VI

El teniente Veyrenc aprovechaba esas interminables horas de vigilancia copiando en letra grande una obra de Racine para su abuela, que ya no tenía buena vista.

Nadie había entendido nunca la pasión exclusiva que su abuela había declarado por ese autor y por ningún otro tras quedar huérfana en la guerra. Se sabía que, en su convento de monjas, había salvado de un incendio la obra completa de Racine, excepto el tomo que incluía Fedra, Esther y Atalia. Como si esos libros le hubieran sido asignados por decisión divina, la joven campesina se dejó los ojos leyéndolos línea a línea durante once años. Al salir del convento, la superiora se los regaló a modo de viático sagrado, y la abuela prosiguió su lectura en serie, sin variar jamás ni tener la curiosidad de consultar Fedra, Esther y Atalia. La abuela mascullaba parrafadas enteras de su compañero de viaje, en flujo casi continuo, y el pequeño Veyrenc había crecido con esa melopea, tan natural a sus oídos infantiles como si alguien hubiera estado canturreando en casa.

Quiso la desgracia que contrajera ese tic, respondiendo instintivamente del mismo modo a su abuela, es decir con alejandrinos. Pero, al no haber ingerido como ella esos miles de versos a lo largo de una infinidad de noches, tenía que inventárselos.

Mientras vivió en la casa familiar, todo había ido bien. Pero, apenas se vio lanzado al mundo exterior, ese reflejo raciniano le había costado caro. Había intentado sin éxito diversos métodos para reprimirlo, y acabó tirando la toalla, versificando a troche y moche, murmurando como su abuela, y esa manía había exasperado a sus superiores. También lo había salvado de muchas maneras, pues recitar la vida en alejandrinos introducía una distancia incomparable -como no hay otra igual- entre él y el mundanal ruido. Ese efecto de perspectiva siempre le había aportado serenidad y reflexión, y sobre todo le había evitado cometer faltas irreparables en el ardor de la acción. Racine, pese a sus dramas intensos y su lenguaje fogoso, era el mejor antídoto para el arrebato, enfriaba en el acto cualquier tentación de exceso. Veyrenc lo usaba a conciencia tras haber comprendido que, con ello, su abuela había cuidado y regulado su vida. Medicina personal y que nadie conoce.

Ahora la abuela andaba corta de su poción, y Veyrenc le copiaba Británico en letra grande. Bella, sin ornamentos, con el sobrio atavío / de la beldad que acaban de arrebatar al sueño. Veyrenc alzó la pluma. Oía al grano de arena subir la escalera, reconocía su paso, el ruido rápido de sus botas, puesto que el grano de arena no se separaba de sus botas de cuero con correas. El grano de arena se pararía primero en el quinto, llamaría a la puerta de la señora inválida para llevarle su correo y su comida, y llegaría allí un cuarto de hora después. El grano de arena, es decir la ocupante del piso, es decir Camille Forestier, a quien vigilaba desde hacía ya diecinueve días.

Por lo poco que le habían dicho, la pusieron bajo protección durante seis meses, al abrigo de la posible venganza de un viejo asesino [2]. Su nombre era lo único que sabía de ella.

Y que criaba sola al niño, sin que hubiera un hombre visible en el horizonte. No conseguía adivinar su oficio, dudaba entre fontanera y música.

Doce días antes, le había rogado amablemente que saliera del cuartucho porque tenía que llevar a cabo una soldadura en la tubería del techo. Él había sacado su silla al rellano y la había mirado trabajar, concentrada y delicada, en medio del tintineo de las herramientas y la llama del soplete. Fue durante esa escena cuando se sintió oscilar hacia el caos prohibido y temido. Desde entonces, ella le llevaba un café caliente dos veces al día, a las once y a las cuatro.

La oyó dejar su bolso en el rellano del quinto. La idea de salir inmediatamente de ese cuartucho para no volver a encontrarse jamás con esa chica le hizo abandonar su silla. Apretó los brazos, levantó la mirada hacia el ventanuco, escrutando su rostro en el polvo del cristal. Pelo anormal, rasgos sin interés, soy feo, soy invisible. Veyrenc inspiró profundamente, cerró los ojos, y murmuró:


Mas te veo temblar, y tu alma vacila.

