Capítulo 78

Kellie estaba asustando a Tom. Era como estar encerrado en la oscuridad con un completo desconocido. Un desconocido absolutamente impredecible. Se sucedían largos periodos de silencio, luego, de repente, gritaba improperios histéricos contra él. Ahora empezaba de nuevo, la voz quebrada y tensa de tanto chillar.

– ¡Cabrón de mierda! ¡Idiota! ¡Tú nos has metido en esto! ¡Si hubieras dejado el puto CD en el tren, esto no habría pasado nunca! ¡¡¡No van a soltarnos nunca!!! ¿¡Lo entiendes, fracasado de mierda, cabrón!?

Entonces, se puso a sollozar descontroladamente.

Tom se sentía destrozado por dentro. Oírla llorar era terrible, muy angustioso. Pero Kellie no parecía aceptar nada de lo que pudiera decirle. No había dejado de hablarle desde que el gordo había salido de la habitación. Para intentar calmarla, tratar de animarla, levantarle la moral.

Intentar hacer lo que fuera para no pensar en el dolor punzante de la vejiga. La sed enloquecedora. Y los retortijones de hambre. Y el miedo.

Se preguntó si era el vodka el que hablaba, el que hacía que Kellie se comportara así. ¿O la falta de vodka? ¿Había llegado al límite, igual que durante los meses posteriores al nacimiento de Jessica? ¿Esta situación era la gota que había colmado el vaso?

– ¡Fracasado de mierda, cabrón! -volvió a chillar.

Tom se estremeció. Fracasado. ¿Así le veía? Tenía razón. Había fracasado en los negocios; ahora había fracasado en lo más importante de todo: proteger a su familia.

Cerró con fuerza los ojos unos momentos y rezó a Dios, al que no le había dirigido la palabra en veinticinco años. Luego, volvió a abrirlos, pero daba igual; la oscuridad seguía siendo absoluta.

Le daban rampas en las piernas de tenerlas atadas. Rodó por el suelo, pero sólo completó un giro antes de que la cadena que tenía alrededor del tobillo se tensara, y gritó de dolor cuando el grillete, o el cepo, o lo que fuera, se le clavó en la pierna.

«Piensa», se dijo a sí mismo. «¡Piensa!»

La pared y el suelo inmediatamente a su alrededor eran lisos; necesitaba algo dentado con lo que poder cortar las cuerdas. Pero no había nada, nada de nada, maldita sea.

– ¡¡Me oyes, fracasado de mierda, cabrón!!

Se le llenaron los ojos de lágrimas. «Oh, cariño, Kellie, te quiero tantísimo. No me hagas esto.»

¿Qué quería el gordo seboso? ¿Quién demonios era? ¿Cómo se llegaba a alguien así? Se lo preguntaba, pero, en el fondo, sabía quién era ese hombre y por qué estaban allí.

De repente, cuando cristalizaron sus pensamientos, sintió todavía más miedo. Había dejado a los niños con los padres de Kellie hacía un rato, durante la noche; su madre era bastante batalladora, pero su padre, postrado en la cama, estaba totalmente imposibilitado, pobre hombre. ¿Planeaba el gordo secuestrar también a los niños? ¿Qué pasaría si él o sus matones aparecían mientras la madre de Kellie estaba fuera?

Desesperado, Tom rodó por el suelo; la cadena se tensó. Tiró, haciendo caso omiso del dolor. Aguantando la respiración, volvió a tirar otra vez, y otra y otra y otra.

Pero nada cedió.

Se quedó quieto un rato. Entonces, tuvo una idea.

En ese momento, a cierta distancia, vio que volvía a aparecer el rectángulo de luz: la puerta. La cruzaron dos figuras, cada una con una linterna. Se le aceleró el pulso; sintió que se le tensaba la garganta. Se irguió, dispuesto a luchar, como fuera, como pudiera.

Una figura caminó hacia Kellie, la otra hacia él. Kellie estaba callada. Al instante siguiente, el haz de luz, como mercurio en sus ojos, lo deslumbró. Luego, se apartó e iluminó un vaso de cartón con agua y un panecillo en el suelo.

