Capítulo 31

Hacía más viento en Brighton que en Londres, pero el aire era suficientemente templado para estar fuera.

Girls Aloud retumbaba en el reproductor de CD que la barbacoa llevaba incorporado y un espectáculo de luces digital acompañaba la música. Jessica, que iba vestida con unos vaqueros anchos, una camiseta negra y zapatos relucientes, la melena larga y rubia en movimiento, y Kellie, descalza y con unos pantalones pirata blancos y una camisa de hombre a rayas, bailaban en el césped, moviendo el esqueleto desenfrenadamente, riéndose y pasándolo bomba.

Max, que llevaba unos pantalones cortos grises sucios y una sudadera Dumbledore aún más sucia, el pelo rubio alborotado cayéndole sobre la frente, aún no había acabado de inspeccionar la barbacoa. La trataba con la reverencia con la que habría tratado una nave espacial que hubiera aterrizado en el jardín. En realidad, era lo que parecía.

Era enorme, ocupaba un buen trozo del jardín, medía dos metros y medio de punta a punta, era curvada, tenía un diseño futurista y estaba hecha de acero inoxidable, aluminio cepillado y un material revestido de mármol negro, acompañada de taburetes plegables sumamente cómodos. Parecía más la barra de uno de esos hoteles ultramodernos, en los que a veces Tom se reunía con sus clientes para tomar una copa, que un aparato para asar salchichas.

La Jirafa debía de haber pasado veinte veces aquella tarde. Tom vio la cabeza de Len Wainwright, inclinada hacia delante muy por encima de la verja alta de madera, asomándose continuamente, arriba y abajo, arriba y abajo, muriéndose de ganas por llamar la atención de Tom y ponerse a cotorrear sobre el aparato. Pero Tom no estaba de humor para charlas esta noche.

– ¿Para qué sirve esto, papá? -gritó Max por encima del sonido de la música y señalando la pantalla digital.

Tom dejó la copa de vino rosado y pasó las hojas del apartado en inglés de un manual de instrucciones del tamaño de la guía telefónica de Londres.

– Creo que mide la temperatura del interior de la carne, o lo que sea que estés cocinando.

Max abrió y cerró la boca, como hacía siempre cuando algo le impresionaba. Luego, frunció el ceño.

– ¿Y cómo lo sabe?

Tom abrió un compartimento y señaló un pincho.

– El pincho tiene un sensor, que lee la temperatura interna. Es como un termómetro.

– ¡Guau! -A Max se le iluminó la mirada, luego se quedó pensativo otra vez y retrocedió unos pasos-. Es grande grande, ¿verdad?

– Un poco -dijo Tom.

– Mamá ha dicho que quizá nos mudamos, que tendremos un jardín mayor y que entonces no será tan grande.

– ¿Eso ha dicho? -dijo Tom.

– Ha dicho eso exactamente. ¿Vienes a jugar a Truck Racing conmigo?

– Tengo que ponerme a cocinar. Vamos a comer dentro de poco. ¿No tienes hambre?

Max frunció la boca. Siempre pensaba cualquier respuesta detenidamente, incluso una tan básica como ésa. A Tom le gustaba aquella cualidad; lo consideraba una señal de la inteligencia de su hijo. De momento, no parecía haber heredado la imprudencia de su madre.

– Mmm. Bueno, podría tener hambre pronto, creo.

– ¿Sí? -Tom sonrió y le acarició la cabeza cariñosamente.

Max se apartó.

– ¡Me vas a despeinar!

– ¿Sí?

El niño asintió con aire de gravedad.

– ¡Creo que estás borracho!

Tom lo miró escandalizado.

– ¿Borracho? ¿Yo?

– Es la tercera copa de vino que te bebes.

– Las estás contando, ¿verdad?

– Nos han hablado en el cole sobre beber demasiado vino.

Ahora Tom se escandalizó aún más. ¿Ahora el Estado paternalista mandaba a los niños a casa después del colegio a espiar los hábitos de consumo de alcohol de sus padres?

– ¿Quién, Max?

– Una mujer.

– ¿Una de tus maestras?

Negó con la cabeza.

– Una nihilista.

Tom olió el humo dulce de la barbacoa que llegaba de los jardines de los vecinos. Seguía hojeando el manual, intentando averiguar cómo encender la parrilla de gas.

– ¿Una nihilista?

– Nos contó qué era bueno comer -contestó Max.

Ahora Tom lo captó, o eso creía.

– ¿Quieres decir una nutricionista?

Después de reflexionar, Max asintió.

