Capítulo 57

Tom le leyó a Jessica unas páginas de El grúfalo. No le puso ningunas ganas y la niña no le escuchaba demasiado. Tampoco le había ido mejor con Max.

No hacía más que pensar, abatido, en que debía de ser un padre horroroso. Los niños querían a su madre, lo cual era totalmente comprensible, pero comenzaba a sentirse más que inepto como sustituto. Ahora incluso parecían preferir la compañía de Linda Buckley a la suya. La agente estaba sentada abajo, esperando a que llegara el compañero de Relaciones Familiares que iba a reemplazarla durante la noche.

Tom cerró el libro, dio un beso de buenas noches a su hija, que estaba muy despierta y cerró la puerta. Luego entró en su estudio y realizó otra ronda de llamadas: a los padres de Kellie, que habían estado telefoneando prácticamente a cada hora; a todos sus amigos; y, de nuevo, a su hermana de Escocia, que estaba preocupadísima. Nadie sabía nada de ella.

Después, fue a su cuarto y abrió el cajón de arriba de la cómoda victoriana donde Kellie guardaba su ropa. Hurgó entre sus jerséis, y olió su perfume en las prendas. Pero no encontró nada. Después, abrió el cajón de abajo, que estaba atestado de ropa interior. Y su mano tocó algo duro y redondeado. Lo sacó.

Era una botella de vodka de la marca Tesco; sellada, sin abrir.

Encontró una segunda botella, también sin abrir. Luego una tercera.

Esta estaba medio vacía.

Se sentó en la cama y se quedó mirándola. ¿Tres botellas de vodka en el cajón de la ropa interior?

«Seguramente sólo querrá beber vodka. La vi. Prometí que no lo contaría.»

Dios santo.

Volvió a mirar la botella. ¿Debería llamar al sargento Branson y contárselo?

Intentó estudiar la situación detenidamente. Si se lo contaba, ¿qué pasaría? Quizás el detective perdería interés, quizá creería que Kellie era rara y que tal vez se había ido de juerga.

Pero él la conocía mejor. Al menos, hasta hacía un minuto.

Rebuscó entre el resto de los cajones, pero no encontró nada más. Dejó las botellas en su sitio, cerró el cajón y bajó.

Linda Buckley estaba sentada en el salón, viendo la tele, una serie policiaca ambientada en los sesenta. El sargento de la comisaría tenía una cajetilla de cigarrillos sobre la mesa y ofreció uno a una mujer con el pelo recogido en un moño que parecía nerviosa.

– ¿Le gusta ver series de policías? -le preguntó Tom sin convicción, intentando entablar una conversación.

– Sólo las ambientadas en el pasado -dijo-. Las modernas no me gustan. Se equivocan en muchas cosas, me ponen histérica. Estoy todo el rato refunfuñando, diciéndome: «¡Eso no es así, por el amor de Dios!».

Tom se sentó y se preguntó si era prudente confiar en ella.

– Tiene que comer algo, señor Bryce. ¿Quiere que le caliente la lasaña en el microondas? -le preguntó la policía antes de que tuviera ocasión de decir nada.

Tom le dio las gracias; tenía razón. Aunque lo único que le apetecía era tomar un trago bien fuerte. La policía se levantó y fue a la cocina. Tom se quedó mirando fijamente la pantalla, pensando en las botellas de vodka, preguntándose por qué Kellie tenía un escondite secreto. ¿Cuánto tiempo hacía que bebía? Y, lo que era más importante, ¿por qué?

¿Explicaba aquello su desaparición?

No lo creía. O, al menos, no quería creerlo.

La serie de policías terminó y comenzaron las noticias de las nueve. Le llegó el olor a carne, y se le revolvió el estómago. No tenía apetito. Tony Blair y George Bush se estrechaban la mano. Tom desconfiaba de los dos, pero hoy apenas se fijó en ellos. Vio unas imágenes movidas de Iraq, luego una fotografía de una adolescente guapa a quien habían encontrado violada y estrangulada cerca de Newcastle, seguida del ruego de un inspector torpe y con dificultades de expresión que llevaba el pelo de punta y que era evidente que carecía de experiencia ante los medios de comunicación.

– ¡La lasaña está en la mesa! -gritó la agente de Relaciones Familiares con tono autoritario.

Manso como un cordero, entró en la cocina y se sentó. El televisor estaba encendido, con las mismas noticias.

Comió un par de bocados de lasaña, luego la dejó; le costaba tragar.

– Creo que deberíamos poner una nota en la puerta de entrada -dijo-, para que su compañero no llame al timbre. No quiero que los niños se despierten y piensen que es su madre que llega a casa.

– Buena idea -dijo la agente, que cogió un trozo de papel de su carpeta y se dirigió hacia la puerta-. Y quiero ver el plato limpio cuando vuelva.

– Sí, jefa -dijo Tom, esbozando una sonrisa forzada. Luego se obligó a comer otro trozo de lasaña mientras ella lo vigilaba.

Entonces, momentos después de que la policía hubiera salido de la cocina, el presentador del informativo anunció una noticia de última hora.

– La policía de Sussex investiga esta noche el asesinato del pederasta convicto Reginald D'Eath, hallado muerto hoy en su casa del pueblo de Rottingdean en East Sussex.

En la pantalla apareció una fotografía de D'Eath. A Tom se le cayó el tenedor, horrorizado.

Era el capullo del tren.

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