XVIII

Después de relevar al equipo de noche, Mordent y Lamarre, con mascarillas para respirar, acababan de extraer los sedimentos que habían caído en el ataúd. Adamsberg, de rodillas en el borde del hoyo, pasaba los cubos a Justin. Danglard se había instalado a cincuenta metros de las operaciones, sentado en la lápida de una tumba alta, con las piernas cruzadas a la manera un lord inglés, entrenándose en cuestión de despreocupación. Se había quedado allí, conforme a su palabra, pero lejos. A medida que la realidad iba haciéndose más opresiva, Danglard iba desarrollando la elegancia, el dominio de sí mismo combinado con cierto culto a la irrisión. El comandante siempre había contado con su ropa de corte británico para compensar su falta de garbo. A su padre -sin contar a su abuelo-, minero en Le Creusot, le habría horrorizado este tipo de práctica. Pero su padre debería haberse esforzado en hacerlo menos feo: uno recoge lo que siembra, en sentido literal. Danglard se sacudió las solapas. Si él hubiera poseído una sonrisa ladeada en una mejilla tierna, como el Nuevo, habría arrancado a Retancourt de su atracción hacia Adamsberg. Demasiado gorda, decían los demás hombres de la Brigada; impracticable, añadían con crueldad en la Brasserie des Philosophes. Danglard, en cambio, la encontraba perfecta.

Desde su puesto de observación, vio a la forense bajar a su vez al hoyo, por una escalera. Se había puesto un mono verde por encima de la ropa, pero no se había molestado en ponerse una mascarilla, igual que habría hecho Romain. Esos forenses siempre lo habían asombrado, casi siempre serenos, dando palmadas en el hombro a los muertos con desenvoltura, a veces pueriles y joviales pese a frecuentar una abominación permanente. Pero, en realidad, analizaba Danglard, se trataba de profesionales aliviados de no tener que enfrentarse a la angustia de los vivos. Se podía encontrar mucha tranquilidad en esa rama de la medicina muerta.


Había anochecido, y la doctora Lagarde acababa su trabajo a la luz de los proyectores. Danglard la vio subir por la escalera sin esfuerzo, quitarse los guantes, tirarlos descuidadamente al montón de tierra, aproximarse a Adamsberg. Le pareció, de lejos, que Retancourt estaba mohína. La familiaridad que unía al comisario y a la forense la irritaba visiblemente. Más aún teniendo en cuenta que el renombre de Ariane Lagarde era considerable. Y que, incluso con un mono sucio de tierra, estaba muy guapa. Adamsberg se quitó la mascarilla y condujo a la doctora detrás de la tumba.

– Jean-Baptiste, aquí sólo hay la cabeza de una mujer muerta hace tres o cuatro meses. No ha habido mutilación ni violencia post mórtem. Todo está en su sitio y todo está intacto. No sobra ni falta nada. No te invito a mandarla al Instituto porque no encontraremos nada más que un cadáver.

– Quiero comprender, Ariane. Los profanadores recibieron mucho dinero por abrir esta tumba. Los mataron para que no hablaran. ¿Por qué?

– No persigas el viento. Los deseos de los locos no siempre resultan visibles a nuestros ojos. Compararé la tierra con la de las uñas de Diala y La Paille. ¿Has tomado muestras?

– Cada treinta centímetros.

– Perfecto. Deberías ir a cenar y a dormir, créeme. Te acompaño.

– El asesino quiso recuperar algo de este cuerpo, Ariane.

– La asesina quiso. Es una mujer, maldita sea.

– Pongamos que lo sea.

– Estoy segura, Jean-Baptiste.

– La altura del agresor no basta.

– Tengo otros indicios coincidentes.

– Pongamos que es así. La homicida quiso recuperar algo de ese cuerpo.

– Pues se lo llevó. Y la pista se para aquí.

– Si la muerta hubiera llevado pendientes, ¿lo habrías visto? ¿Habrías visto agujeros en las orejas?

– A estas alturas, Jean-Baptiste, ya no hay orejas.

Uno de los proyectores estalló de repente en la noche, con un hilillo de humo, como indicando a todos que el espectáculo macabro tocaba a su fin.

– ¿Recogemos? -preguntó Voisenet.

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