XXVIII

Tres butacas de paja y una mesita de madera formaban la recepción del hotel, en una esquina. Danglard depositó los vasos, encendió dos velas de un candelabro de cobre y abrió la botella.

– Para mí, simbólico -dijo Adamsberg apartando el vaso.

– Sólo es sidra.

Danglard se sirvió una ración realista y se sentó frente al comisario.

– Póngase a este lado, Danglard -dijo Adamsberg señalándole la butaca de su izquierda-. Y hable bajo. No hace falta que Veyrenc nos oiga desde la habitación, que está justo encima. ¿Cuáles han muerto?

– Fernand Gascaud y Georges Tressin.

– El bicho bajito y el Gordo Georges -resumió Adamsberg tirándose de la mejilla-. ¿Cuándo?

– Hace siete y tres años. Gascaud se ahogó en la piscina de un hotel de lujo, cerca de Antibes. Tressin no había tenido éxito. Malvivía en una casucha. Y estalló la bombona de gas. Ardió todo.

Adamsberg puso los pies en el borde del sillón y se abrazó las rodillas.

– ¿Por qué dice que «quedan tres»?

– Me limito a contar.

– Danglard, ¿piensa en serio que Veyrenc se ha cargado a Fernand el Bicho y al Gordo Georges?

– Solo digo que, si se producen otros tres lamentables accidentes, la banda de Caldhez habrá dejado de existir.

– Dos accidentes son posibles, ¿no?

– No lo cree en el caso de Élisabeth y Pascaline, ¿por qué lo cree en éste?

– En el caso de las dos mujeres, hay una sombra en el paisaje y montones de puntos en común. Las dos eran de la misma zona, las dos devotas, las dos vírgenes, las dos profanadas.

– Y en el caso de Fernand y Georges, el mismo pueblo, la misma banda y la misma fechoría.

– ¿Qué ha sido de los otros dos? Roland y Pierrot…

– Roland Seyre abrió una ferretería en Pau. Pierre Ancenot es guardacaza. Los cuatro seguían viéndose regularmente.

– La banda estaba muy unida.

– Lo cual significa que Roland y Pierre deben de estar al corriente de que Fernand y Georges han muerto trágicamente. Pueden suponer que algo va mal, con un poco de inteligencia.

– No es de lo que andan más sobrados.

– Entonces, sin duda habría que avisarlos. Para que estén alerta.

– Eso sería difamar a Veyrenc sin saber nada, Danglard.

– O exponer la vida de los otros dos sin mover un dedo. Cuando muera el próximo, de una bala perdida en una cacería o por el desplome de una roca en su cabeza, quizá lamente usted no haber difamado antes.

– ¿Qué es lo que le da tanta seguridad, capitán?

– El Nuevo no ha venido por nada.

– Eso está claro.

– Ha venido por usted.

– Sí.

– Estamos de acuerdo. Usted fue quien me pidió que me informara sobre esos hombres, usted fue el primero en sospechar de Veyrenc.

– ¿Qué he sospechado de él, Danglard?

– Que quería matarlo.

– O que quería comprobar algo.

– ¿Algo?

– Acerca del quinto chaval.

– Aquel del que se iba a ocupar usted personalmente.

– Eso es.

Adamsberg se interrumpió y tendió el vaso hacia la botella.

– Simbólico -dijo.

– Claro -dijo Danglard sirviéndole tres centímetros.

– El quinto, el mayor, no participó en el ataque. Durante la pelea, se mantuvo a unos cinco metros, a la sombra de un nogal, como si fuera el que mandaba, como si fuera el jefe. El que ordena con una señal sin ensuciarse las manos, ¿entiende?

– Perfectamente.

– Desde donde estaba, en el suelo, el pequeño Veyrenc no pudo distinguir su rostro con certeza.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque Veyrenc pudo nombrar a cuatro de sus agresores, pero no al quinto. Tenía sus sospechas, pero nada más. Los otros pasaron cuatro años de reeducación en un internado especializado, pero el quinto se libró.

– ¿Y cree usted que Veyrenc sólo está aquí para tener las ideas claras? ¿Para saber si usted lo conoce?

– Eso creo.

– No. Cuando me pidió que comprobara esos nombres, usted sospechaba otra cosa. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión desde entonces?

