LII

Las campanas al vuelo de la iglesia despertaron a Adamsberg a las doce. No hay paraíso para los dormijosos, le decía su madre. Llamó inmediatamente al hospital y escuchó el informe de Lavoisier, positivo.

– ¿Habla? -preguntó Adamsberg.

– Duerme de verdad -dijo el médico-, y seguirá así bastante tiempo. Le recuerdo que sufrió también un traumatismo craneal.

– Retancourt habla en sueños.

– Sí, murmura cosas de vez en cuando. Nada consciente ni muy inteligible. No se ponga nervioso.

– Estoy tranquilo, doctor. Sólo me gustaría saber lo que murmura.

– Un poco la misma canción. Unos versos muy conocidos, ¿sabe?

¿Versos? ¿Retancourt soñaba con Veyrenc? ¿O ese tipo la había contagiado? ¿Atrapando a todas las mujeres de su entorno una tras otra?

– ¿Qué versos? -preguntó Adamsberg irritado.

– Los de Corneille, que todo el mundo conoce.

»Ver al postrer romano en su postrer suspiro,

sólo yo ser la causa y morir de deleite.

Los dos únicos versos que Adamsberg se sabía también de memoria.

– No es su estilo en absoluto -dijo-. ¿Seguro que es eso lo que murmura?

– Si supiera las cosas que llega a decir la gente bajo los erectos de los neurolépticos o de la anestesia, quedaría asombrado. He oído a auténticas meapilas soltar unas obscenidades increíbles.

– ¿Suelta obscenidades?

– Acabo de decirle que suelta versos de Corneille. No tiene nada de sorprendente. Casi siempre son recuerdos de infancia que afloran a la memoria, sobre todo recuerdos del colegio. Está repasando sus recitaciones, eso es todo. Una vez tuve un ministro que, en tres meses de coma, me repitió toda la primaria. Las tablas de restar, una tras otra. Y no se le daba nada mal.

Mientras escuchaba al médico, Adamsberg miraba fijamente un cuadrito bastante feo colgado frente a su cama, una escena forestal que representaba una cierva con su cervato bajo la enramada. Una «hembra con cría», habría dicho Robert.

– Hoy vuelvo a París -decía el médico-. Violette puede viajar, me la llevo en una ambulancia. Si nos busca, estaremos en el hospital Saint-Vincent-de-Paul al final de la tarde.

– ¿Por qué se la lleva?

– Yo no la suelto, comisario. Es un caso.


Adamsberg colgó sin despegar la mirada del cuadro. Allí estaba, la madeja enredada con el vivo de las doncellas y la cruz en la corona eterna. Permaneció un buen rato contemplando la cierva con cría, hipnotizado, captando con la punta de los dedos el elemento que le había faltado hasta entonces. Hay un hueso en el morro del cerdo. Hay un hueso en la verga del gato. Y, si no se equivocaba, y por imposible que pudiera parecer, había un hueso en el corazón del ciervo. Un hueso en forma de cruz, que lo conduciría hasta la tercera virgen.


El equipo trabajaba en la nave desde las diez de la mañana con la ayuda de dos técnicos y un fotógrafo reclutados en la Brigada de Dourdan. Lamarre y Voisenet se encargaban de las inmediaciones de la zona, en busca de huellas de neumático que pudieran haber quedado en el campo en barbecho. Mordent y Danglard se habían repartido la nave, Justin se ocupaba del reducto donde había estado encerrada Retancourt.

Adamsberg se reunió con ellos cuando empezaban a comer sentados en el campo, bajo un aceptable sol de abril, sacando sándwiches, fruta, cervezas y termos para un almuerzo perfectamente organizado por Froissy. No habían encontrado sillas en el hangar, y todos estaban sentados encima de neumáticos, formando un extraño salón circular en el prado. El gato, por su parte, desde que le prohibieron el acceso a la ambulancia de Retancourt, estaba enroscado a los pies de Danglard.

– El vehículo entró en el campo por allí -explicó Voisenet con la boca llena, señalando un punto de la carretera cantonal-. Lo aparcaron frente a la puerta lateral, al final de la nave, tras haber maniobrado marcha atrás para orientar el maletero hacia la entrada. Las plantas han crecido por todas partes, no hay ni un espacio de tierra donde encontrar huellas. Pero, por el aplastamiento de la hierba, debía de ser un furgón, probablemente de nueve metros cúbicos. No creo que la vieja disponga de un trasto así. Debió de alquilarlo. Quizá podríamos encontrar su rastro en las agencias especializadas en vehículos de carga. Una ancianita alquilando un furgón no debe de ser tan frecuente.

Adamsberg se había sentado con las piernas cruzadas en la hierba tibia, y Froissy había dispuesto a su lado una copiosa comida.

