VIII

En lo que tardó en recorrer los ciento treinta y seis kilómetros que lo llevaban al pueblo de Haroncourt, en el departamento del Eure, la ropa de Adamsberg se había secado en el coche. Sólo tuvo que alisársela con la palma de la mano antes de volvérsela a poner y encontrar un bar donde resguardarse del frío hasta la hora de su cita. Sentado en una banqueta desgastada, frente a una cerveza, el comisario examinaba el grupo que acababa de invadir ruidosamente el local, arrebatándolo del estado de duermevela.

– ¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó un hombre alto y rubio levantándose la gorra con el pulgar.

Tanto si el otro quiere como si no, pensó Adamsberg, se lo dirá.

– Asuntos como éste, ¿sabes qué? -insistió el hombre.

– Que dan sed.

– Exactamente, Robert -aprobó su vecino llenando los seis vasos con gesto amplio.

O sea que el alto y rubio, robusto como un tronco, se llamaba Robert. Y tenía sed. Empezaba el momento del aperitivo, cabezas hundidas entre los hombros, brazos cerrados alrededor de los vasos, barbillas ofensivas. La hora de la majestuosa reunión de los hombres cuando suena el ángelus en el pueblo, la hora de las sentencias y de los asentimientos, la hora de la retórica rural, augusta e irrisoria. Adamsberg se lo sabía de memoria. Había nacido con su estribillo, había crecido con su música solemne, conocía su ritmo y sus temas, sus variaciones y contrapuntos, conocía a sus protagonistas. Robert acababa de tocar las primeras notas de violín, y cada instrumento se colocaba inmediatamente en su sitio según un orden inmutable.

– Y te diré otra cosa -anunció el hombre que tenía a su izquierda-. No sólo dan sed, también dan vértigo.

– Exactamente.

Adamsberg se volvió para ver mejor al que tenía la función humilde pero necesaria de marcar, como con una nota de contrabajo, cada giro de la conversación. Bajito y delgado, era el más débil de todos. Como tenía que ser, allí y en todas partes.

– El que lo haya hecho -enunció un grandullón encorvado desde el extremo de la mesa- no es un hombre.

– Es un animal.

– Peor que un animal.

– Exactamente.

Introducción del tema. Adamsberg sacó su libreta, todavía abarquillada por la humedad, y se puso a dibujar los rostros de cada uno de los actores. Caras de normandos, no cabía duda. Encontraba en ellos los rasgos de su amigo Bertin, descendiente de Thor, dios del trueno, que regentaba un café en una plaza de París. Todos tenían mandíbulas cuadradas y pómulos altos, todos tenían el pelo claro y la mirada azul pálido y huidiza. Era la primera vez que Adamsberg ponía los pies en la tierra de las praderas empapadas de Normandía.

– Para mí -prosiguió Robert-, ha sido un joven. Un obseso.

– Un obseso no tiene por qué ser joven.

Contrapunto lanzado por el mayor de todos, el que presidía la mesa. Los rostros se volvieron, apasionados, hacia el veterano.

– Eso es discutible -gruñó Robert.

Robert tenía, pues, el papel difícil, pero igualmente indispensable, de contradecir al veterano.

– No es discutible -replicó el viejo-. Pero lo que sí es verdad es que el que lo haya hecho es un obseso.

– Un salvaje.

– Exactamente.

Repetición del tema y desarrollo.

– Porque hay matar y matar -intervino el que estaba sentado al lado de Robert, menos rubio que los demás.

– Eso es discutible -dijo Robert.

– No es discutible -zanjó el abuelo-. El tipo que haya hecho eso lo que quería era matar, y punto. Dos disparos en el costado y ya está. Ni siquiera se llevó carne. ¿Sabes cómo lo llamo yo?

– Un asesino.

– Exactamente.

Adamsberg había dejado de dibujar, y permaneció atento. El viejo se volvió hacia él y le echó una mirada de rondón.

– Al fin y al cabo -dijo Robert-, Brétilly tampoco es del todo nuestra zona, está a treinta kilómetros. Entonces, ¿por qué hablamos de eso?

