Capítulo 36

Grace condujo mientras Emma-Jane Boutwood, elegantemente vestida con un traje de dos piezas azul marino y una blusa azul pálido, estaba sentada en el asiento del copiloto de un Ford Mondeo camuflado, con las indicaciones que había imprimido de Internet encima de un gran sobre marrón sobre las rodillas.

Normalmente, Roy Grace habría aprovechado la oportunidad que ofrecía un trayecto en coche de una hora para conocer mejor a un miembro joven de su equipo, pero esta mañana tenía demasiadas cosas en la cabeza, de las cuales el enfado con Norman Potting sólo era una pequeña parte, así que sólo conversaban esporádicamente. Emma-Jane le habló un poco de ella: su padre tenía una agencia de publicidad en Eastbourne y su hermano menor había superado un tumor cerebral hacía unos años. Lo suficiente para que Grace percibiera al ser humano que se escondía tras la fachada de policía joven y ambiciosa que veía en el trabajo. Pero ella recibió muy poco de él a cambio y después de intentar en varias ocasiones entablar una conversación con él, Emma-Jane captó la indirecta de que Grace quería silencio.

Condujo a una velocidad constante de 120 kilómetros por hora, en sentido contrario a las agujas del reloj por la M 25. Era una de las carreteras que menos le gustaban y como habitualmente sufría grandes retenciones mucha gente la había apodado «el mayor aparcamiento del mundo», pero este sábado por la mañana, había poco tráfico y avanzaban con fluidez. Después de un comienzo de día agradable, el tiempo estaba empeorando, el cielo tenía un color cada vez más oscuro que no presagiaba nada bueno. Algunas gotas de lluvia chocaban contra el cristal, pero no las suficientes todavía para accionar los limpiaparabrisas. Apenas se había fijado; conducía con el piloto automático puesto, la mente centrada en el caso.

Janie Stretton había sido asesinada el martes por la noche y estaban a sábado por la mañana, y aún no habían encontrado la cabeza, ni el móvil ni ningún sospechoso.

Ni una maldita pista.

Y Alison Vosper le había dicho que el lunes el tremendamente arrogante inspector Cassian Pewe de la Met se uniría al Departamento de Investigación Criminal de Brighton con el mismo rango que él. No dudaba en absoluto que la subdirectora estaba esperando a que diera un paso más en falso para apartarle volando del caso y sustituirlo por Pewe, con su pelo rubio y brillante, sus ojos azules angelicales y su voz invasiva como la fresa de un dentista.

Alison Vosper estaría encantada de que su nuevo protegido -que es lo que Pewe parecía a los ojos de Grace- destacara enseguida, y no podía haber mejor escaparate que un asesinato como éste, en el que el equipo que lo investigaba no estaba consiguiendo ningún resultado.

Lo que más desconcertaba a Grace era la naturaleza salvaje del asesinato -el agresor debía de estar totalmente histérico- y que, sin embargo, aparentemente no hubiera habido agresión sexual. ¿Tenían en sus manos a un degenerado total, quizás otro esquizofrénico como Peter Sutcliffe, el destripador de Yorkshire? ¿Un hombre que oía la voz de Dios diciéndole que matara a prostitutas?

¿O Janie Stretton tenía un enemigo?

Obviamente, su último novio, Justin Remington, era un sospechoso en potencia, pero por lo que había dicho el padre de Janie se trataba de una posibilidad muy remota. Bella Moy juzgaba bien a las personas; Grace tendría mejores sensaciones acerca de aquel hombre después de que la sargento lo interrogara, lo que sucedería hoy, con suerte, si podía localizarle. Si tenía el presentimiento de que algo no iba bien, Grace iría a ver al ex novio en persona. Pero si, como sospechaba, no era Justin Remington, entonces, ¿quién? ¿Por qué? ¿Dónde estaba ahora el asesino? ¿Ahí fuera, en algún lugar, a punto de volver a matar?

La noche anterior, después de ir a ver a Brent Mackenzie, había comprado fish and chips y cebollitas con vinagre, y se llevó la comida al casi desierto MIR Uno. La acompañó con una taza de té de sabor astringente de la máquina expendedora, mientras estudiaba las notas del caso actualizadas que Hannah Loxley, la mecanógrafa del equipo, le había preparado.

Se quedó sentado un buen rato, mirando la fotografía de Janie Stretton, luego las dos grandes pizarras blancas. En una estaba clavada una sección de un mapa de Peacehaven del servicio oficial de cartografía, con los dos lugares donde habían encontrado la mano y el resto del cuerpo sin cabeza marcados con un círculo rojo. También había fotografías del cadáver donde se encontró, un par tomadas durante la autopsia, una del escarabajo hallado en el recto. Podía imaginar, con total claridad, todos los detalles de las mismas y, de repente, se estremeció.

«¿Qué te pasó el martes por la noche, Janie? ¿Y quién era Anton? ¿Fue Anton quien te hizo esto?»

