XXXV

La teniente Froissy, discreta, silenciosa y dulce hasta el anonimato, rostro bastante banal para un cuerpo tan llamativo, tenía tres particularidades visibles. Por una parte, devoraba desde la mañana hasta la noche sin engordar, por otra parte, practicaba la acuarela, única fantasía que se le conocí.

Adamsberg, que llenaba libretas enteras de dibujos durante los coloquios, tardó más de un año en interesarse por las obritas de Froissy. Una noche de la primavera anterior, había hurgado en el armario de la teniente en busca de comida. El despacho de Froissy estaba considerado por todos como una reserva alimentaria de seguridad, donde podía encontrarse gran variedad de productos -fruta fresca, frutos secos, galletas, lácteos, cereales, paté de campaña, lukums- siempre disponible en caso de hambre imprevista. Froissy no ignoraba esas incursiones y proveía en consecuencia. En su búsqueda, Adamsberg se había interrumpido para hojear un paquete de acuarelas, descubriendo la negrura de los temas y de los colores, siluetas desoladas y paisajes descorazonadores bajo cielos sin salida. Desde entonces, a veces intercambiaban sin decirse nada unos dibujos de un despacho a otro, metidos en algún informe. Como tercera característica, Froissy, diplomada en electrónica, había trabajado ocho años en los servicios de emisión-recepción, o sea en las escuchas, llevando a cabo auténticas hazañas de velocidad y eficacia.

Se reunió con Adamsberg a las siete de la mañana, a la hora de la apertura del pequeño bar un poco cutre que había en frente de la Brasserie des Philosophes. Opulenta y burguesa, la Brasserie no abría el ojo hasta las nueve de la mañana; en cambio, el café proletario levantaba la persiana al alba. Los cruasanes acababan de llegar en una caja, sobre la barra, y Froissy aprovechó para un segundo desayuno.

– La operación es ilegal, evidentemente -dijo Froissy.

– Está claro.

Froissy torcía el gesto, dejando que su cruasán se ablandara en la taza de té.

– Tengo que saber más -dijo.

– Froissy, no puedo arriesgarme a que se introduzca una oveja negra en la Brigada.

– ¿Para hacer qué?

– Eso es lo que no puedo decirle. Si me equivoco, lo olvidamos y usted no sabrá nada.

– Sólo que habré puesto micros sin saber por qué. Veyrenc vive solo. ¿Qué espera captar escuchándolo?

– Sus conversaciones telefónicas.

– ¿Y qué? Si planea algo, no lo contará por teléfono.

– Si planea algo, se trata de algo extremadamente grave.

– Razón de más para que se calle.

– Razón de menos. Está usted pasando por alto la regla de oro del secreto.

– ¿Es decir? -preguntó Hélène recogiendo las migas de cruasán en la palma de la mano para dejar la mesa bien limpia.

– Una persona que tiene un secreto, un secreto tan importante que ha jurado por todos sus santos o por la cabeza de su madre no confiarlo nunca a nadie, lo dice obligatoriamente a otra persona.

– ¿De dónde viene esta regla?

– De la humanidad. Nadie, salvo contadísimas excepciones, consigue guardar un secreto para sí. Cuanto más grave es el secreto, más válida es la regla. Así es como los secretos huyen de sus escondites, Froissy, caminando de una persona que lo jura a otra persona que lo jura, y así sucesivamente. Al menos una persona está al corriente del secreto de Veyrenc, si es que tiene uno. Hablará a esa persona, y eso es lo que quiero oír.

Eso y más cosas, pensó Adamsberg, a quien incomodaba tener que engañar en parte a una chica tan pura como Froissy. Su decisión del día anterior seguía intacta, y le bastaba imaginar las manos de Veyrenc posarse sobre Camille y, peor aún, evidentemente, el inevitable acoplamiento, para sentir todo su ser transformarse en máquina de guerra. Respecto a Froissy, se sentía sólo un poco sucio, algo que podría tolerar.

– El secreto de Veyrenc -repitió Froissy echando limpiamente las migas en su taza vacía- ¿tiene que ver con sus poemas?

– En absoluto.

– ¿Con su pelo de tigre?

– Sí -soltó Adamsberg, consciente de que Froissy no traspasaría los límites de la legalidad sin un poco de ayuda.

– ¿Le han hecho daño?

– Es posible.

– ¿Y quiere vengarse?

– Es posible.

– ¿Mortalmente?

– No tengo ni idea.

– Ya veo -dijo la teniente volviendo a pasar la mano por la mesa en metódico barrido, un poco decepcionada de que no quedara nada que recoger-. Eso, al fin y al cabo, equivaldría también a protegerlo a él, ¿no?

– Exactamente -dijo Adamsberg encantado de que Froissy hubiera encontrado sola una buena razón para actuar mal-. Desmontamos el dispositivo, y todo el mundo sale ganando.

– Vamos allá -dijo Froissy sacando libreta y bolígrafo-. ¿Blancos? ¿Objetivos?

En un instante, la mujer discreta y moral había desaparecido dejando paso al temible técnico que era.

– Basta con que pinche su móvil. Aquí tiene su número.

Al buscar en su bolsillo el número de Veyrenc, Adamsberg encontró el frasco que le había confiado Camille. Contrariamente a su promesa, no se había acordado de poner gotas en la nariz al niño.

– Desvíe la frecuencia y coloque el receptor en mi casa.

– Estoy obligada a pasar por el material de la Brigada y, desde allí, transferir a su casa.

– ¿Dónde estará la emisora en la Brigada?

– En mi armario.

– Todo el mundo mete las narices en su despensa, Froissy.

– Me refiero a la otra despensa, a la izquierda de la ventana. Ésa está cerrada con llave.

– O sea que la primera es sólo una engañifa -dijo Adamsberg-. ¿Qué guarda en la de verdad?

– Lukums importados directamente del Líbano. Le pasaré una copia.

– De acuerdo. Aquí tiene las llaves de mi casa. Instale el transmisor en la habitación, en el primer piso, lejos de la ventana.

– Claro.

– No necesito el sonido. Necesito una pantalla para seguir sus desplazamientos.

– ¿Lejos?

– Quizá.

Saber si Veyrenc se llevaría a Camille a algún sitio. Una escapada de un par de días, una posada forestal, y el niño en la hierba jugando a sus pies. Eso, nunca. Ese maldito cabronazo de bearnés no le quitaría a Tom.

– ¿Es importante seguir los desplazamientos?

– Decisivo.

– Entonces hay que vigilarlo mejor que con su móvil. Le ponemos un GPS debajo del coche. ¿Micro también? ¿En el coche?

– Ya que estamos. ¿Cuánto tiempo necesitará?

– Estará todo listo a las cinco de la tarde.

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