– ¿No podemos jugar una partida de Truck Racing antes de que te pongas a cocinar?

Tom por fin encontró el botón de encendido y apagado. El manual de instrucciones decía que se precalentara la parrilla durante veinte minutos. Kellie y Jessica parecían estar encantadas, bailando una canción más.

– Una partida.

– ¿Me prometes que no me ganarás? -preguntó Max.

– No sería justo, ¿verdad? -dijo Tom, siguiéndolo adentro-. De todos modos, nunca te gano, siempre ganas tú.

Max se echó a reír y subió corriendo a su cuarto delante de su padre. Tom se detuvo en la cocina para ver la televisión, por si ponían las noticias, y a llenarse la copa de vino…, y se acabó la botella. A no ser que Kellie se hubiera estado sirviendo, vio que Max estaba equivocado. No era la tercera copa, sino la cuarta. Por otro lado, el lunes pensaba llamar al director de Max para preguntarle a qué diablos estaba jugando, adoctrinar a los niños para que controlaran los hábitos de consumo de alcohol de sus padres…

Pero mientras subía las escaleras, procurando no derramar el vino, tenía algo infinitamente más importante en la cabeza. Se detuvo arriba, pensativo.

– Puedes coger cualquier color menos el verde, papá. El verde es mío, ¿vale? -gritó Max.

– Vale -gritó él-. ¡El verde es tuyo!

Max ganó la primera carrera con facilidad. En cuclillas sobre la moqueta del cuarto de su hijo, con el mando en las manos, Tom no lograba concentrarse en la carrera. Se empotró en la primera curva de la segunda carrera, luego volvió a salirse a la siguiente oportunidad, esparciendo neumáticos y balas de paja. Luego, chocó con una tribuna y dio unas cuantas vueltas de campana.

Durante las dos últimas horas, desde que había visto la fotografía de Janie Stretton en el Evening Standard y luego la había visto otra vez en las noticias de las seis al llegar a casa, se había quedado destrozado.

No podía seguir obviando lo que había pasado. Sin embargo, el e-mail que había destrozado su ordenador le demostraba que esta persona o personas -quienes fueran- iban en serio, lo que significaba que la amenaza iba en serio.

¿Tenía realmente información útil que aportar a la policía? Lo único que había visto era un par de minutos de la joven apuñalada por una figura encapuchada. ¿Podía ayudar eso realmente a la policía?

¿Algo por lo que mereciera la pena poner en peligro la seguridad de su familia?

Se repitió el argumento una y otra vez. Y cada vez llegaba a la misma conclusión ineludible de que sí, quizás había algo que pudiera ayudar a la policía. Si no, ¿por qué habían dirigido las amenazas hacia él?

Se dio cuenta de que tenía que hablarlo con Kellie. ¿Le creería?, ¿creería que había introducido inocentemente el CD en el ordenador?

Y si ella no estaba de acuerdo en acudir a la policía, entonces, ¿qué haría? ¿Qué le diría su conciencia?

La gente a la que siempre había admirado, los verdaderos héroes, del pasado y del presente, eran esos hombres y mujeres que estaban dispuestos a enfrentarse a lo que estaba mal. A dar la cara por sus principios.

Tom observó a Max un momento, los ojos alerta, los dedos moviéndose con pericia por los controles, su camión avanzando a toda velocidad por la pista. Fuera, la música dio una tregua y oyó a Jessica riéndose alegremente.

¿No tenían ellos algo que decir en el tema?

¿Tenía derecho a poner en peligro sus vidas por aquello en lo que él creía? ¿Qué habría hecho su padre en esta situación?

Dios santo, era en momentos como éste cuando más echaba de menos a sus padres. Qué fácil habría sido todo si hubiera podido recurrir a ellos y pedirles consejo.

Pensó en su padre, un hombre decente que trabajaba de jefe de ventas para una empresa alemana que fabricaba cepillos de limpieza industriales. Era un hombre alto y delicado, y sacristán de la iglesia anglicana de la ciudad, que fue a misa todos los domingos de su vida; Dios lo recompensó dejando que la puerta trasera de una furgoneta de reparto de leche le cortara la cabeza en la autopista M1 a la edad de cuarenta y cuatro años.

Su padre le habría dado una perspectiva cristiana, el punto de vista de un ciudadano responsable, sin duda: que Tom informara de lo que había visto y también de la amenaza. Pero nunca había sido capaz de compartir la fe de su padre en Dios.

Le preguntaría a Kellie, decidió. Era muy sabia. Acataría lo que ella dijera, fuera lo que fuera.

Загрузка...