Francine no se levantaba antes de las once. Le gustaba pasar un largo rato despierta bajo las mantas por las mañanas, cuando todos los bichos de la noche habían regresado a sus agujeros.
Pero un ruido la había molestado aquella noche, lo recordaba. Apartó el viejo edredón -del que también se desharía, con todos los ácaros que debían infestarlo bajo la seda amarilla- y examinó su habitación. Enseguida localizó el incidente. Bajo la ventana, la línea de cemento que obturaba la fisura había caído y yacía en el suelo hecha pedazos. La luz brillaba entre la pared y el marco de madera.
Francine fue a escrutar más de cerca los desperfectos. No sólo tendría que volver a tapar esa puñetera fisura, sino que tendría que reflexionar. Averiguar por qué y cómo se había caído el cemento. ¿Acaso un animal había podido empujar con el hocico la pared exterior, tratando de entrar a la fuerza, hasta destruir el relleno? Y, si sí, ¿qué tipo de animal? ¿Un jabalí?
Francine volvió a sentarse en la cama, con lágrimas en los ojos y los pies en alto, lejos del suelo. Lo ideal habría sido instalarse en el hotel hasta que el piso estuviera a punto. Pero había echado cuentas y salía demasiado caro.
Francine se frotó los ojos y se puso las zapatillas. Había aguantado treinta y cinco años en esa granja asquerosa, así que bien podría aguantar otros dos meses. No le quedaba otro remedio. Esperar y contar los días. Dentro de un rato, se dijo para animarse, estaría en la farmacia. Y esa noche, después de tapar el agujero de debajo de la ventana, subiría a su cama con el café con ron para ver una película.