XXVII

Habiendo el rumor hecho su efecto, saltando de árbol en matorral, bordeando las carreteras entre Opportune-la-Haute y Haroncourt, Robert, Oswald y el marcador entraron en el pequeño café donde cenaba el equipo de policías. Era aproximadamente lo que esperaba Adamsberg.

– Me cago en la mar, nos persigue la negra -dijo Robert.

– Más bien se os adelanta -dijo Adamsberg-. Sentaos -dijo dejándoles sitio junto a él.

Esta vez, la asamblea de hombres era la de Adamsberg, y los papeles mudaban sutilmente. Los tres normandos lanzaron una mirada discreta a la bellísima mujer que comía audaz en un extremo de la mesa, tomando sorbos alternos de vino y agua.

– Es la forense -explicó Adamsberg para evitarles perder tiempo con sus circunvoluciones.

– Que trabaja contigo -dijo Robert.

– Que acaba de examinar el cadáver de Pascaline Villemot.

Robert indicó moviendo la barbilla que había entendido y que desaprobaba esa actividad.

– ¿Sabías que habían profanado esa tumba? -le preguntó Adamsberg.

– Sólo sabía que Gratien había visto la Sombra. Dices que se nos adelanta.

– Se nos adelanta el tiempo, Robert, desde hace varios meses. Llegamos mucho después de los sucesos.

– Pues eso no parece meterte más prisa -dijo Oswald.

Veyrenc, concentrado en su plato en la otra punta de la mesa, confirmó con un ligero gesto de cabeza.

– Mas guardaos del río que nunca se apresura,

que progresa indolente y huelga bajo el viento,

y temed que supere los deseos de guerra,

que implacables las aguas vencerán siempre al hierro.

– ¿Qué farfulla el medio panocha? -preguntó Robert en voz baja.

– Cuidado, Robert, nunca lo llames así. Es personal.

– De acuerdo -dijo Robert-. Pero no entiendo lo que dice.

– Que no hay prisa.

– No habla como todo el mundo, tu primo.

– No, le viene de familia.

– Ah, si le viene de familia ya es otra cosa -dijo Robert respetuoso.

– Está claro -murmuró el marcador.

– Y no es primo mío -añadió Adamsberg.

Robert rumiaba una contrariedad. Adamsberg lo descifraba sin dificultad por su manera de empuñar el vaso y de mover la mandíbula de izquierda a derecha, como mascando forraje.

– ¿Algo va mal, Robert?

– Has venido por la sombra de Oswald, y no por el ciervo.

– ¿Cómo puedes saberlo? Los dos llegaron al mismo tiempo.

– No mientas, bearnés.

– ¿Quieres que te devuelva las cuernas?

Robert vaciló.

– Tú las tienes, tú te las quedas. Pero no las separes. Y no las olvides.

– No las he dejado solas en todo el día.

– Bueno -concluyó Robert, tranquilizado-. Y ¿qué es la sombra? Oswald dice que es la muerte.

– En cierto modo, sí.

– ¿Y de otro modo?

– Es algo o alguien que me da muy mala espina.

– Y tú -susurró- vienes en cuanto un cretino como Oswald te dice que ha pasado una sombra. O en cuanto una pobre mujer como Hermance, que está mal de la cabeza, dice que quiere hablarte.

– Es que el cretino del guarda del cementerio de Montrouge también vio una. Y en ese cementerio, un pirado también había mandado cavar un hoyo en la tumba para abrir el ataúd.

– ¿Por qué dices «mandado cavar»?

– Porque pagó a dos tipos para que lo hicieran, y los dos han muerto.

– ¿Y el tío no podía cavar solo?

– Es una mujer, Robert.

Robert abrió la boca y se tomó un trago de blanco.

– No es humano -dijo Oswald-, no quiero creérmelo.

– Pues ha ocurrido, Oswald.

– Y el tío que destripa los ciervos ¿también es una mujer?

– ¿Qué tiene que ver?

– Pasan demasiadas cosas a la vez en la zona -dijo por fin-. Igual es el mismo canalla.

– Los criminales tienen sus preferencias, Oswald. Matar un ciervo y hurgar en las tumbas son mundos distintos.

– A saber -intervino el marcador.

– ¿Y la sombra? -dijo Oswald-, ¿es la misma? ¿La que se desliza y la que cava?

– Creo que sí.

– Piensas hacer algo -preguntó.

– Escucharte hablar de Pascaline Villemot.

– Sólo se dejaba ver los días de mercado, pero puedo decirte que era casta como la Virgen y que se fue sin haber disfrutado de la vida.

– Ya es duro morir -dijo Robert-. Pero cuando no se ha vivido, es peor.

Y sigue picando sesenta y nueve años después, pensó Adamsberg.

