XVII

Danglard examinaba su postre, con el rostro opaco y pálido. Le horrorizaban las exhumaciones y demás atrocidades del oficio. El que un cavador empedernido le obligara a mirar un ataúd abierto lo ponía al borde de la explosión psíquica.

– Cómase el pastel, Danglard -insistió Adamsberg-. Necesitará azúcar. Bébase el vino.

– Hay que estar endiabladamente pirado para meter una cosa en un ataúd, maldita sea -gruñó Danglard.

– Para meterla o para recuperarla.

– Da igual. Hay suficientes escondites en el mundo para evitar ése, ¿no?

– A menos que el tipo tuviera que improvisar en el momento. A menos que tuviera que meter su depósito en el ataúd antes de que clavaran la tapa.

– Depósito lo suficientemente valioso como para tener las narices de ir a buscarlo allí dentro al cabo de tres meses -dijo Retancourt-. Dinero o droga, al final siempre llegamos a lo mismo.

– Lo que no cuadra -dijo Adamsberg- es que ese tipo estuviera pirado. Eligió la cabecera del ataúd, no el pie. En la parte de la cabeza no sólo hay menos sitio, sino que es mucho más desagradable.

Danglard asintió en silencio, sin dejar de contemplar su postre.

– Salvo si la cosa estaba ya en el ataúd -dijo Veyrenc-. Si el tipo no fue quien la puso allí, si no pudo elegir el sitio.

– ¿Por ejemplo?

– Un collar o unos pendientes que llevara la difunta.

– Los asuntos de joyas me aburren -murmuró Danglard.

– Desde que el mundo es mundo, capitán, son la razón por la cual se profanan las sepulturas. Tendremos que informarnos sobre la fortuna de esa mujer. ¿Qué ha encontrado en el registro?

– Élisabeth Châtel, soltera y sin hijos, nacida en Villebosc-sur-Risle, cerca de Ruán -recitó Danglard de corrido.

– No sé qué tienen los normandos últimamente, que no me deshago de ellos. ¿A qué hora viene Ariane?

– ¿Quién es Ariane?

– La forense.

– A las seis de la tarde.

Adamsberg deslizó el dedo por el borde de su vaso, arrancándole un gemido penoso.

– Tiene que comerse el pastel de una puñetera vez, comandante. Y no está obligado a venir con nosotros para el resto de las operaciones.

– Si usted se queda, me quedo.

– A veces, Danglard, tiene usted una mentalidad medieval. ¿Se da cuenta, Retancourt? Me quedo, se queda.

Retancourt se encogió de hombros, y Adamsberg arrancó un nuevo quejido estridente a su vaso. El televisor del café retransmitía un ruidoso partido de fútbol. El comisario miró un rato a los hombres que corrían por el césped en todas las direcciones, movimientos seguidos con pasión por los clientes, que comían con la cabeza levantada hacia la pantalla. Adamsberg nunca había entendido todo eso de los partidos. Si a unos tipos les daba la ventolera de lanzar un balón a una portería, cosa que podía entender perfectamente, ¿para qué ponerles enfrente y adrede a otra banda de tipos que les impidan lanzar la pelota a la portería? Como si no hubiera ya en la naturaleza suficientes tipos en el mundo impidiéndole a uno lanzar balones adonde le diera la gana.

– ¿Y usted, Retancourt? -preguntó Adamsberg-. ¿Se queda? Veyrenc se va. Está derrengado.

– Yo me quedo -masculló Retancourt.

– ¿Y por cuánto tiempo, Violette?

Adamsberg sonrió. Retancourt se deshizo y se rehízo la coleta, y se alejó en dirección al lavabo.

– ¿Por qué se mete con ella? -preguntó Danglard.

– Porque se me escapa.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia el Nuevo. Es fuerte, la arrastrará en su rueda.

– Eso será si él quiere.

– Precisamente, no se sabe lo que quiere. Y también va a haber que tratar de averiguarlo. Intenta lanzar su balón hacia algún sitio, pero ¿qué balón y adónde? No es el tipo de partido en que uno puede dejarse pillar desprevenido.

Adamsberg sacó su libreta, cuyas páginas se habían quedado pegadas unas a otras, escribió cuatro nombres y arrancó la hoja.

– En cuanto tenga tiempo, Danglard, infórmese sobre estos cuatro tipos.

– ¿Quiénes son?

– Son los que laceraron la cabeza a Veyrenc cuando era niño. Le dejaron unas marcas tremendas por fuera, pero son mucho peores las que le dejaron por dentro.

– ¿Qué debo buscar?

– Sólo quiero comprobar que estén bien.

– ¿Es serio?

– En principio, no. Espero que no.

– Me dijo usted que eran cinco.

– Sí, eran cinco.

– ¿Y el quinto?

– ¿Qué?

– ¿Qué hacemos con él?

– Del quinto, Danglard, ya me ocuparé yo mismo.

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