XXXVII

El lunes cuatro de abril, Danglard colgó en la pared de la sala del Concilio un mapa del departamento del Eure. Tenía en la mano una lista de veintinueve mujeres supuestamente vírgenes, de entre treinta y cuarenta años, que vivían en unos veinte kilómetros a la redonda de Mesnil-Beauchamp. Habían establecido el listado de sus direcciones, y Justin clavaba alfileres rojos en los lugares correspondientes a sus domicilios.

– Deberías haber usado alfileres blancos -dijo Voisenet.

– Vete a la mierda -dijo Justin-. Además, no tengo.

Los hombres estaban cansados. Habían pasado ocho días revolviendo ficheros y peinando el terreno de cura en cura. Una cosa parecía ganada: ninguna otra mujer que se ajustara a sus criterios había muerto por accidente en los días anteriores. La tercera virgen estaba, pues, viva. Esa certeza pesaba tanto en la mente de los agentes como la duda respecto al rumbo de la investigación elegido por su comisario. Se cuestionaba la base misma, es decir la relación entre las profanaciones y la receta del De reliquis.

La oposición se había hojaldrado en varios grados. Los más duros, los ultras, consideraban que unos restos de líquenes en una piedra no podían constituir la prueba de un asesinato. Que, desde cierto punto de vista, el andamio que había montado Adamsberg era tan evanescente como un sueño, tan sólo una quimera que los había absorbido a todos por espacio de un singular coloquio. Otros, los reticentes, aceptaban los asesinatos de Élisabeth y Pascaline, reconociendo que podía haber una relación entre la mutilación del gato y el robo de las reliquias, pero se negaban a aceptar la hipótesis de la medicación medieval. Incluso entre los últimos adeptos de la teoría del De reliquis, la interpretación de la medicación era objeto de dudas y de glosas. El texto no hablaba de un gato, y el viril principio, a esas alturas, podía ser perfectamente semen de toro. Nada indicaba lo contrario, del mismo modo que nada indicaba expresamente que se necesitaran tres vírgenes para componer la mixtura. Era posible que bastaran dos y que estuvieran rompiéndose los cuernos inútilmente. Asimismo, nada decía que la tercera virgen tuviera que ser asesinada entre tres y seis meses antes de que saliera el vino nuevo. Todo eso, de hilo tenue a razonamiento improbable, formaba un edificio sin pies ni cabeza, más fabuloso que realista.

Día a día, una revuelta inédita y rumorosa sublevaba la atmósfera de la Brigada, ganando nuevos adeptos a medida que pasaban las horas y ascendía el cansancio. Se recordaba la brutal caída en desgracia de Noël, de quien no se tenían noticias. Caída en desgracia por otra parte incomprensible teniendo en cuenta lo desagradable que se mostraba Adamsberg con el Nuevo, evitándolo tanto como podía. Se murmuraba que el comisario no se había repuesto del drama quebequés ni de su ruptura con Camille, ni de la muerte de su padre, ni del nacimiento de su hijo, que lo relegaba bruscamente al rango de los viejos. Se recordó los guijarros depositados en cada una de las mesas, y uno de los hombres aventuró la suposición de que Adamsberg estaba entregándose al misticismo. Y de que, al derrapar en su propio barro, hacía descarrilar toda la investigación y a sus hombres con él.

Ese descontento no habría pasado de la habitual rabieta si el comportamiento de Adamsberg hubiera seguido igual. Pero, desde el día siguiente al del Coloquio de las Tres Vírgenes, el comisario se había vuelto inaccesible, impartiendo órdenes secas y tristes, sin poner el pie en la sala del Concilio. Era como si su agua hubiera quedado trabada en hielo. La rebelión reactivaba la polémica de fondo entre positivistas y paleadores de nubes, disminuyendo los efectivos de paleadores debido a la distante frialdad de Adamsberg.

Dos días antes, una severa discusión había radicalizado los antagonismos, sobre si sí abandonaban o no esas putas reliquias y todo ese rollo de los restos.

Mercadet, Kernorkian, Maurel, Lamarre, Gardon, y por supuesto, Estalère, hacían piña en torno al comisario, que no parecía preocupado por el motín que agitaba su brigada. Danglard, imperioso, aguantaba mecha en el puente, pese a ser de los primeros en dudar de la opción de Adamsberg. Pero, frente a la sedición, habría preferido dejar que lo hicieran picadillo antes que admitirlo, y defendía con ardor y sin creer en ella la tesis del De reliquis. Veyrenc no tomaba posición, limitándose a hacer su trabajo y tratando de no llamar la atención. Entre él y el comisario, se había pasado violentamente a la guerra al día siguiente al del Coloquio de las Tres Vírgenes, y no entendía por qué.

Muy curiosamente, Retancourt, una de las positivistas más acérrimas de la Brigada, se mostraba indiferente a esa polémica, como un vigilante curado de espanto en medio del tumulto de un patio de recreo. Concentrada, más silenciosa de lo habitual, Retancourt parecía absorta en un problema que sólo ella conocía. Ese día, ni siquiera había aparecido por la Brigada. Alarmado por el enigma, Danglard había preguntado a Estalère, considerado como el mejor especialista en la diosa polivalente.

– Está convirtiendo toda su energía de golpe -diagnosticó Estalère-. No queda ni una miga para nosotros, y apenas para el gato.

– ¿En qué, según su opinión?