Adamsberg, silencioso, mojaba un terrón de azúcar en el fondo de su sidra.

– ¿Su buena pinta? -preguntó Danglard con voz seca-. ¿Sus versos? Es fácil versificar.

– No tanto. A mí me parece bastante bueno.

– A mí no.

– Hablaba del azúcar con sidra. Está usted irritado, capitán. Irritado y envidioso -añadió Adamsberg con flema, aplastando el terrón con el dedo en el fondo del vaso.

– ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión, maldita sea? -preguntó Danglard alzando la voz.

– Más bajo, capitán. Cuando Noël lo insultó, Veyrenc quiso reaccionar, pero no pudo. Ni siquiera pudo partirle la cara, que era lo mínimo que merecía.

– ¿Y qué? Estaba conmocionado. ¿Vio usted su expresión? Estaba pálido de sufrimiento.

– Sí, eso le recordó los miles de insultos que había aguantado de niño y de joven. No sólo tenía el pelo atigrado, sino que cojeaba, por lo de la yegua que lo había arrollado, y tenía miedo hasta de su sombra desde la agresión en el prado.

– Creía que fue en el viñedo.

– No, confundió los dos sitios después de desmayarse.

– Eso demuestra que está zumbado -dijo Danglard-. Un tío que habla en alejandrinos está zumbado.

– Usted no acostumbra ser intolerante, capitán.

– ¿Le parece normal hablar en verso?

– No es culpa suya, le viene de familia.

Adamsberg recogía el azúcar fundido en la sidra con la punta del índice.

– Piense, Danglard. ¿Por qué Veyrenc no le partió la cara a Noël? Tiene envergadura de sobra para tumbar al teniente.

– Porque es nuevo, porque no supo reaccionar, porque estaba la mesa entre los dos.

– Porque no es un violento. Ese tipo nunca ha usado sus puños. No le interesa. Deja que las bestias pardas hagan este tipo de cosas en su lugar. No ha matado a nadie.

– O sea que sólo habría venido para averiguar el nombre del quinto.

– Eso pienso. Y para que el quinto sepa que él sabe.

– No estoy seguro de que tenga usted razón.

– Yo tampoco. Digamos que es lo que espero.

– ¿Qué hacemos con los otros dos? ¿No los avisamos?

– Todavía no.

– ¿Y el quinto?

– Supongo que es mayorcito para defenderse solo.

Danglard se puso en pie desmadejado. Su cólera hacia Brézillon, y luego Devalon, y luego Veyrenc, el horror de otra tumba abierta y el exceso de vino lo habían debilitado.

– ¿Conoce usted al quinto?

– Sí -dijo Adamsberg volviendo a meter el dedo en el vaso vacío.

– Y era usted.

– Sí, capitán.

Danglard asintió y dio las buenas noches. Se tienen certezas, pero a veces es intolerable verlas confirmadas. Adamsberg esperó que hubieran pasado cinco minutos después de irse Danglard, dejó su vaso y subió la escalera. Se detuvo ante la puerta de la habitación de Veyrenc y llamó. El teniente estaba leyendo encima de la cama.

– Tengo una triste noticia que anunciarle, teniente.

Veyrenc alzó los ojos, atento.

– Lo escucho.

– Fernand el Bicho y el Gordo Georges, ¿los recuerda?

Veyrenc cerró rápidamente los ojos.

– Pues están muertos. Los dos.

El teniente hizo un breve gesto con la cabeza, sin comentarios.

– Puede preguntarme cómo murieron.

– ¿Cómo murieron?

– Fernand se ahogó en una piscina, el Gordo Georges ardió vivo en su cabaña.

– O sea, accidentes.

– En cierto modo, los alcanzó el destino. Un poco como en Racine, ¿no?

– Quizá.

– Buenas noches, teniente.

Adamsberg cerró la puerta y permaneció sin moverse en el pasillo. Esperó casi diez minutos antes de oír elevarse la voz modulada de Veyrenc.

– Al horror del sepulcro la crueldad destina.

¿Habrá sido su crimen, o la ira divina

lo que los convirtió en exangües yacentes?

Adamsberg metió los puños en los bolsillos y se alejó en silencio. Había fingido para tranquilizar a Danglard. Pero los versos de Veyrenc no tenían nada de mansos. Odio vengador, guerra, traición y muerte, eso era lo normal en Racine.

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