V

La doctora Lagarde había complicado las cosas reclamando una gota de leche de almendras para mezclar con su cortado doble. Pero, por fin, las consumiciones acabaron llegando a la mesa.

– ¿Qué le ha pasado al doctor Romain? -preguntó mientras daba vueltas al líquido espeso.

Adamsberg alzó las manos en gesto de ignorancia.

– Tiene vapores. Como una mujer del siglo pasado.

– Vaya. ¿De dónde sacas ese diagnóstico?

– Del propio doctor Romain. No tiene depresión, no tiene patología. Pero se arrastra de un sofá a otro, entre siestas y crucigramas.

– Vaya -repitió Ariane frunciendo el ceño-. Y eso que Romain es un hombre activo, y un forense muy capaz. Le gusta su trabajo.

– Sí. Pero tiene vapores. Estuvimos dudando mucho tiempo antes de sustituirlo.

– ¿Y por qué me has hecho venir?

– Yo no te he hecho venir.

– Me han dicho que la Brigada de París me reclamaba a voz en grito.

– No fui yo, pero me vienes al pelo.

– Para quitarles esos dos chicos a los estupas.

– Según Mortier, no son dos chicos. Son dos pringados, y uno de ellos negro. Mortier es el jefe de los estupas, no nos llevamos bien.

– ¿Por eso no quieres pasarle los cuerpos?

– No, no soy adicto a los cadáveres. Pero se da la circunstancia de que estos dos son cosa mía.

– Ya me lo has dicho. Cuéntame.

– No se sabe nada. Los mataron la noche del viernes al sábado en Porte de la Chapelle. Para Mortier, eso significa necesariamente drogas. De hecho, para Mortier, los negros sólo se dedican a la droga, hasta se pregunta si saben hacer otra cosa en la vida. Y está esa marca de pinchazo en el brazo.

– Ya lo he visto. Los análisis no han dado ningún resultado. ¿Qué esperas de mí?

– Que busques y me digas lo que había en la jeringuilla.

– ¿Por qué rechazas la hipótesis de la droga? No será porque no la hay en La Chapelle.

– La madre del negro asegura que su hijo no la tocaba. Ni consumía ni vendía. La del blanco no sabe.

– ¿Tú sigues creyendo en la palabra de las ancianas madres?

– La mía siempre dijo de mí que tenía la cabeza como un colador, que hasta se podía oír el viento entrar por un lado y salir por el otro, silbando. Tenía razón. Además, ya te lo he dicho: los dos tienen las uñas sucias.

– Como todos los indigentes del Mercado de las Pulgas.

Ariane decía «indigentes» con ese tono de compasión propio de los grandes indiferentes, para quienes la miseria es un hecho y no un problema.

– No es mugre, Ariane, es tierra. Y esos tipos no cuidaban ningún jardín. Vivían en habitaciones destartaladas, sin luz y sin calefacción, de las que la ciudad ofrece a los necesitados. Con sus ancianas madres.

La mirada de la doctora Lagarde se había posado en la pared. Cuando Ariane observaba un cadáver, sus ojos se reducían a una posición fija, como mudándose en lentes de microscopio de alta precisión. Adamsberg estaba convencido de que, si hubiera examinado sus pupilas en ese instante, habría visto los dos cuerpos perfectamente dibujados, el blanco en el ojo izquierdo, el negro en el derecho.

– Puedo decirte al menos una cosa que podría ayudarte, Jean-Baptiste. Los mató una mujer.

Adamsberg dejó la taza en la mesa, preguntándose si valía la pena llevar la contraria a la forense por segunda vez en su vida.

– Ariane, ¿has visto el formato de esos hombres?

– ¿Qué crees que miro en la morgue? ¿Mis recuerdos? He visto a esos tipos. Dos gigantes capaces de levantar un armario con la punta de un dedo. Aun así, a los dos los mató una mujer.

– Explícame.

