XX

Veyrenc había abandonado el equipo de Montrouge a las tres de la tarde y había vuelto inmediatamente a su habitación, donde había dormido a pierna suelta. De modo que a las nueve de la noche ya estaba en pie, despejado y asaltado por odiosos pensamientos nocturnos de los que habría preferido huir. ¿Huir adónde y cómo? Veyrenc sabía que no había paso mientras la tragedia de los dos valles no tuviera su desenlace. Sólo entonces se abriría el horizonte.


Andaré más seguro si progreso despacio,

pues no hay combate alguno que la urgencia no arruine.


Muy cierto, se contestó Veyrenc, más relajado. Había alquilado un estudio amueblado por seis meses, y no había prisa. Encendió el pequeño televisor y se instaló tranquilamente. Documental de animales. Perfecto, muy bien. Veyrenc volvió a ver los dedos de Adamsberg aferrando el pomo de la puerta. Venían del valle del Gave. Veyrenc sonrió.


Y por esas palabras os vi palideciendo,

a vos que dominabais ha poco vuestro imperio,

recorriéndolo invicto, con sereno semblante,

sin mirar tan siquiera al soldado doliente.


Veyrenc se encendió un cigarrillo, colocó el cenicero en el reposabrazos. Una manada de rinocerontes pasaba con estrépito en la pantalla.


Es tarde, cuando veis vacilar vuestro trono,

para esperar clemencia del muchacho de antaño,

pues el muchacho es hombre, y el hombre se os parece.


Veyrenc se puso en pie, irritado. ¿Qué trono exactamente? ¿Qué príncipe y qué soldado? ¿Qué clemencia, qué cólera, y hacia quién? ¿Y quién vacila?

Estuvo una hora dando vueltas por la habitación antes de decidirse.

Sin preparación, sin una frase, ni un motivo. De modo que, cuando Camille le abrió la puerta, no encontró nada que decir. Creyó recordar, a posteriori, que ella parecía al corriente de que su vigilancia se había acabado, que daba la impresión de no estar sorprendida de verlo, quizá incluso de estar aliviada, como sabiendo lo inevitable, y recibiéndolo con tanta timidez como naturalidad. De lo que pasó luego se acordaba mejor. Entró, se quedó en pie delante de ella, le puso las manos en la cara, dijo -y sin duda era su primera frase- que podía volver a irse inmediatamente. Aun sabiendo ambos que no podría volver a irse en absoluto y que ese paso era ineludible. Que estaba acordado y decidido desde el primer día en el rellano. No existía la menor posibilidad de evitarlo. ¿Quién fue el primero en besar al otro? Él, probablemente, porque Camille era tan aventurera como inquieta. Veyrenc era incapaz de reconstruir con precisión ese momento inicial, salvo que persistía la sensación clara de alcanzar el objetivo. Fue él también quien dio los diez pasos hacia la cama llevándola de la mano. La había dejado a las cuatro de la madrugada, con un abrazo más comedido, sin que ninguno de los dos deseara comentar por la mañana esa unión previsible, escrita y casi muda.

Cuando llegó a su casa, el televisor seguía zumbando. Lo apagó, y la pantalla gris se tragó al mismo tiempo su quejido y su resentimiento.


¿Y bien, soldado?

¿Basta que una mujer se abandone a tu fuego

para hacerte olvidar el dolor de tu alma?


Y Veyrenc se durmió.

Camille dejó la luz encendida, preguntándose si llevar a cabo lo inevitable era un error o una idea acertada. En el amor, más vale lamentar lo que se ha hecho que lamentar lo que no se ha hecho. Sólo los bizantinos y sus proverbios pueden, a veces, arreglarle a una la vida casi a la perfección.

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