– Transporte del cuerpo muy organizado -prosiguió Mordent, que, posado sobre el neumático, cobraba realmente aires de garza en su nido-. La vieja se había llevado una carretilla, o la alquiló con el camión. Según las huellas, el camión tenía una pasarela inclinada. La enfermera sólo tuvo que hacer rodar el cuerpo por la pendiente de modo que fuera a parar a la carretilla. Luego la llevó a la nave, hasta el cuarto de herramientas.

– ¿Hay huellas de ruedas?

– Sí, cruzan toda la entrada. Allí neutralizó a los perros con carne llena de Novaxon. Luego las huellas doblan la esquina y siguen por todo el pasillo. Están parcialmente cubiertas por las de vuelta.

– ¿Y sus pasos?

– Esto le va a gustar -dijo Lamarre con la sonrisa de un niño que ha escondido su regalo para aumentar la ilusión-. La esquina del pasillo no debió de ser fácil de doblar, debió de apoyarse en la carretilla para hacerla pivotar, pisando con fuerza en la planta de los pies. ¿Ve el movimiento?

– Sí.

– Y el suelo de cemento es rasposo.

– Sí.

– Y en ese sitio hay huellas.

– De betún azul -dijo Adamsberg.

– Eso es.

– Aislada del suelo de sus crímenes -dijo lentamente el comisario-, pero dejando su rastro. Nadie es del todo una sombra. La pillaremos por su rastro azul.

– Las huellas no están completas en ningún sitio, no podemos estar seguros de la talla. Pero se trata probablemente de zapatos de mujer, sólidos, de tacón plano.

– Queda el cuchitril -dijo Justin-. Allí fue donde le inyectó la dosis de Novaxon antes de cerrar la puerta con el gancho.

– ¿Nada que señalar en el cuchitril?

Un pequeño silencio suspendió el informe de Justin.

– Sí -dijo-, la jeringuilla.

– ¿Bromea, teniente? No puede haber dejado la jeringuilla.

– Pues sí. La dejó en el suelo, sin ninguna huella, por supuesto.

– ¿O sea que ahora firma? -dijo Adamsberg levantándose, como si la enfermera lo desafiara abiertamente.

– Es lo que creemos.

El comisario dio unos pasos por el campo, con las manos a la espalda.

– Muy bien -dijo-. Acaba de cruzar un umbral. Se cree invencible y lo dice.

– Es bastante lógico -dijo Kernorkian-, en alguien que va a ingerir la vida eterna.

– Para eso tiene que cazar primero a la tercera virgen -dijo Adamsberg.

Estalère hizo la ronda de los agentes sirviendo café en los vasos de plástico que éstos le tendían. La precariedad del campamento y la ausencia de leche no le permitían llevar a cabo correctamente su ceremonia.

– La encontrará antes que nosotros -dijo Mordent.

– No es seguro -dijo Adamsberg.

Volvió al círculo de agentes y se sentó con las piernas cruzadas.

– El vivo de las doncellas -dijo- no es la cabellera de la muerta.

– Romain había resuelto eso -dijo Mordent-. La loca cortó mechones de pelo.

– Cortó mechones para despejar el acceso.

– ¿A qué?

– Al auténtico pelo de la muerte, al que sigue creciendo después de la muerte.

– ¡Claro! -dijo Danglard en una exclamación de pesar-. El vivo. Lo que persiste en crecer y vivir, incluso después de la muerte.

– Por eso, para la enfermera -dijo Adamsberg-, era indispensable volver a desenterrar a sus víctimas varios meses después. Para dar al vivo tiempo de crecer. Eso es lo que les corta, los dos o tres centímetros de pelo nuevo que ha crecido de raíz, en la tumba. Ese vivo es más que un emblema de la vida eterna. Es la concreción de la resistencia vital, es lo que se niega a detenerse después de la muerte.

– Asqueroso -dijo Noël, resumiendo la sensación general.

Froissy recogía la comida, que ya nadie tocaba.

– ¿En qué ayuda eso a identificar a la tercera doncella? -preguntó.

– Cuando se ha entendido eso, Froissy, se capta el resto en línea lógica: molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual.

– Ya estábamos de acuerdo en eso -dijo Mordent-, se trata de la Vera Cruz.

– No -dijo Adamsberg-, eso no cuadra. Como el resto del texto, este pasaje debe leerse literalmente. La cruz de Cristo no vive en Cristo, es absurdo.

Danglard, sentado de lado en el neumático, entornó los ojos, en alerta.

– La receta -prosiguió Adamsberg- dice que es una cruz que vive.

– Ahora sí que no tiene sentido -dijo Mordent.

– Una cruz que vive en un cuerpo que representa lo eterno -enunció Adamsberg articulando bien cada palabra-. Un cuerpo con corona.

– En la Edad Media -murmuró Danglard-, el animal que simbolizaba la eternidad era el ciervo.

Adamsberg, que hasta entonces no estaba seguro del todo, sonrió a su comandante.

– ¿Y por qué, capitán?