– Vuelve esta noche. Tengo dos o tres cosas que comprobar.

Ariane se levantó, se puso sobre el traje de chaqueta la bata que había dejado en el perchero. A los dueños de los cafés cercanos a la morgue no les gustaba ver llegar a los médicos. Incomodaba a los clientes.

– No puedo. Esta noche voy a un concierto.

– Pues pásate después del concierto. Trabajo hasta tarde, acuérdate.

– No puedo, es en Normandía.

– Vaya -dijo Ariane interrumpiendo su gesto-. ¿Cuál es el programa?

– Ni idea.

– ¿Y vas hasta Normandía a escuchar música sin saber qué es? ¿O es que sigues a una mujer?

– No la sigo, la acompaño cortésmente.

– Vaya. Pues pasa por la morgue mañana. Por la mañana no. Por las mañanas duermo.

– Lo recuerdo. Nunca antes de las once.

– Nunca antes de las doce. Con el tiempo, todo se acentúa.

Ariane volvió a sentarse en una esquina de la silla, en posición provisional.

– Hay algo que me gustaría decirte, pero no sé si tengo ganas.

Los silencios nunca habían incomodado a Adamsberg, por largos que fueran. Esperó mientras dejaba discurrir sus pensamientos hacia el concierto de esa noche. Pasaron cinco minutos, o diez, no lo supo.

– Siete meses después -dijo Ariane súbitamente decidida-, el asesino lo confesó todo.

– Te refieres al tipo de Le Havre -completó Adamsberg alzando la mirada hacia la forense.

– Sí, del hombre de las doce ratas. Se ahorcó en su celda a los diez días de su confesión. Tú tenías razón.

– Y eso no te gustó.

– No, y a mis superiores todavía menos. No me ascendieron, y tuve que esperar cinco años más. Supuestamente tú me habías traído la solución en bandeja, supuestamente yo no había querido saber nada.

– Y no me avisaste.

– Ya no sabía tu nombre, te había borrado, te había tirado lejos, como tu vaso.

– Y todavía me guardas rencor.

– No. Gracias a la confesión del hombre de las ratas, empecé mis investigaciones sobre la disociación. ¿No has leído mi libro?

– Por encima -contestó Adamsberg, evasivo.

– Yo creé el término: los asesinos disociados.

– Sí -rectificó Adamsberg-, me han hablado de eso. Personas partidas en dos pedazos.

La doctora torció el gesto.

– Digamos más bien individuos compuestos de dos partes no encajadas, una que mata y otra que vive con normalidad, ignorándose ambas de forma más o menos perfecta. Hay muy pocos. Por ejemplo, esa enfermera detenida en Asnières hace dos años. Estos asesinos, peligrosos, reincidentes, son casi imposibles de descubrir. Son insospechables, incluso para ellos mismos, y tremendamente cautos en la acción debido a lo mucho que temen que su otra mitad los descubra.

– Recuerdo a esa enfermera. Según tú, ¿era una disociada?

– Casi impecable. Si no se hubiera dado de bruces con un policía genial, habría seguido con sus asesinatos hasta el fin de sus días, y sin sospecharlo siquiera. Treinta y dos víctimas en cuarenta años, y sin pestañear.

– Treinta y tres -rectificó Adamsberg.

– Treinta y dos. Estoy bien situada para saberlo, hablé con ella horas y horas.

– Treinta y tres, Ariane. La detuve yo.

La forense vaciló, y sonrió.

– Decididamente… -dijo ella.

– Y cuando el asesino de Le Havre destripaba ratas, ¿era el otro? ¿Era la parte número dos? ¿La parte asesina?

– ¿Te interesa la disociación?

– Esa enfermera me preocupa, y el asesino de Le Havre es mío hasta cierto punto. ¿Cómo se llamaba?

– Hubert Sandrin.

– Y cuando confesó, ¿también era el otro?

– Eso es imposible, Jean-Baptiste. El otro no se denuncia nunca.