Volvió a pensar en Derek Stretton. Más del 95 por ciento de las víctimas de homicidio del Reino Unido eran asesinadas por un familiar o un conocido. ¿Se les había escapado algo a él y a Glenn Branson el día anterior cuando habían ido a ver al padre de Janie? ¿Había dicho algo ese hombre que sugiriera que había despedazado a su propia hija? Todo era posible; Grace lo había aprendido durante sus años en el cuerpo. Pero Stretton parecía sincero, un padre triste, deprimido y perdido. No tenía el aura de un hombre que hubiera matado a alguien.

La radio del coche emitió un ruido. Ahora estaban fuera del alcance de las ondas de la policía de Sussex y recibían a un controlador de la zona de Bromley que solicitaba que un coche acudiera a un accidente de tráfico. Emma-Jane bajó el sonido.

– Casi estamos -dijo-. Pasa la siguiente rotonda, luego coge la segunda calle a la izquierda.

De repente, como si el cielo hubiera estado reservándose, un torrente de lluvia explotó sobre el parabrisas, bailó en el capó del Ford y repiqueteó como guijarros en el techo. Grace buscó a tientas los limpiaparabrisas, luego los accionó, primero despacio, luego más deprisa; apartaron la lluvia, con lo que crearon una película opaca y, durante unos momentos, tuvo que concentrarse intensamente hasta que el cristal se despejó un poco.

– ¿Te gustan los insectos?-preguntó Grace.

Emma-Jane hizo una mueca.

– En realidad, no. ¿Y a ti?

– No me vuelven loco -admitió.

Giró a la izquierda donde le había indicado y entraron en una calle de casas pareadas de los años treinta, no muy distinta a las de su propia calle. Al final, vio un pequeño polígono industrial; más allá, la calle pasaba por debajo de un puente de ferrocarril. Al fondo, a la izquierda, había más casas pareadas, luego una calle comercial concurrida.

– Es aquí -dijo la detective.

Grace aminoró, buscando un espacio para aparcar delante de las tiendas. Vio una panadería, una farmacia y una tienda de baratijas con sillas viejas, un coche de juguete, una mesa de pino y otros artefactos desparramados por la acera; había un centro médico al lado y, después, una tienda de trofeos deportivos. Luego, vio lo que parecía una tienda de animales, con el escaparate lleno de jaulas pequeñas vacías. El cartel sobre el escaparate decía: «Erridge y Robinson. Importaciones y suministros».

Aparcaron el coche un poco más adelante, luego volvieron atrás corriendo bajo la lluvia, Emma-Jane tapándose con el sobre marrón grande, y entraron en el local; al abrir la puerta, se disparó un timbre agudo.

El olor impactó a Grace al instante: un hedor fuerte, intensamente acre, rebajado sólo un poquito con serrín. Estaban en una zona poco iluminada, totalmente rodeados, del techo al suelo, por jaulas con luces ultravioletas, dentro de algunas vio insectos arrastrándose. Miró dentro de una jaula, a sólo unos centímetros de donde estaba, y vio un par de antenas marrones que se movían. Un escarabajo muy grande, demasiado grande y demasiado cerca para su gusto. Retrocedió unos pasos, se secó unas gotas de lluvia de la frente y miró a la detective frunciendo el ceño como diciendo: «¿Qué clase de lugar es éste?».

Luego, vio una araña o, mejor dicho, una pata peluda amarilla y negra, seguida de otra pata, luego otra; cruzó su jaula en tres movimientos rápidos. Era enorme, tenía las patas extendidas y ahora era bien visible; el bicho no habría cabido en un plato llano.

Emma-Jane también la estaba mirando; parecía muy incómoda, igual que él. Cuanto más miraba a su alrededor, más ojitos y antenas veía que se movían. Y el hedor casi le provocaba arcadas.

Luego, se abrió una puerta interior y apareció un hombre bajito y delgado de casi cincuenta años que llevaba un peto marrón y una camisa blanca abotonada hasta arriba, pero sin corbata. Tenía los ojos pequeños y recelosos bajo unas cejas grandes y pobladas que parecían dos orugas peleando.

– ¿En qué puedo ayudarlos? -preguntó con voz aflautada y un tono claramente agresivo.

– ¿Es usted George Erridge?

Su respuesta fue muy dubitativa e interminable.

Sssí.

– Soy la detective Boutwood -dijo Emma-Jane-. Hablamos ayer. Él es el comisario Grace, del Departamento de Investigación Criminal.

Grace le mostró su placa. El hombre la miró, pareció leer cada palabra, le temblaba la cara, las cejas luchando a brazo partido.

– Sí -dijo-. Bien. -Luego miró a los dos agentes en un silencio expectante.

Emma-Jane sacó una fotografía en color del sobre y se la entregó al hombre.

– Buscamos a alguien que podría haber suministrado esta criatura a un cliente de Inglaterra.

George Erridge echó sólo un vistazo breve a la fotografía y casi al instante dijo:

Copris lunaris.

– ¿Importa usted insectos tropicales? -dijo Grace. El hombre pareció ofendido.

– No sólo tropicales. Europeos, panasiáticos, australianos, de todo el mundo, en realidad.

– ¿Es posible que importara éste?

– Por lo general, tengo existencias. ¿Quiere verlas?

