Capítulo 12

Tom pasó la tarde en las oficinas de un cliente nuevo importante, Polstar Vodka, recortando los precios -y el margen de beneficio- al máximo para evitar que la competencia se hiciera con el negocio. Con la desventaja añadida de no tener con él su portátil, se sentía desanimado ante un pedido de cincuenta mil copas de martini grabadas y de posavasos plateados sobreimpresos que, en un principio, confió que le reportarían unos buenos beneficios. Ahora tendría suerte si cubría costes. Al menos era facturación para enseñar al banco, pero era terriblemente consciente de lo que rezaba el dicho: «La facturación es vanidad, los beneficios son sentido común».

Con suerte, esperó poder generar un negocio más rentable en el futuro.

Regresó a la oficina un poco antes de las cinco y se tranquilizó al ver que su portátil volvía a funcionar, aunque fuera pagando siete horas del caro tiempo de un técnico informático que no podía permitirse. La mesa de Peter Chard estaba vacía y Simon Wong estaba al teléfono; Maggie también estaba ocupada hablando por teléfono. Olivia le llevó un fajo de cartas para que las firmara.

Se ocupó de ellas y luego centró su atención en Chris Webb, quien había logrado recuperar algunos datos. El técnico le explicó la actualización del sistema que había realizado y el nuevo software antivirus que había instalado, por más dinero, por supuesto. Pero seguía sin poder explicar de dónde venía el virus que había borrado la base de datos, si no era del disco que Tom había encontrado en el tren, que iba a llevarse a casa para seguir analizándolo.

Después de que Chris se marchara, Tom dedicó media hora a ponerse al día con el correo electrónico. Luego, por curiosidad, abrió su navegador Internet Explorer e hizo clic en la barra de direcciones, que le mostró todas las páginas web que había consultado en las últimas veinticuatro horas. Había un par de visitas a Google, varias a ask.co.uk y una a Railtrack, de cuando había buscado el horario de los trenes de ayer. También había una a la página de Polstar Vodka, que había visitado ayer para informarse sobre la reunión de esta tarde. Luego, aparecía una que no reconoció en absoluto.

Era una larga y compleja sucesión de letras y barras. Chris Webb se había despedido diciéndole que no debía entrar en ninguna página desconocida, pero Tom ya llevaba muchos años utilizando Internet y sabía bien cómo funcionaba. Sabía que podía entrarle un virus por abrir un archivo adjunto, pero no aceptaba que pudiera entrarle uno por visitar una web. Cookies, sí. Sabía que muchos negocios de Internet utilizaban el truco poco honesto de enviar una cookie cuando te conectabas a su página. La cookie se almacenaba en tu sistema y les informaba de todo lo que consultabas después en Internet. De ese modo, podían crear perfiles de los clientes en su base de datos y averiguar qué productos interesaban a la gente. Pero ¿un virus? Imposible.

Entró en la dirección.

Casi al instante, apareció el siguiente mensaje en la pantalla:

Acceso denegado. Intento de conexión no autorizado.

– ¿Necesitas algo más hoy Tom?

Alzó la vista. Olivia, con el bolso en la mano, estaba junto a su mesa.

– No, puedes irte, gracias.

Estaba sonriendo.

– Tengo una cita. ¡Tengo que ir a la peluquería!

– ¡Buena suerte!

– Es director de márquetin de un grupo editorial de revistas. Podría surgir algo.

– ¡Ve a por él!

– ¡Lo haré!

Tom volvió a mirar la pantalla e hizo clic de nuevo en la dirección.

Al cabo de un momento, volvió a aparecer el mismo mensaje.

Acceso denegado. Intento de conexión no autorizado.

Más tarde, aquella misma noche -después de tomarse un martini más largo de lo normal, cenar y beberse casi toda una botella de un chardonnay australiano de Margaret River que estaba especialmente rico, en lugar del habitual par de copas-, Tom se sentó en su estudio, encendió el portátil, consultó el correo electrónico y se puso a trabajar. Cada pocos minutos, recibía más mensajes.

Tenía dos seguidos que contenían nuevos pedidos aceptables, lo cual le complació. Uno era del director de márquetin de uno de sus clientes más importantes, para agradecerle personalmente su contribución a que su reciente cincuenta aniversario fuera un éxito.

Se sentía muy alegre y echó un vistazo al resto de los mensajes; archivó alguno, borró otros y contestó otros. Luego, recibió uno.

Estimado señor Bryce:

Anoche accedió a una página web que no estaba autorizado a visitar. Ahora lo ha intentado otra vez. No nos gustan las visitas sin invitación. Si informa a la policía de lo que vio o intenta acceder otra vez a la página, lo que está a punto de pasarle a su ordenador le pasará a su mujer, Kellie, y a su hijo, Max, y a su hija, Jessica. Mire con atención, luego medítelo bien.

Sus amigos de Producciones Escarabajo.

Antes de que tuviera tiempo siquiera de comprender aquellas palabras, desaparecieron de la pantalla. Luego, el resto de los mensajes también comenzaron a desaparecer, como si los disolviera el ácido.

Al cabo de un minuto, quizá menos, mientras observaba con impotencia, su cerebro demasiado paralizado para pensar en apagar el aparato, todo lo que había en su ordenador desapareció.

Tocó las teclas. Pero no había nada, sólo una pantalla en blanco, fundido en negro.

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