– Porque es una deshonra, Robert, por eso.

– Para mí que no es de Brétilly. Eso lo ha hecho un parisino. Angelbert, ¿no te parece?

O sea que el veterano que presidía la mesa se llamaba Angelbert.

– Hay que reconocer que en París tienen más obsesos que en cualquier otro sitio -dijo.

– Con la vida que llevan…

Se estableció un silencio alrededor de la mesa y algunos rostros miraron fugazmente a Adamsberg. Es inevitable, a la hora de la reunión de los hombres, que el intruso sea descubierto, sopesado, y luego rechazado o acogido. En Normandía como en todas partes, y quizá peor que en otras partes.

– ¿Por qué tengo que ser parisino? -preguntó Adamsberg en tono tranquilo.

El abuelo señaló con la barbilla hacia el libro que había en la mesa del comisario, junto al vaso de cerveza.

– El billete. Con que marca la página. Es un billete de metro de París. Sabemos reconocer.

– No soy parisino.

– Pero no es de Haroncourt.

– De los Pirineos, de la montaña.

Robert alzó una mano y la dejó caer pesadamente sobre la mesa.

– Un gascón -concluyó, como si una capa de plomo acabara de caer sobre la mesa.

– Un bearnés -precisó Adamsberg.

Inicio del juicio y deliberación.

– Pues no será que nunca han dado guerra los montañeses -opinó Hilaire, un viejo menos viejo pero calvo que estaba sentado al otro extremo de la mesa.

– ¿Cuándo? -preguntó el más moreno.

– Déjalo, Oswald, fue hace tiempo.

– Y los bretones, peor incluso. ¿O es que son los bearneses los que nos quieren quitar el Monte Saint-Michel?

– No -reconoció Angelbert.

– Lo que está claro -aventuró Robert examinándolo- es que no tiene pinta de salir de un drakkar. ¿De dónde salen los bearneses?

– De la montaña -contestó Adamsberg-. La montaña los escupió en un chorro de lava, cayeron por las laderas y se solidificaron, y así nacieron los bearneses.

– Claro -dijo el que tenía la misión de marcar.

Los hombres esperaban, exigiendo en silencio conocer las razones de la presencia de un extraño en Haroncourt.

– Busco el palacio.

– Puede ser. Dan un concierto esta noche.

– Acompaño a una persona de la orquesta.

Oswald sacó el periódico municipal de su bolsillo interior y lo desplegó con cuidado.

– Aquí hay una foto de la orquesta -dijo.

Invitación a acercarse a la mesa. Adamsberg cruzó los pocos metros con el vaso en la mano y observó la página que le enseñaba Oswald.

– Aquí está -dijo poniendo un dedo en el periódico-, la de la viola.

– ¿La guapa?

– Sí.

Robert volvió a servir, tanto para marcar la importancia de la pausa como para tomarse otra ronda. Un problema arcaico atormentaba ahora a la asamblea de hombres: qué podía ser esa mujer para el intruso. ¿Amante? ¿Esposa? ¿Hermana? ¿Amiga? ¿Prima?

– Y la acompaña -repitió Hilaire.

Adamsberg asintió. Le habían dicho que los normandos nunca hacen preguntas directas, leyenda creía él, pero tenía ante sus ojos una pura demostración de ese orgullo del silencio. Hacer demasiadas preguntas es descubrirse, y descubrirse es dejar de ser un hombre. Sin recursos, el grupo se volvió hacia el veterano. Angelbert hizo crujir su barbilla mal afeitada rascándosela con las uñas.

– Porque es su mujer -afirmó.

– Lo fue -dijo Adamsberg.

– Pero usted la acompaña de todos modos.

– Por cortesía.

– Claro -dijo el marcador.

– A las mujeres -prosiguió Angelbert en voz baja-, un día las tienes y al día siguiente ya no las tienes.

– Cuando las tienes, ya no las quieres -comentó Robert-; y cuando ya no las tienes, vuelves a quererlas.