– Porque las grandes cuernas de los machos se elevan hacia el cielo. Porque esas cuernas mueren, se caen, pero vuelven a crecer cada año, como las hojas de los árboles, con una punta suplementaria, más poderosas de año en año, formando una corona. Fenómeno asombroso, asociado a la pulsión vital del animal. Se consideraba una representación de la vida eterna, constantemente renovada, constantemente aumentada, a imagen de las cuernas del ciervo. A veces se representaba con Cristo en la frente, como ciervo crucífero.

– Cuyas cuernas crecen en la cabeza -dijo Adamsberg-. Como el pelo.

El comisario pasó la mano por la hierba nueva.

– A eso se refiere la corona eterna. A la corona de las cuernas del ciervo.

– ¿Hay que poner cuerna en la mixtura?

– Si así fuera, nos faltaría la cruz. Y cada palabra de la receta cuenta, como ya hemos visto. La cruz que vive en la corona eterna. La cruz es, pues, la cruz del ciervo. Es de hueso, como las cuernas, materia incorruptible.

– Quizá la horquilla, en la parte superior de la cuerna -dijo Voisenet-. O la luchadera, que forma un ángulo con el eje de la cuerna.

– Yo no creo que las cuernas de ciervo formen una cruz -dijo Froissy.

– No -dijo Adamsberg-. Pienso que la cruz está en otra parte. Creo que hay que buscar un hueso secreto, como el hueso del gato. El hueso peneano interno concentra el viril principio. Tenemos que encontrar lo mismo en el ciervo. Un hueso en forma de cruz que resuma el principio de eternidad del ciervo, dentro de su cuerpo. Un hueso que vive.

Adamsberg miró uno tras otro a sus agentes, esperando sus respuestas.

– No veo qué puede ser -dijo Voisenet.

– Yo creo -prosiguió Adamsberg- que encontraremos ese hueso en el corazón del ciervo. El corazón es el símbolo de la vida que late. Una cruz que vive, una cruz de hueso en el corazón de un ciervo de corona eterna.

Voisenet se volvió hacia Adamsberg.

– Sí, comisario -dijo-. El único problema es que no hay huesos en el corazón del ciervo. Ni del ciervo ni de nadie. Ni en forma de cruz, ni a lo largo ni a lo ancho.

– Algo tiene que haber, Voisenet.

– ¿Por qué?

– Porque en el bosque de Brétilly, y luego en el de Opportune, alguien mató dos ciervos machos el mes pasado y los dejaron intactos en el suelo. Una única cosa: les extirparon el corazón y se lo abrieron. Esas matanzas son obra de la misma mano y las realizó en el mismo lugar, mantenido por el radio del santo, y los mataron lo más cerca posible de las dos mujeres sacrificadas. Los abatió el ángel de la muerte.

– Tiene su lógica.

– Tras la muerte de los ciervos, los abrió en un sitio determinado de su cuerpo. Eso es exactamente lo que le sucedió al gato Narciso. Los operaron, en cierto modo, con un objetivo bien definido, para extraer algo preciso. ¿Qué? La cruz que vive en la corona eterna. Es decir que se encuentra en el corazón de un ciervo, de una manera u otra.

– Es imposible -dijo Danglard-. Eso se sabría.

– No sabíamos lo del hueso del gato -observó Kernorkian-. Ni lo del morro del cerdo.

– Yo sí -dijo Voisenet-. Igual que sé que no hay ningún hueso en el corazón de un ciervo.

– Pues tendrá que haber uno, teniente.

Hubo gruñidos, gestos de duda, mientras Adamsberg se levantaba para desentumecer las piernas. No parecía evidente a los positivistas que la realidad tuviera que plegarse a las ideas flotantes del comisario, y menos hasta el punto de meter un hueso en el corazón del ciervo.

– Es al revés, comisario -insistió Voisenet-. El corazón no tiene hueso. Y, en consecuencia, hay que adaptarse a esta verdad.

– Voisenet, habrá uno, o todo deja de tener sentido. Y, si hay uno, no tenemos más que estar pendientes de la próxima muerte de ciervo. La tercera virgen que la enfermera haya elegido se encontrará en su proximidad más inmediata. La cruz del corazón tiene que estar lo más cerca posible del vivo de la doncella. Adyacente en cantidad igual. Eso no quiere decir «adjunta» en la misma cantidad, sino que tiene que ver con el lugar.

– Adyacente -dijo Danglard- significa «que yace al lado».

– Gracias, Danglard. Es bastante natural que la doncella tenga que vivir junto al ciervo. Esencias hembra y macho acopladas, que engendran vida, y en este caso vida eterna. Cuando tengamos el corazón del próximo ciervo, tendremos el nombre de la virgen entre todos los que habéis encontrado.

– Bien -admitió Justin-. ¿Cómo lo hacemos? ¿Vigilamos los bosques?

– Ya hay gente que lo hace por nosotros.

Загрузка...