XIV

Estalère tendía la mano, con la palma abierta, exponiendo las chinas grises de Clignancourt como si fueran diamantes.

– ¿Qué es esto, cabo? -preguntó Danglard, levantando apenas los ojos de la pantalla.

– Es para él, comandante. Es lo que él me ha pedido que vaya a buscar.

Él. Adamsberg.

Danglard miró a Estalère sin tratar de comprender y pulsó rápidamente el botón del interfono. Ya era de noche, y los niños lo esperaban para cenar.

– ¿Comisario? Estalère tiene una cosa para usted. Ya viene -añadió dirigiéndose al joven.

Estalère no se movió, con la mano todavía abierta.

– Descansa, Estalère. Hasta que llegue… Va despacio.

Cuando Adamsberg entró en la sala a los cinco minutos, el joven apenas si había cambiado de pose. Esperaba, petrificado de esperanza. Se repetía a sí mismo la frase del comisario en el coloquio. «Llévense a Estalère, que tiene buenos ojos.»

Adamsberg examinó el trofeo que le mostraba el joven.

– Estaban esperando, ¿eh? -dijo sonriendo.

– Fuera, junto a la puerta, a la izquierda del escalón.

– Sabía que me las traerías.

Estalère se enderezó, tan feliz como una cría de pájaro al regresar de su primer vuelo con un gusano en el pico.

– Dirección a Montrouge -dijo Adamsberg-. Sólo nos queda un día, así que vamos a trabajar esta noche. Id cuatro, seis si es posible. Justin, Mercadet y Gardon te acompañan. Están de guardia.

– Mercadet está de guardia pero está durmiendo -recordó Danglard.

– Entonces ve con Voisenet. Y Retancourt si acepta reengancharse. Cuando quiere, Retancourt es capaz de vivir sin dormir, conducir diez noches seguidas, cruzar África a pie y llegar al avión en Vancouver. Conversión de energía, es mágico.

– Lo sé, comisario.

– Inspeccionad todos los parques, las plazas, las avenidas arboladas, los solares. No olvidéis las obras. Tomad muestras de cada sitio.

Estalère se fue casi corriendo, empuñando su tesoro.

– ¿Quiere que vaya yo? -preguntó Danglard mientras apagaba el ordenador.

– No, vaya a dar de cenar a los niños, y yo igual. Camille toca en la iglesia de Saint-Eustache.

– Puedo pedir a la vecina que les lleve comida. Sólo nos quedan veinticuatro horas.

– Ojos Grandes se las arreglará, no está solo.

– ¿Por qué cree que abre tanto los ojos?

– Debió de ver algo de niño. Todos hemos visto algo de niños. Unos se han quedado con los ojos demasiado abiertos, otros con el cuerpo demasiado gordo, o la cabeza demasiado borrosa, o…

Adamsberg se interrumpió y expulsó de sus pensamientos las mechas rojas del Nuevo.

– Pienso que Estalère ha encontrado las piedras él solo. Pienso que Retancourt no ha querido saber nada y que se ha tomado algo con el Nuevo. Posiblemente una cerveza.

– Posiblemente.

– Retancourt todavía se irrita conmigo a veces.

– Usted irrita a todo el mundo, comisario. ¿Por qué no a ella?

– A todo el mundo menos a ella. Eso es lo que me gustaría. Hasta mañana, Danglard.


Adamsberg se había tendido en su nueva cama, con el niño tumbado sobre su vientre, agarrado como un monito al pelaje de su padre. Ambos saciados, ambos apacibles, ambos callados. Ambos arropados en el vasto edredón rojo regalo de la segunda hermana de Adamsberg. En el desván, ni rastro de la monja. Un rato antes, Lucio Velasco le había preguntado discretamente, y Adamsberg lo había tranquilizado.

– Voy a contarte una historia, hijo -dijo Adamsberg a oscuras-. Una historia de montaña, pero no la del opus spicatum. Estamos hartos de esos muretes. Voy a contarte la historia del bucardo que se encontró con otro bucardo. Has de saber que al bucardo no le gusta que otro bucardo entre en su territorio. Le gustan mucho los otros animales, los conejos, los pájaros, los osos, las marmotas, los jabalíes, todo lo que quieras, pero no otro bucardo. Porque el otro bucardo quiere quitarle su tierra y su mujer. Y lo golpea con sus cuernos inmensos.

Thomas se movió, como si captara la gravedad de la situación, y Adamsberg le agarró los puños con las manos.

– No te preocupes, la historia acabará bien. Pero hoy casi me da con los cuernos. Entonces he embestido, y el bucardo colorado ha huido. Tú también tendrás cuernos cuando seas mayor. Te los da la montaña. Y no sé si hace bien o mal. Pero es la montaña, y no hay nada que hacer. Mañana, u otro día, el bucardo colorado volverá para un nuevo ataque. Creo que está furioso.

