IV

El teniente Veyrenc había sido asignado a esa misión hacía tres semanas, y lo habían metido en un trastero de un metro cuadrado para garantizar la protección de una mujer joven a quien veía pasar por el rellano diez veces al día. Y esa mujer lo conmovía, y esa emoción lo contrariaba. Se revolvió en la silla buscando otra posición.

No tenía por qué preocuparse, eso no era más que un grano de arena en el engranaje, una astilla en el pie, un pájaro en el motor. El mito según el cual un solo pajarillo, por encantador que fuera, podía hacer estallar la turbina de un avión era una pura memez, una de las muchas que los hombres saben inventarse para meterse miedo. Como si no tuvieran suficientes preocupaciones. Veyrenc espantó el pájaro de un manotazo mental, destapó su estilográfica y se dedicó a limpiarla con esmero. No tenía otra cosa que hacer, de todos modos. El edificio estaba sumido en el silencio.

Volvió a tapar la estilográfica, la enganchó en su bolsillo interior y cerró los ojos. Hacía quince años, día por día, que se había quedado dormido a la sombra prohibida del nogal. Quince años de duro trabajo que nadie podría quitarle. Al despertar, se había curado la alergia a la salvia del árbol y, con el tiempo, había ido domesticando sus terrores, había trepado hasta las fuentes de los tormentos para erradicar las turbulencias. Quince años de esfuerzos para transformar a un chico de torso hundido y que escondía su cabello en un cuerpo robusto y un alma sólida. Quince años de energía para dejar de revolotear como vulnerable descerebrado por el mundo de las mujeres, que lo había dejado ahíto de sensaciones y saturado de complicaciones. Al ponerse en pie bajo ese nogal, se había declarado en huelga como un obrero exhausto, iniciando una jubilación precoz. Alejarse de las crestas peligrosas, aguar el vino de los sentimientos, diluir, dosificar, quebrar la compulsión de los deseos. Y no le iba nada mal, a su parecer, lejos de los líos y del caos, cerca de cierta serenidad ideal. Relaciones inofensivas y pasajeras, natación cadenciosa hacia su objetivo, labor, lectura y versificación, estado casi perfecto.

Había alcanzado su meta, lograr que lo destinaran a la Brigada Criminal de París, encabezada por el comisario Adamsberg. Estaba satisfecho, pero sorprendido. Reinaba en ese equipo un microclima insólito. Bajo la dirección poco perceptible de su jefe, cada agente dejaba crecer su potencial a su manera, abandonándose a humores y caprichos sin relación alguna con los objetivos establecidos. La Brigada había acumulado resultados indiscutibles, pero Veyrenc seguía siendo muy escéptico. A saber si esa eficacia era el resultado de una estrategia o un fruto caído de la providencia. Providencia que hacía la vista gorda, por ejemplo, al hecho de que Mercadet hubiera instalado cojines en el piso de arriba y durmiera allí varias horas al día, al hecho de que un gato anormal defecara sobre las resmas de papel, de que el comandante Danglard ocultara vino en el armario del sótano, de que hubiera por las mesas documentos que no tenían nada que ver con la investigación, como anuncios inmobiliarios, listas de la compra, artículos de ictiología, reproches privados, prensa geopolítica; todo el espectro de colores del arco iris, por lo poco que llevaba visto en un mes. Ese estado de cosas no parecía molestar a nadie, salvo quizá al teniente Noël, un tipo brutal que no encontraba nadie a su gusto. Y que, ya el segundo día, le había hecho una observación ofensiva sobre su pelo. Veinte años antes, eso lo habría hecho llorar, pero ahora le importaba un bledo, o casi. El teniente Veyrenc se cruzó de brazos y apoyó la cabeza en la pared. Fuerza inasequible enroscada en una materia compacta.

En cuanto al comisario, le había costado identificarlo. De lejos, Adamsberg no parecía gran cosa. Se había cruzado varias veces con ese hombre de poca estatura, cuerpo nervioso y movimientos lentos, rostro de relieves heterogéneos, ropa arrugada y mirada a juego, sin imaginar que se trataba de uno de los elementos con más fama, buena o mala, de la Brigada. Hasta sus ojos parecían no servirle para nada. Veyrenc esperaba una entrevista oficial con él desde el primer día. Pero Adamsberg no se había fijado en el teniente, mecido por algún chapoteo de pensamientos profundos o vacuos. Era posible que pasara un año entero sin que el comisario se diera cuenta de que su equipo contaba con un nuevo miembro.

Los demás agentes, por su parte, no habían dejado escapar la oportunidad de cazar al vuelo la ventaja considerable que suponía la llegada de un Nuevo. Por eso se encontraba escondido en el cuartucho, en el rellano del séptimo piso, ejerciendo una vigilancia aplastante de aburrimiento. Según las normas, deberían haberlo relevado regularmente, y así había sido al principio. Pero luego los relevos habían ido espaciándose, so pretexto de que uno era propenso a la melancolía, otro al sueño, otro a la claustrofobia, a las impaciencias, a las dorsalgias, de modo que ahora era el único en montar guardia, desde la mañana hasta la noche, sentado en una silla de madera.

Veyrenc estiró las piernas como pudo. Ése era el sino de los novatos, y le importaba poco. Con la pila de libros a sus pies, el cenicero de bolsillo en la chaqueta, la vista del cielo por el ventanuco y su estilográfica en estado de uso, casi habría podido vivir feliz allí. Mente en reposo, soledad dominada, objetivo alcanzado.

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