– Las pierdes -confirmó Adamsberg.

– A saber cómo -aventuró Oswald.

– Por descortesía -explicó Adamsberg- En lo que a mí respecta, por lo menos.

Ahí tenían a un tipo que no se salía por la tangente y a quien las mujeres habían traído quebraderos de cabeza, lo que sumaba dos puntos a favor en el grupo de los hombres. Angelbert le señaló una silla.

– Tendrás tiempo de sentarte un rato, ¿no? -sugirió.

Comienzo del tuteo, aceptación provisional del montañés en la asamblea de normandos del llano. Deslizaron hacia él un vaso de vino blanco. La reunión de hombres contaba esa noche con un nuevo miembro, suceso que sería abundantemente comentado al día siguiente.

– ¿A quién han matado? En Brétilly -preguntó Adamsberg tras haber tomado el número de tragos necesario.

– ¿Matado? Querrás decir destrozado. Abatido como un desgraciado.

Oswald se sacó otro periódico del bolsillo y se lo pasó a Adamsberg, señalándole una foto con el dedo.

– En el fondo -dijo Robert, que seguía con su tema-, más valdría ser descortés primero y cortés después. Con las mujeres. Habría menos problemas.

– Cualquiera sabe -dijo el viejo.

– Cualquiera entiende -añadió el marcador.

Adamsberg miraba fijamente el artículo del periódico, con el ceño fruncido. Un animal rojo yacía en un charco de sangre con este comentario: «Odiosa carnicería en Brétilly». Dobló el diario para leer el título El montero mayor del Occidente.

– ¿Eres cazador? -preguntó Oswald.

– No.

– Entonces no puedes entenderlo. Un ciervo como éste, y encima un ocho puntas, no se mata así como así. Es una salvajada.

– Siete puntas -rectificó Hilaire.

– Perdona -dijo Oswald endureciendo el tono-, pero este bicho es un ocho puntas.

– Siete.

Enfrentamiento y peligro de ruptura. Angelbert tomó cartas en el asunto.

– No se distingue en la foto -dijo-. Siete u ocho.

Todos echaron un buen trago, aliviados. No es que la bronca no fuera regularmente necesaria en la música de los hombres, pero esa noche, con el intruso, había otras prioridades.

– Esto -dijo Robert señalando la foto con su grueso dedo- no lo ha hecho un cazador. El tipo no ha tocado al bicho, no lo ha despiezado, ni se ha llevado los honores ni nada.

– ¿Los honores?

– Las cuernas y las pezuñas. La anterior derecha. El tipo lo rajó por puro gusto. Un obseso. Y la pasma de Évreux ¿qué hace? Nada. Les importa un carajo.

– Porque no es un asesinato -dijo otro contradictor.

– ¿Quieres que te diga una cosa? Hombre o animal, cuando alguien es capaz de una escabechina así, es que no anda bien de la sesera. ¿Quién te dice que luego no va a matar a una mujer? Los asesinos se entrenan.

– Es verdad -dijo Adamsberg recordando sus doce ratas en el puerto de Le Havre.

– Pero en la pasma son tan gilipollas que no les cabe en la cabeza. Más cortos que los gansos.

– Bueno, sólo es un ciervo -objetó el objetor.

– Tú también estás tonto, Alphonse. Pero, si yo fuera madero, ya verías cómo buscaría a ese tipo, y echando leches.

– Yo también -murmuró Adamsberg.

– Ah, ¿lo ves? Hasta el bearnés está de acuerdo. Porque una carnicería así, escúchame bien, Alphonse, quiere decir que hay un pirado suelto por la zona. Y puedes creerme, porque nunca me he equivocado: no tardarás en oír hablar de eso.

– El bearnés está de acuerdo -añadió Adamsberg mientras el viejo le volvía a llenar el vaso.

– Ah, ¿lo ves? Y eso que el bearnés no es cazador.

– No -dijo Adamsberg-. Es madero.

