LXV

– Aquí es, Veyrenc, donde vamos a acabar la historia -dijo Adamsberg deteniéndose bajo un gran nogal.

A los dos días del arresto de Ariane Lagarde, y ante el escándalo que el suceso provocaba, Adamsberg había sentido la necesidad imperiosa de ir a mojarse los pies en el agua del Gave. Había comprado dos billetes a Pau y había arrastrado a Veyrenc sin pedirle su opinión. Habían llegado al valle de Ossau, y Adamsberg había conducido a su colega por el camino de las rocas hasta la capilla de Camalès. Desembocaron en el Prado Alto. Aturdido, Veyrenc miraba el campo que lo rodeaba, las cimas de la montaña. Nunca había vuelto a ese prado.

– Ahora que nos hemos librado de la Sombra, podemos sentarnos bajo la del nogal. No demasiado tiempo, ya sabemos que es fatal. Sólo lo suficiente para acabar con la picadura. Siéntese, Veyrenc.

– ¿Allí donde estaba?

– Por ejemplo.

Veyrenc recorrió cinco metros y se sentó con las piernas cruzadas en la hierba.

– ¿Ve al quinto chaval debajo del árbol?

– Sí.

– ¿Quién es?

– Usted.

– Yo. Tengo trece años. ¿Quién soy?

– El jefe de la pandilla de la aldea de Caldhez.

– Es verdad. ¿Cómo estoy?

– De pie. Está mirando la escena sin intervenir. Tiene las manos cruzadas en la espalda.

– ¿Por qué?

– Esconde un arma, o un palo, o no sé qué.

– Anteayer vio a Ariane cuando llegó a mi despacho. Tenía las manos en la espalda. ¿Llevaba un arma?

– Eso no tiene que ver. Estaba esposada.

– Y ésa es una excelente razón para tener las manos en la espalda. Yo estaba atado, Veyrenc, como una cabra al extremo de su cuerda. Tenía las manos atadas al árbol. Espero que entienda por qué no intervine.

Veyrenc pasó la mano por la hierba varias veces.

– Dígame.

Adamsberg se apoyó en el tronco del nogal, estiró las piernas, ofreció sus brazos al sol.

– Había dos pandillas rivales en Caldhez. La de la fuente, abajo, encabezada por Fernand el Bicho, y la del lavadero, arriba, que dirigíamos mi hermano y yo. Peleas, rivalidades, conspiraciones, todo eso nos entretenía mucho. O sea, juegos de niños, con la diferencia de que, al llegar Roland y unos cuantos más, la pandilla de la fuente se transformó en un ejército de cabrones. Roland tenía intención de aplastar la pandilla del lavadero y saquear la aldea. Una guerra de bandas a escala reducida. Resistíamos como podíamos, yo lo exasperaba más que nada. El día de la expedición contra usted, Roland vino a verme con Fernand y el Gordo Georges. «Te llevamos al espectáculo, mamón», me dijo. «Abre bien los ojos y cierra bien la boca, porque, si no te achantas, te haremos lo mismo.» Me llevaron hasta el Prado Alto y me ataron al árbol. Luego se metieron en la capilla y te esperaron. Siempre pasabas por allí cuando volvías del colegio. Se lanzaron sobre ti, y ya conoces el resto de la historia.

Adamsberg se dio cuenta de que había pasado al tuteo sin querer. Los niños no se tratan de usted. En el Prado Alto, los dos eran niños.

– Ya -dijo Veyrenc torciendo el gesto, no del todo convencido-. Este mensaje es nuevo, comprended que lo estudie, ¿cómo sé que no es reflejo de un embuste?

– Yo había logrado sacarme la navaja del bolsillo trasero. Y trataba, como en las películas, de cortar la cuerda. Pero nunca estamos en una película, Veyrenc. En una película, Ariane habría confesado. En la realidad, el muro resiste. La cuerda resistía, y yo sudaba al intentar cortarla. La navaja se me escurrió y cayó al suelo. Cuando te desmayaste, me desataron a toda prisa y me llevaron corriendo al camino de las rocas. Pasó mucho tiempo antes de que me atreviera a volver al Prado Alto a buscar mi navaja. La hierba había crecido, había pasado el invierno. Busqué por todas partes, nunca la encontré.

– ¿Y es grave?

– No, Veyrenc. Pero, si la historia es verdad, hay alguna posibilidad de que la navaja no se haya movido del sitio y se haya hundido en la tierra. El canto de la tierra, Veyrenc, ¿lo recuerda? Por eso he traído un pico. Va usted a buscar la navaja. Debería seguir abierta, tal como cayó. Llevaba mis iniciales grabadas en el mango de madera barnizada: JBA.

– ¿Por qué no la buscamos juntos?

– Porque usted duda demasiado, Veyrenc. Podría acusarme de haberla dejado caer al suelo al cavar. No, voy a alejarme, con las manos en los bolsillos, y me quedaré mirándolo. Nosotros también vamos a abrir una tumba para buscar un vivo recuerdo. Pero no creo que haya podido hundirse a más de quince centímetros de profundidad.

– No puede estar aquí -dijo Veyrenc-. Alguien puede haberla encontrado unos días después y habérsela llevado.

– Se habría sabido. Recuerde que la policía buscó el nombre del quinto chaval. Si hubieran encontrado mi navaja, con mis iniciales, se me habría caído el pelo. Pero nunca identificaron al quinto, y yo callé. No podía demostrar nada. Si mi historia es verdad, la navaja debe de estar aquí, desde hace treinta y cuatro años. Yo nunca habría abandonado por iniciativa propia mi navaja. Si no la recogí fue porque no pude. Porque estaba atado.

Veyrenc vaciló, se levantó y cogió el pico, mientras Adamsberg retrocedía a unos cuantos metros de él. La superficie de la tierra estaba dura, y el teniente cavó durante más de una hora al pie del nogal, pasando regularmente los dedos por los terrones para desmoronarlos. Adamsberg lo vio soltar el pico, recoger un objeto, frotar la tierra incrustada.

– ¿La tienes? -preguntó acercándose-. ¿Se lee algo?

– JBA -dijo Veyrenc acabando de limpiar el mango con el pulgar.

Dio la navaja a Adamsberg sin decir palabra. Cuchilla oxidada, mango desconchado, huecos de las iniciales llenos de tierra, perfectamente legibles. Adamsberg la giró entre sus dedos, esa navaja, esa puñetera navaja que no había cortado la cuerda, esa puñetera navaja que no lo había ayudado a apartar a ese niño ensangrentado de las manos de Roland.

– Si la quieres, es tuya -dijo Adamsberg ofreciéndosela al teniente-. Trata de cogerla siempre por la cuchilla. Por su viril principio de nuestra impotencia de ese día.

Veyrenc asintió y la aceptó.

– Me debes diez céntimos -añadió Adamsberg.

– ¿Por qué?

– Es una tradición. Cuando uno regala un objeto cortante a alguien hay que darle diez céntimos a cambio para anular el riesgo de herida. Lamentaría que te pasara algo por mi culpa. Te quedas con la navaja, y yo con la moneda.

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