– No es un esfuerzo administrativo, ni familiar, ni físico. Ni técnico -enumeró Estalère, tratando de eliminar parámetros-. Creo que debe de ser, como decirlo…

Estalère se señaló la frente.

– Intelectual -propuso Danglard.

– Sí -dijo Estalère-. Es una reflexión. Algo la intriga.

Adamsberg era en realidad muy consciente del clima que imponía en la Brigada y trataba de controlarse. Pero las escuchas de Veyrenc le habían afectado gravemente, y le costaba restablecer el equilibrio. Esas escuchas no habían hecho avanzar ni un ápice su investigación sobre la guerra de los dos valles, ni sobre la muerte de Fernand y del Gordo Georges. Veyrenc sólo llamaba a algunos parientes y amigas, sin comentar nada sobre su vida en la Brigada. En cambio, y por dos veces, Adamsberg había captado en directo el acoplamiento Veyrenc-Camille, y había quedado aplastado por el peso de esos dos cuerpos, herido por la impudicia de la realidad cuando la realidad es la de los demás. Y lo lamentaba. Los amores de Veyrenc y Camille no sólo no le permitían irrumpir en su danza y dirigirla, sino que lo apartaban lejos de ellos. Él no existía en esa habitación, ese espacio no era el suyo. Había entrado como un pirata y debía volver a salir. Ese sentimiento decepcionante de que un lugar inaccesible sólo pertenecía a Camille y no tenía nada que ver con él empezaba a sustituir su rabia. Sólo le quedaba regresar a sus propias tierras, regresar exhausto y sucio, dotado de recuerdos que tendría que disolver. Había caminado mucho tiempo bajo los gritos de las aves para comprender que debía dejar de asediar los muros de un objetivo imaginario.

Más en forma, y como recuperándose de una fiebre que lo hubiera dejado dolorido, cruzó la sala del Concilio y miró el mapa que acababa de completar Justin. Al entrar él, Veyrenc se había contraído inmediatamente en postura defensiva.

– Veintinueve -dijo Adamsberg contando los alfileres rojos.

– No lo conseguiremos -dijo Danglard-. Hay que introducir otro parámetro para restringir más el campo.

– El modo de vida -sugirió Maurel-. Las que viven con algún pariente, un hermano, una tía, son menos accesibles para un asesino.

– No -dijo Danglard-, Élisabeth murió de camino a su trabajo.

– ¿Y la Vera Cruz? ¿Qué resultados hay? -preguntó Adamsberg en voz bastante baja, como si se hubiera pasado ocho días tosiendo.

– Ni una sola reliquia en toda la Alta Normandía -respondió Mercadet-. Y ni un robo de este tipo en rodo el periodo considerado. El último tráfico observado fue el de las reliquias de san Demetrio de Salónica, hace ciento cincuenta años.

– ¿Y el ángel de la muerte? ¿Ha sido vista en la zona?

– Hay una posibilidad -dijo Gardon-. Pero sólo tenemos cuatro testimonios. Una enfermera que hacía visitas a domicilio se instaló en Vecquigny hace seis años. Está a trece kilómetros de Mesnil, al nordeste. La descripción es muy vaga. Una mujer de entre sesenta y setenta años, bajita, tranquila, bastante habladora. Podría ser ella como podría ser cualquiera. La recuerdan en Mesnil, Vecquigny y Meillères. Ejerció aproximadamente un año.

– O sea lo suficiente para informarse. ¿Se sabe por qué se fue?

– No.

– Abandonemos -dijo Justin, que durante la rebelión se había pasado al clan de los positivistas.

– ¿Qué, teniente? -preguntó Adamsberg con voz lejana.

– Todo. El libro, el gato, la tercera virgen, los restos, rodo ese rollo. No son más que chorradas.

– Ya no necesito hombres en este caso -dijo Adamsberg sentándose en medio de la sala, en el centro de todas las miradas-. Tenemos todos los datos, ya no se puede hacer más ni en documentación ni sobre el terreno.

– Entonces ¿cómo? -preguntó Gardon sin perder del todo la esperanza.

– Intelectualmente -aventuró Estalère, entrando en liza sin prudencia.

– ¿Tú, Estalère, lo vas a resolver intelectualmente? -preguntó Mordent.

– Los que quieran abandonar el caso, que lo hagan -reanudó Adamsberg con el mismo tono desprendido-. Es más, hacen falta agentes para la muerte de la calle Miromesnil y la reyerta de Alésia. Y una investigación sobre el envenenamiento colectivo en la residencia de ancianos de Auteuil. Llevamos retraso en todos los expedientes.

– Creo que Justin tiene razón -dijo Mordent con tono comedido-. Creo que estamos siguiendo una pista equivocada, comisario. En el fondo, bien mirado, todo parte de un gato torturado por unos críos.

– De un hueso peneano arrancado a un gato -dijo Kernorkian en defensa de la tesis del comisario.

– No creo en la tercera virgen -dijo Mordent.

– Yo no creo ni en la primera -dijo Justin sombrío.

– Pero bueno, joder -dijo Lamarre-, Elisabeth está muerta.

– Me refería a la Virgen María.

– Los dejo -dijo Adamsberg poniéndose la chaqueta-. Pero la tercera virgen existe en alguna parte, estará tomándose un cafetito, y no pienso dejarla morir.

– ¿Qué cafetito? -preguntó Estalère cuando Adamsberg ya había salido de la sala del Concilio.

– No es nada -dijo Mordent-. Es su manera de decir que vive su vida.

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