– Pero la parte número uno tampoco podía hablar si no sabía nada.

– Ahí está la cosa. Durante unos instantes, la disociación dejó de funcionar, la barrera estanca entre ambos hombres se resquebrajó, como una grieta en un muro. A través de esa hendidura, Hubert número uno vio al otro, a Hubert número dos, y el espanto se le vino encima.

– ¿Eso puede pasar?

– Casi nunca. Pero la disociación no suele ser perfecta. Siempre hay escapes. Palabras disparatadas que saltan de un lado al otro del muro. El asesino no se da cuenta, pero el analista puede fijarse en ellas. Y si el salto es demasiado violento, puede producirse una ruptura del sistema, una quiebra de la personalidad. Eso es lo que le pasó a Hubert Sandrin.

– ¿Y la enfermera?

– Su muro aguanta. No sabe lo que hizo.

Adamsberg pareció reflexionar, pasándose un dedo por la mejilla.

– Me extraña -dijo con suavidad-. Me dio la impresión de que sabía por qué la detenía. Aceptaba todo sin decir nada.

– Una parte de ella, sí, eso explica su consentimiento. Pero no recordaba nada de sus actos.

– ¿Supiste cómo descubrió el asesino de Le Havre a Hubert número dos?

Ariane sonrió francamente, dejando caer la ceniza en el suelo.

– Gracias a ti y a tus doce ratas. En esa época, la prensa local publicó tus divagaciones.

– Lo recuerdo.

– Y Hubert número dos, el asesino, llamémoslo Omega, había conservado los recortes de periódico a salvo de la mirada de Hubert número uno, el hombre normal, llamémoslo Alfa.

– Hasta que Alfa descubrió los recortes de prensa escondidos por Omega.

– Eso es.

– ¿Dirías que Omega lo quiso así?

– No. Lo que pasa es que Alfa se mudó de casa. Los artículos se le cayeron del armario. Y todo estalló.

– Sin mis ratas -resumió Adamsberg con suavidad-. Sandrin no se habría denunciado. Sin él, no habrías trabajado sobre la disociación. Todos los psiquiatras y los policías de Francia han oído hablar de tus investigaciones.

– Sí -admitió Ariane.

– Me debes una cerveza.

– Sin duda.

– En los muelles del Sena.

– Si quieres.

– Y no les pasas esos dos tipos a los estupas, por supuesto.

– Son los cuerpos los que deciden, Jean-Baptiste, ni tú ni yo.

– La jeringuilla, Ariane. Y la tierra. Vigílame esa tierra. Y confírmame que lo es.

Se levantaron a la vez, como si la frase de Adamsberg hubiera dado la señal de salida. El comisario caminaba por la calle como en un paseo sin rumbo, y la forense trataba de seguir ese ritmo demasiado lento, con el pensamiento ya proyectado hacia las autopsias en espera. La preocupación de Adamsberg se le escapaba.

– Esos cuerpos te preocupan, ¿verdad?

– Sí.

– No sólo por los estupas…

– No, es sólo…

Adamsberg se interrumpió.

– Yo me voy hacia allí, Ariane, nos vemos mañana.

– ¿Es sólo…? -insistió la doctora.

– No te ayudará en tu análisis.

– De todos modos.

– Es sólo una sombra, Ariane, una sombra inclinada sobre ellos, o sobre mí.

Ariane miró a Adamsberg alejarse por la avenida, silueta ondulante insensible a los transeúntes. Reconocía ese andar, veintitrés años después. La voz suave, los gestos pausados. Ella no le había prestado atención cuando era joven, no había adivinado nada, no había entendido nada. Si pudiera volver a empezar, escucharía de otra manera su historia de ratas. Metió las manos en los bolsillos de la bata y se fue hacia los dos cuerpos que la esperaban para pasar a la Historia. Era sólo una sombra, inclinada sobre ellos. Esa absurdidad, ahora la podía entender.

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