– ¿Cómo murió?

– No suena muy cristiano, pero una piedra de la iglesia le aplastó la cabeza cuando estaba desbrozando los bajos de la nave. La encontraron en el suelo, boca abajo, con la piedra todavía encima.

– ¿Hubo una investigación?

– Vinieron los gendarmes de Évreux y dijeron que había sido un accidente.

– A saber -dijo el marcador.

– ¿A saber qué?

– Si no habrá sido idea de Dios.

– No digas gilipolleces, Achille. El mundo entero se está yendo al carajo, así que Dios tiene otras cosas que hacer que dedicarse a tirar piedras a Pascaline a la cabeza.

– ¿Trabajaba?

– Ayudaba en la zapatería de Caudebec. El que mejor te podría informar es el cura. Pascaline se pasaba el día en su confesionario. Se ocupa de catorce parroquias a la vez, aquí viene los viernes, cada quince días. A las siete en punto, allí estaba Pascaline, en la iglesia. Y eso que debía de ser la única mujer de Opportune que nunca se había acostado con un hombre, quién sabe lo que le contaría al cura.

– ¿Dónde dice misa mañana?

– Ya no oficia. Se acabó.

– ¿Ha muerto?

– Si por ti fuera, todo el mundo habría muerto -observó Robert.

– No ha muerto, pero da lo mismo. Tiene depresión. Le pasó al carnicero de Arbec y le duró dos años. No estás enfermo, pero te metes en la cama y ya no te quieres levantar. Y no eres capaz ni de decir por qué.

– Es triste -marcó Achille.

– Mi abuela lo llamaba melancolía -dijo Robert-. A veces, la cosa acababa en la laguna del pueblo.

– ¿Y el cura no quiere levantarse?

– Dicen que ya sí, pero que está muy cambiado. Aunque, en su caso, es fácil saber por qué. Fue cuando le robaron las reliquias. Eso lo dejó para el arrastre.

– Las cuidaba como a la niña de sus ojos -confirmó el marcador.

– Las reliquias de san Jerónimo, que eran el orgullo de la iglesia de Mesnil. Ya me contarás, tres trozos de hueso de gallina muertos de risa debajo de una campana de cristal.

– Oswald, no insultes al Señor, que estamos a la mesa.

– No insulto, Robert. Lo que digo es que los huesos de san Jerónimo eran bobadas para engañar a la gente. En fin, para el cura debió de ser peor que si le hubieran arrancado las tripas.

– ¿Se puede visitar de todos modos?

– Ya te he dicho que ya no hay reliquias.

– Me refiero al cura.

– Ah, ni idea. Robert y yo no lo frecuentamos mucho. Los curas son como los maderos. Prohibido esto, prohibido lo otro, nunca hace uno las cosas a su gusto.

Oswald llenó generosamente los vasos a todos, como para demostrar su autonomía respecto a las exhortaciones del sacerdote.

– Hay quien dice que el cura iba con mujeres -reanudó Robert bajando el tono-. Hay quien dice que el cura era un hombre como los demás.

– Eso dicen -intervino el marcador con voz sorda.

– ¿Rumores? ¿O pruebas?

– ¿De que es un hombre?

– De que iba con mujeres -dijo pacientemente Adamsberg.

– Es por su depresión. Cuando te hundes y no dices por qué, es que hay una mujer de por medio.

– Eso -dijo Achille.

– ¿Y se rumorea el nombre de la mujer? -preguntó Adamsberg.

– A saber -dijo Robert cerrándose.

Le lanzó una mirada oblicua, y otra a Oswald, lo que quizá significaba, imaginó Adamsberg, que se trataba de Hermance. Durante ese breve intercambio, Veyrenc murmuraba, comiéndose su tarta de manzana.

– Los dioses son testigos de mi lucha incesante,

rechazando los dones que ofrecía mi amada.

Mas su embrujo sumado a sus formas galanas

mejor que una saeta me hirieron mortalmente.

Los miembros de la Brigada se levantaban para regresar a París, mientras Adamsberg, Veyrenc y Danglard volvían al hotelito de Haroncourt. En el vestíbulo, Danglard llamó aparte a Adamsberg.

– ¿Va mejor con Veyrenc?

– Es una tregua. Tenemos trabajo.

– ¿No quiere saber nada de los cuatro hombres que me pidió que investigara?

– Mañana, Danglard -dijo Adamsberg desenganchando la llave de su habitación.

– Bien -dijo el comandante alejándose hacia la escalera de madera-. Por si le interesara todavía, sepa que dos ya han muerto. Quedan tres.

Adamsberg suspendió el gesto y volvió a colgar la llave en el panel.

– Capitán -llamó.

– Voy por una botella y dos vasos -contestó Danglard dando media vuelta.

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