Tú, vencedor de Troya que conquistaste un día

de la ciudad los muros y del pueblo el amor,

¿puede tu corazón ceder por una dama?


No, de ningún modo. Veyrenc volvió a sentarse tranquilamente, muy enfriado por sus cuatro versos. Unas veces necesitaba seis u ocho, otras bastaban dos. Reanudó su copia con calma, satisfecho de sí mismo. Los granos de arena pasan, los pájaros vuelan, el dominio de uno mismo permanece. No tenía por qué preocuparse.

Camille hizo una pausa en el quinto, y cambió al niño de brazo. Lo más sencillo sería sin duda volver a bajar y no regresar hasta las ocho, cuando hubieran cambiado al policía de guardia. «Las nueve condiciones del valiente son huir», afirmaba su amiga turca, violonchelista en Saint-Eustache, que disponía de una mina de proverbios tan bizantinos como incomprensibles y benéficos. Existía, al parecer, una décima condición, pero Camille no la conocía y prefería inventársela a su albedrío. Sacó de su bolso el correo y la compra, y llamó a la puerta de la izquierda. Las escaleras se habían vuelto demasiado difíciles para Yolande, sus piernas demasiado débiles, su corpulencia demasiado pesada.

– Hay que ver qué lástima -dijo Yolande abriendo la puerta-, criar un niño sola.

Todos los días, la vieja Yolande lanzaba ese lamento. Camille entraba, dejaba la compra y las cartas sobre la mesa. Luego, a saber por qué, la anciana le preparaba leche caliente, como a un bebé.

– No crea que sola se está tan mal, así estoy más tranquila -contestaba mecánicamente Camille, mientras se sentaba.

– Tonterías. Una mujer no está hecha para estar sola. Aunque luego los hombres sólo traigan complicaciones.

– ¿Sabe, Yolande? Las mujeres también traen complicaciones.

Había mantenido esta conversación cientos de veces, casi palabra por palabra, sin que Yolande pareciera recordarlo. Llegadas a ese punto, la respuesta sumía a la gruesa mujer en un silencio meditativo.

– Así las cosas -decía Yolande-, estaríamos mejor cada cual por su lado si el amor sólo trae disgustos a unos y a otros.

– Puede ser.

– Pero, hija, tampoco te hagas mucho la valiente. Porque en el amor una no siempre hace lo que quiere.

– Pero entonces, Yolande, ¿quién hace por nosotros lo que no queremos?

Camille sonreía, y Yolande inspiraba ruidosamente a modo de respuesta, mientras su pesada mano pasaba una y otra vez por el mantel, en busca de una miga inexistente. ¿Quién? Los Poderosos, completaba Camille en silencio. Sabía que Yolande veía en todo la marca de los Poderosos-que-nos-gobiernan, cultivando una pequeña religión pagana personal de la que hablaba poco, por miedo a que se la robaran.

Camille aminoró el paso a ocho peldaños de su puerta. Los Poderosos, pensó. Que le habían encasquetado a un tipo de sonrisa sesgada en el trastero de su rellano. No era más guapo que los demás, si no se fijaba una en él. Lo era mucho más si una tenía la mala idea de pensar en él. Camille siempre se había embarrancado en las miradas imprecisas y las voces fluidas, y así fue como se quedó más de quince años varada entre los brazos de Adamsberg, a los cuales se prometió no volver nunca más. Ni a los suyos ni a los de nadie dotado de algún género de sutil suavidad y de tramposa ternura. Había en el mundo suficientes tipos un tanto rudimentarios para airearse sin finura, cuando era preciso, y volver a casa despejada y tranquila, sin pensar más en ello. Camille no sentía necesidad de compañía alguna. ¿Por qué puñetera casualidad ese tipo, ayudado por los Poderosos, tenía que enturbiar sus sentidos con su voz velada y su labio oblicuo? Puso la mano sobre la cabeza del pequeño Thomas, que dormía babeando sobre su hombro. Veyrenc. De pelo rojo y castaño. Grano de arena en el engranaje y trastorno inoportuno. Desconfianza, cautela y huida.

Загрузка...