La historia durmió a Adamsberg antes que a su hijo. A medianoche, ni uno ni otro se habían movido un milímetro. Adamsberg abrió los ojos de repente y estiró el brazo hacia el teléfono, se sabía el número de memoria.

– ¿Retancourt? ¿Está en la cama o en Montrouge?

– ¿A usted qué le parece?

– En Montrouge, en el barrizal de una obra.

– De un solar.

– ¿Y los demás?

– Dispersados. Buscamos, recogemos.

– Llámelos a todos, teniente. ¿Dónde está?

– A la altura del 123 de la avenida Jean-Jaurès.

– No se mueva, voy para allá.

Adamsberg se levantó con cuidado, se puso un pantalón, una chaqueta, colgó al niño en su vientre. Mientras mantuviera una mano sobre su cabeza y otra bajo su culo, no había ningún peligro de que Tom se despertara. Y mientras Camille no se enterara de que se llevaba al niño a la fría noche de Montrouge y con la mala compañía de la pasma, todo iría bien.

– No irás a chivarte, ¿verdad, Tom? -murmuró mientras lo abrigaba con una manta-. No le digas que salimos tú y yo por la noche, ¿eh? No me queda más remedio, sólo tenemos un día. Ven, mi niño, y duerme.

Un taxi dejó a Adamsberg en la avenida Jean-Jaurès veinticinco minutos más tarde. El equipo esperaba, apiñado en la acera.

– Estás loco trayéndote al niño -dijo Retancourt aproximándose al vehículo.

A veces, desde el cuerpo a cuerpo que les había salvado la vida, el comisario y la teniente cambiaban de registro como un tren cambia de vía, pasando al tuteo de la complicidad íntima y definitiva. Los dos sabían que su fusión era irremediable. Amor inalterable, como sucede con los que no se consuman.

– No te preocupes, Violette, duerme como un ángel. Mientras no te chives a Danglard, que se chivaría a Camille, todo irá bien. ¿Por qué está aquí el Nuevo?

– Sustituye a Justin.

– ¿Cuántos coches tenéis?

– Dos.

– Coge tú uno, yo iré en el otro. Nos vemos en la entrada principal del cementerio.

– ¿Por qué? -preguntó Estalère.

Adamsberg se pasó brevemente la mano por la mejilla.

– De allí vienen sus piedras, cabo. La idea fija de Diala y La Paille, recuerde.

– ¿Tenían una idea fija?

– Sí, hablaban de eso.

– De trincarse una losa -dijo Voisenet.

– Sí, y eso los hacía reír. No hablaban de comer, sino del trabajito que acababan de hacer. Hablaban de una losa. De una losa que había que arrastrar o romper. Una losa tan pesada que fue necesario alquilar sus brazos. En Montrouge.

– Una lápida -dijo de repente Gardon-. En el gran cementerio de Montrouge.

– Han sacado una losa, han abierto una tumba. Vamos allá. Llevad todas las linternas.

El guarda del cementerio fue difícil de despertar pero fácil de interrogar. En sus noches sin fin, una distracción, aunque fuera policial, siempre era mejor que nada. Sí, alguien había desplazado una lápida. Y la había roto al tirar de ella. La encontraron en dos pedazos junto a la tumba. La familia había hecho colocar una nueva.

– ¿Y la tumba? -preguntó Adamsberg.

– ¿Qué pasa con la tumba?

– Después de que quitaran la lápida, ¿qué sucedió? ¿Cavaron?

– Ni siquiera. Lo hicieron sólo por tocar las pelotas.

– ¿Cuándo fue?

– Hará unos quince días. Una noche de miércoles a jueves. Le busco la fecha.

El guarda sacó de un estante un grueso registro de páginas sucias.

– La noche del seis al siete -dijo-. Lo apunto todo. ¿Quiere los datos de la sepultura?

– Luego. Ahora llévenos allí.

– No -dijo el guarda retrocediendo en la pequeña habitación.

– Llévenos, venga. ¿Cómo quiere que la encontremos? El cementerio es inmenso.

– No -repitió el hombre-. Nunca.

– ¿Es usted el guarda, sí o no?

– Ahora somos dos. Así que yo ya no pongo los pies allí.

– ¿Dos? ¿Hay otro guarda?

– No. Es otra persona, por las noches.

– ¿Quién?

– Ni lo sé ni quiero saberlo. Es una silueta. Así que yo ya no pongo los pies allí.

– ¿La ha visto?

– Como lo estoy viendo a usted ahora mismo. No es un hombre, ni una mujer, es una sombra gris, y lenta. Andaba deslizándose, a punto de caerse. Pero no se caía.