Angelbert suspendió el gesto, deteniendo la botella de vino a medio camino por encima del vaso. Adamsberg lo miró. Empezaba el desafío. Con una ligera presión de la mano, el comisario dio a entender que deseaba que acabaran de llenarle el vaso. Angelbert no se inmutó.

– Aquí no nos gustan los maderos -enunció Angelbert, con el brazo todavía inmóvil.

– Ni aquí ni en ninguna parte -puntualizó Adamsberg.

– Aquí menos que en otros sitios.

– Yo no digo que me gusten los maderos, digo que lo soy.

– ¿No te gustan?

– ¿Para qué?

El viejo entornó mucho los ojos, reuniendo su concentración para ese duelo inesperado.

– Entonces ¿por qué lo eres?

– Por descortesía.

La respuesta pasó veloz por encima de las cabezas de los hombres, incluida la de Adamsberg, que habría tenido dificultades para explicar sus propias palabras. Pero ninguno se atrevió a expresar su incomprensión.

– Claro -concluyó el marcador.

Y el movimiento de Angelbert, interrumpido como un instante en pausa de una película, reanudó su curso, la mano se inclinó, y el vaso de Adamsberg acabó de llenarse.

– O por esto -añadió Adamsberg señalando el ciervo destripado-. ¿Cuándo fue?

– Hace un mes. Quédate con el periódico si te interesa. A la pasma de Évreux le importa un carajo.

– Tontos -dijo Robert.

– ¿Qué es esto? -preguntó Adamsberg mostrando una mancha junto al venado.

– El corazón -dijo Hilaire con asco-. Le metió dos balas en el cuerpo, le arrancó el corazón con un cuchillo y se lo dejó hecho papilla.

– ¿Es una tradición? ¿Lo de arrancar el corazón al ciervo?

Hubo un nuevo movimiento de indecisión.

– Explícaselo, Robert -ordenó Angelbert.

– La verdad es que me asombra que no sepas nada de caza siendo montañés.

– Acompañaba a los adultos cuando salían -reconoció Adamsberg-. Hice los puestos de tiro al vuelo, como todos los niños.

– Menos mal.

– Pero nada más.

– Cuando has matado al ciervo -expuso Robert-, lo desuellas para colocarlo encima de la piel. En eso, le cortas los honores y los cuartos traseros. Las entrañas no las tocas. Le das la vuelta y le sacas los lomos, y luego le cortas la cabeza, por la cuerna. Cuando has acabado, envuelves el animal en su piel.

– Exactamente.

– Pero no le quitas el corazón, rediez. Antes sí, había quien lo hacía. Pero hemos evolucionado. Ahora el corazón se lo queda la bestia.

– ¿Quién lo hacía?

– Déjalo, Oswald, eso era hace tiempo.

– Ése lo único que quería era matar y mutilar -dijo Alphonse-. Ni siquiera se llevó las cuernas. Y eso que las cuernas son lo único que quieren los que no tienen ni idea.

Adamsberg alzó la mirada hacia una gran cornamenta colgada en la pared del café, encima de la puerta.

– No -dijo Robert-. Ésa es una merda.

Una mierda, tradujo Adamsberg.

– Habla más bajo -dijo Angelbert señalando la barra, donde el dueño echaba una partida de dominó con dos jóvenes demasiado inexpertos para integrarse en el grupo de los hombres.

Robert echó una mirada al dueño y volvió hacia el comisario.

– Es un forano -explicó en voz baja.

– ¿O sea?

– Que no es de aquí. Es de Caen.

– ¿Y Caen no está en Normandía?

Hubo miradas, gestos. ¿Era apropiado informar al montañés acerca de un tema tan íntimo? ¿Tan doloroso?

– Caen está en la Baja Normandía -explicó Angelbert-. Aquí estamos en la Alta Normandía.

– ¿Y eso es importante?

– Digamos que no se compara. La auténtica Normandía es la alta, es ésta.

Su dedo torcido señalaba la madera de la mesa, como si la Alta Normandía acabara de reducirse al tamaño de un café de Haroncourt.

– Eso sí -completó Robert-, allá en Calvados te dirán lo contrario. Pero no te lo creas.