– Comida para ti -dijo una voz con un inglés roto, una voz dura que, a su oído inexperto, le pareció de la Europa del Este.

– Necesito orinar -dijo Tom.

– ¡Adelante, méate encima como todos los demás! -gritó Kellie.

– ¡No te orines! -contestó el hombre.

– Tengo que hacerlo -imploró Tom-. Por favor, llevadme al baño.

El hombre era alto, delgado, de casi treinta años, vestía muy elegante todo de negro, tenía el rostro severo y llevaba un corte de pelo moderno. Ahora Tom distinguió sus facciones. Pero, lo que era más importante, pudo ver lo que había detrás.

La hilera más próxima de bidones con sustancias químicas.

– Come -volvió a decir el hombre, luego se alejó, acompañado por su compañero.

Unos segundos después, se habían ido; el rectángulo de luz desapareció. Tom y Kellie volvían a estar a oscuras.

– ¿Cariño? -dijo Tom.

Silencio.

– Cariño, por favor, escúchame.

– ¿Por qué no me han traído nada de beber? -dijo ella.

– Han traído agua.

– No me refería a eso, joder.

¿Desde cuándo bebía?, se preguntó Tom. ¿Cuánto tiempo había estado sin darse cuenta?

– ¿Cómo se supone que voy a beber con los brazos atados? ¿Me lo explicas, señor Marido Listillo?

Tom movió la cabeza despacio hacia donde habían dejado el agua y el panecillo. Tocó el vaso con la nariz y maldijo para sí por la humillación a la que le estaban sometiendo. Moviendo los labios con cuidado por el borde del vaso, desesperado por no derramar ni una preciosa gota, al fin cogió el borde con los dientes, inclinó el vaso y lo apuró con avidez.

Luego, como una especie de animal nocturno ciego, buscó con la nariz hasta que encontró el panecillo. No tenía hambre, pero se obligó a comer un bocado. Se esforzó por masticar y tragar. Después, comió otro bocado, tragó y escupió el resto.

– Creo que deberíamos irnos a casa -anunció Kellie-. ¿Crees que nos darán una bolsita de chucherías?

Y por primera vez en los dos últimos días, Tom sonrió. Quizás estuviera tranquilizándose.

– Por ahora, no me ha impresionado su hospitalidad -dijo, intentando devolverle el chiste; pero sus palabras se perdieron en el silencio oscuro.

Gracias al agua y a la comida ya se sentía un poco mejor, estaba recuperando las fuerzas. Decidió actuar.

Medio rodando, medio retorciéndose, avanzó despacio, dolorosamente, por el suelo, hacia la izquierda, en la dirección que había memorizado hacía unos minutos gracias a la luz de la linterna.

Hacia la hilera de bidones de sustancias químicas.

Entonces, notó un tirón de la cadena en el tobillo y le entró el pánico. «Por favor, sólo un poquito más, cede sólo un poquito más.» Tiró con fuerza, pero el cepo se le clavó aún más y gritó de dolor.

– Tom, ¿estás bien? ¿Cariño?

Ahora Kellie estaba tranquila, gracias a Dios.

– Sí -dijo entre dientes, preocupado de repente por si alguien estaba escuchando-. Estoy bien.

Luego su cara dio con algo. «Por favor, que no sea la pared.»

Era algo de plástico, redondo, estaba frío. ¡Era un bidón!

Intentó levantarse apoyándose en él. El bidón se tambaleó. Él resbaló. Rodó sobre la tripa, con las piernas atadas por detrás; sintió un dolor atroz en el tobillo e intentó levantarse, luego otra vez. Por fin, tras coger aire profundamente y soltarlo, se impulsó con todas sus fuerzas. Lo consiguió. Puso la barbilla en el borde del bidón.

Despacio, moviéndose hacia atrás, con la barbilla pegada a la parte superior del bidón, lo inclinó; pesaba mucho más de lo que había imaginado, pesaba demasiado para él. De repente, volcó y cayó al suelo con un estruendo fuerte que resonó por todo el almacén.

– ¿Tom? -gritó Kellie.

– No pasa nada.

– ¿Qué haces?