Grace tuvo la tentación de responder: «No, la verdad es que no», pero contestó diligentemente:

– Sí, quiero verlas.

El hombre los condujo por la puerta interior de la que había salido a un cobertizo de unos treinta metros. Como la tienda, estaba lleno de jaulas desde el suelo al techo; allí el olor aún era peor, mucho más acre, y la iluminación era igualmente escasa.

– Este es el cuarto de las cucarachas -les explicó Erridge con un toque de orgullo-. Suministramos muchas a la industria farmacéutica, para pruebas.

Grace, que siempre había odiado las cucarachas, se detuvo y miró dentro de una jaula en la que había unas veinte criaturas marrones. Se estremeció.

– Es uno de los animales más fuertes del planeta -dijo el hombre-. ¿Sabían que si le cortan la cabeza a una cucaracha puede seguir viviendo hasta quince días? Sigue regresando a su fuente de alimentación original. Sólo que no puede comer, claro.

– ¡Qué asco! -soltó Emma-Jane.

– No lo sabía -dijo Grace, que estuvo a punto de añadir: «Gracias por compartirlo conmigo».

– Sobrevivirían a un holocausto nuclear. Dejaron de evolucionar hace cientos de miles de años. No dice mucho en favor de la raza humana, ¿verdad?

Grace lo miró, no sabía qué responder. Luego él y Emma-Jane lo siguieron por otra puerta interna hasta un cobertizo aún más largo. A medio camino, George Erridge se detuvo y señaló una jaula pequeña.

– Ahí está -dijo-. Copris lunaris.

Roy Grace se quedó mirando unos momentos antes de ver uno de los escarabajos con sus marcas distintivas, inmóvil.

– Entonces, si me permite la pregunta, ¿qué interés tienen exactamente en estos escarabajos? -dijo Erridge.

Era tan tentador contárselo, y ver la cara que ponía, que Grace tuvo que esforzarse mucho por contenerse.

– No puedo contarle las circunstancias, pero hallamos uno de estos escarabajos en una escena del crimen. Lo que nos gustaría es que confeccionara una lista de los clientes que le hayan comprado uno de estos ejemplares recientemente.

George Erridge se quedó callado, pero juntó furiosamente las cejas.

– Sólo he tenido un cliente en los últimos meses. No hay mucha demanda, en realidad. Sólo algún que otro coleccionista y museos nuevos, no tengo muchos encargos.

– ¿Quién fue el cliente? -preguntó Grace.

Erridge se metió las manos en los bolsillos del peto, luego empujó la lengua contra el labio inferior.

– Mmmm. Era un tipo curioso, como con acento de la Europa del Este. Me llamó hace unas dos semanas y me pidió específicamente si tenía algún Copris lunaris en stock. Dijo que quería seis.

– ¿Seis? -dijo Grace, horrorizado. Inmediatamente pensó: «¿Seis asesinatos como éste?».

– Sí.

– ¿Vivos o muertos?

Erridge lo miró de forma extraña.

– Vivos, claro.

– ¿A quién suministra normalmente?

– Como le he dicho, a la industria farmacéutica, museos de historia natural, coleccionistas privados, a veces a compañías cinematográficas. Hace poco suministré una tarántula para una producción de la BBC. Le contaré un secreto comercial: los insectos son mucho más fáciles de controlar que otros animales. Si quieres una cucaracha dócil, la pones en una nevera cuatro horas. Si quieres una cucaracha agresiva, la pones unos minutos en una sartén a fuego lento.

– Lo recordaré -dijo Grace.

– Sí -contestó Erridge muy serio-. Es lo que hay que hacer. No sufren. No sienten el dolor igual que nosotros.

– Qué suerte.

– Pues sí.

– ¿Qué datos tiene sobre este hombre que compró los seis escarabajos? -preguntó Emma-Jane.

– No tengo ningún dato -contestó George Erridge un poco a la defensiva-. Sólo guardo un registro de mis clientes habituales.

– Entonces, ¿no había tratado antes con este hombre? -preguntó la detective.

– No.

– Pero ¿lo vio? -preguntó Grace.

– No. Llamó y preguntó si los tenía y me dijo que mandaría a alguien a recogerlos. Mandó un taxi privado y el conductor pagó en metálico.

– ¿De una empresa local?

– No sabría decirle. No utilizo taxis privados, no puedo permitírmelos.

El móvil de Grace sonó de repente y luego vibró. El comisario se excusó, se alejó del experto en insectos y contestó.

– Comisario Grace -dijo.

Era Branson.

– Hola, viejo -dijo-. ¿Cómo va?

– Estoy de tiendas -dijo Grace-. Estoy comprando tu regalo de cumpleaños. ¿Qué pasa?

– El tipo que me ha telefoneado durante la reunión, el paranoico al que he tenido que llamar a una cabina y que decía tener información sobre el asesinato de Janie Stretton.

– Sí -dijo Grace.

– Dice que lo vio en su ordenador después de introducir un CD que encontró en un tren.

– ¿Va a dejarnos echar un vistazo?

– Estoy en ello.

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