– ¿Cuándo fue eso?

– Dos o tres días antes de que movieran la lápida. Así que yo ya no pongo los pies allí.

– Pues nosotros sí, y usted va a acompañarnos. No lo dejaremos solo, tengo aquí una teniente que lo protegerá.

– Así que por narices, ¿eh? Con la pasma, ¿no? ¿Y lleva usted un bebé a la expedición? Pues sí que tiene usted valor.

– El bebé duerme. El bebé no tiene miedo a nada. Si va él, puede ir usted, ¿no?

Flanqueado por Retancourt y Voisenet, el guarda los condujo a paso ligero hasta la tumba, tremendamente ansioso por volver a su refugio.

– Aquí la tienen. Ésta es.

Adamsberg dirigió el haz de luz de la linterna hacia la piedra.

– Una mujer joven -dijo-. Muerta con treinta y seis años, hace más de tres meses. ¿Sabe usted cómo?

– Un accidente de coche, es todo lo que sé. Es triste.

– Sí.

Estalère se había agachado en el camino para pasar la mano por el suelo.

– Gravilla, comisario. Es la misma.

– Sí, cabo. De todos modos, tome muestras.

Adamsberg alumbró sus relojes.

– Son casi las cinco y media. Despertamos a la familia dentro de media hora. Necesitamos la autorización.

– ¿Para qué? -preguntó el guarda, que recobraba cierto aplomo en medio del grupo.

– Para quitar la losa.

– Rediez, ¿cuántas veces van a mover esta piedra?

– Si no la quitamos, ¿cómo quiere que sepamos por qué lo hicieron?

– Es bastante lógico -murmuró Voisenet.

– Pero si no cavaron -protestó el guarda-. Ya se lo he dicho, leñe. No había nada, ni un agujero de alfiler. Incluso quedaban los tallos secos de las rosas por todas partes. Eso demuestra que no tocaron nada, ¿no?

– Quizá, pero tenemos que comprobarlo.

– ¿No se fía?

– Han muerto dos tipos por esto, a los dos días del suceso. Degollados los dos. Es un precio alto sólo por haber movido una lápida. Sólo por tocar las pelotas.

El guarda se rascaba la barriga, perplejo.

– O sea que algo harían -prosiguió Adamsberg.

– Pues no veo qué.

– Pues vamos a verlo.

– Sí.

– Y para eso hay que retirar la lápida.

– Sí.

Veyrenc llamó aparte a Retancourt.

– ¿Por qué el comisario lleva dos relojes? -preguntó-. ¿Para saber qué hora es en América?

– Porque está chalado. Creo que tenía un reloj y que su novia le regaló otro. Así que se lo puso también. Y ahora ya la cosa no tiene remedio, lleva dos relojes.

– ¿Porque no se decide a elegir entre los dos?

– No, yo creo que es más sencillo. Posee dos relojes, luego lleva dos relojes.

– Ya veo.

– Aprenderás rápido.

– Tampoco he captado cómo se le ha ocurrido lo del cementerio, si estaba durmiendo.

– Retancourt -llamó Adamsberg-, los hombres se van a descansar. Vendré con un relevo en cuanto haya devuelto a Tom a su madre. ¿Puede ocuparse de la coordinación? ¿Encargarse de las autorizaciones?

– Yo me quedo con ella -propuso el Nuevo.

– ¿Ah sí, Veyrenc? -preguntó con rigidez-. ¿Cree que va a aguantar sin dormir?

– ¿Usted no?

El teniente había cerrado rápidamente los párpados, y Adamsberg lo lamentó. Choque de bucardos en la montaña, el teniente se pasaba los dedos por la extraña cabellera. Incluso de noche, las vetas rojas se distinguían con claridad.

– Tenemos trabajo, Veyrenc, y trabajo sucio -prosiguió Adamsberg más suavemente-. Si hemos podido esperar treinta y cuatro años, podremos esperar unos días más. Le propongo que nos demos una tregua.

Veyrenc pareció vacilar, pero asintió en silencio.

– De acuerdo -dijo Adamsberg alejándose-. Estaré de vuelta en una hora.

– ¿De qué habla? -preguntó Retancourt siguiendo al comisario.

– De una guerra -contestó con sequedad Adamsberg-. La guerra de los dos valles. No te metas en esto.

Retancourt se detuvo, malhumorada, haciendo volar gravilla de una patada.

– ¿Es grave? -preguntó.

– Más bien.

– ¿Qué ha hecho?

– O qué hará. Te gusta, ¿verdad, Violette? Pues no te pongas entre el árbol y la corteza, porque algún día tendrás que elegir. O él, o yo.

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