– Nada.

Tan deprisa como pudo, se acercó al borde, palpó en la oscuridad para saber dónde estaba la cuerda que le ataba los brazos a los costados y comenzó a frotarla contra el borde rugoso.

Al cabo de unos minutos -casi tan sorprendido como aliviado de que realmente funcionara- fue capaz de separar los brazos del cuerpo. Era sólo un pequeño paso, lo sabía, pero se sentía como si hubiera escalado el Everest. Lo invadió una sensación de alivio. ¡Sabía cómo hacer aquello!

Ahora balanceó en la oscuridad las manos, todavía atadas, para buscar el borde del bidón. Lo encontró y comenzó a frotar con energía la cuerda de las muñecas. Despacio, con constancia, notó que los hilos cedían y que la presión se aflojaba. Y, de repente, tenía las manos libres. Las sacudió para soltarse el último trozo de cuerda de la muñeca, se levantó, estiró los brazos y dobló las manos para intentar que la sangre volviera a circular por ellos.

– ¿Vamos a morir aquí, Tom? -gimoteó Kellie.

– No, no vamos a morir aquí.

– Mamá y papá no podrían criar a los niños. Nunca hemos pensado en eso, ¿verdad?

– No vamos a morir.

– Te quiero muchísimo, Tom.

Casi se echó a llorar de nuevo al oír su voz. Había tanta ternura, tanto afecto, tanto cariño en ella.

– Te quiero más que a nada en el mundo, Kellie -dijo, inclinándose hacia delante, palpando las cuerdas que le ataban las piernas hasta que llegó al nudo.

Estaba increíblemente apretado, pero trabajó en él sin descanso y al cabo de un ratito comenzó a aflojarse. Y, de repente, ¡tenía libres las piernas! Salvo por el tobillo encadenado. Si el hombre gordo volvía ahora, se iba a armar una buena. Pero era un riesgo que debía correr.

Se arrodilló, cogió el bidón por el borde, luego se levantó y, con todas sus fuerzas, lo puso derecho. Luego, palpó la parte superior para encontrar la tapa y la localizó deprisa, puso las manos alrededor, las movió por la superficie para intentar averiguar cómo se abría. Por primera vez en su vida, comprendía qué debía de sentir un ciego.

Había un alambre torcido y un sello de papel encima. Pasó los dedos por debajo del alambre y tiró de él. Se cortó. Se metió la mano en el bolsillo, sacó el pañuelo y se envolvió los dedos, luego lo intentó de nuevo. El alambre se rompió.

– ¿Por qué estamos aquí, Tom? -preguntó Kellie con tristeza-. ¿Quién es ese gordo seboso?

– No lo sé.

– ¿Qué ha querido decir con eso de que «la muerte nos sentaría bien»?

– Sólo intentaba asustarnos -contestó Tom, que intentó parecer convincente, y que se esforzó por conseguir que la tapa se moviera, consciente de que su voz sonaba bastante más fuerte de lo normal. Un plan impreciso, poco sólido, cobraba sentido en su mente.

Despacio, la tapa comenzó a girar. Hicieron falta cinco, quizá seis vueltas completas para que pudiera soltarse. Un hedor acre repugnante y abrasador le llenó la nariz al instante. Retrocedió tambaleándose, ahogándose, soltó la tapa y oyó cómo se alejaba rodando en la oscuridad.

– ¿Tom?-lo llamó Kellie, alarmada.

Siguió tosiendo, le ardían los pulmones. Intentaba recordar las clases de química en el colegio, una asignatura que se le daba fatal. En el laboratorio de química había botellas de ácido. El sulfúrico y el clorhídrico fueron los que recordó de inmediato. ¿Aquella sustancia, fuera lo que fuese, disolvería la cadena atada al tobillo?

Pero ¿cómo podía sacarla del bidón en la oscuridad? Si el bidón caía y la sustancia se derramaba, podía extenderse por el suelo y llegar a donde estaba Kellie. O asfixiarlos.

Luego, sintió que se le paraba el corazón. Vio el rayo de luz por el rabillo del ojo. El rectángulo en la distancia. Alguien entraba.

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