama con el café con ron para ver una película.

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