– Bien -prometió Adamsberg.

– Y además, a ellos, los pobres, les llueve todo el rato.

Adamsberg miró las ventanas, por las cuales corría la lluvia sin cesar.

– Hay lluvias y lluvias -explicó Oswald-. Aquí no llueve, aquí moja. ¿No hay de eso en tu tierra? ¿Foranos?

– Sí -reconoció Adamsberg-. Hay tensiones entre el valle de Pau y el valle de Ossau.

– Ya -confirmó Angelbert como si estuviera al corriente de ese hecho.

Aunque acostumbrado a la pesada música del ritual de los hombres, Adamsberg comprendía que la conversación de los normandos, conforme a su fama, era más ardua que en otros sitios. Taciturnos. Aquí, las frases brotaban con dificultad, prudentes, suspicaces, tanteando el terreno a cada palabra. No se hablaba fuerte, no se abordaban los temas abiertamente. Se daban rodeos, como si plantear un tema sin más hubiera sido tan indelicado como echar sobre la mesa una pieza de carnicería.

– ¿Por qué es una mierda? -preguntó Adamsberg señalando la cuerna colgada encima de la puerta.

– Porque es de desmogue. Eso sólo vale para decorar y para fardar. Ve a echarle una ojeada si no me crees. Se le ve en la base del hueso.

– ¿Es hueso?

– Desde luego no tienes ni idea -dijo con tristeza Alphonse, como lamentando que Angelbert hubiera introducido a ese ignorante en el grupo.

– Es hueso -confirmó el viejo-. Es el cráneo del animal, que crece hacia fuera. Sólo les pasa a los cérvidos.

– ¿Te imaginas que nos creciera el cráneo hacia fuera? -dijo Robert, soñador durante unos instantes.

– ¿Con las ideas por encima? -dijo Oswald con una tenue sonrisa.

– Pues las tuyas no pesarían mucho.

– Sería muy práctico para la pasma -observó Adamsberg-, pero peligroso. Se vería todo lo que uno piensa.

– Exactamente.

Hubo una pausa meditativa, destinada también a la tercera ronda.

– ¿De qué entiendes tú? Además de entender de pasma -preguntó Oswald.

– No hagas preguntas -ordenó Robert-. Entiende de lo que le da la gana. ¿Te ha preguntado él a ti de qué entiendes?

– De mujeres -dijo Oswald.

– Pues él también. Si no, no habría perdido a la suya.

– Exactamente.

– Entender de mujeres y entender de amores no tiene nada que ver. Sobre todo con las mujeres.

Angelbert se irguió, como ahuyentando recuerdos.

– Explícaselo -dijo haciendo una seña a Hilaire y golpeando con el dedo la foto del ciervo destripado.

– El macho muda las cuernas todos los años.

– ¿Para qué?

– Porque le molestan. Lleva las cuernas para luchar, para ganar hembras. Cuando eso se acaba, se le caen.

– Qué lástima -dijo Adamsberg-. Es bonito.

– Como todo lo que es bonito -dijo Angelbert-, es complicado. Tienes que entender que pesan y que se enganchan en las ramas. Después de la berrea, se le caen solas.

– Como quien deja la artillería, por ejemplo. Tiene las mujeres, y suelta las armas.

– Son complicadas, las mujeres -dijo Robert, siguiendo con su idea.

– Pero bonitas.

– Es lo que te decía -murmuró el viejo-. Cuanto más bonita es una cosa, más complicada. No se puede entender todo.

– No -dijo Adamsberg.

– A saber.

Cuatro de los hombres tomaron un trago al mismo tiempo, sin concertarse.

– Se le caen, y son cuernas de desmogue -prosiguió Hilaire-. Las recoges en el bosque como se recoge una seta. En cambio, las cuernas de caza las sierras en la bestia que has matado. ¿Entiendes? Es algo vivo.

– Y el asesino pasa de las cuernas vivas -dijo Adamsberg volviendo a la imagen del ciervo destripado-. Sólo le interesa la muerte. O el corazón.

– Exactamente.

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