Capítulo 53

La sala de visionado del centro de investigaciones era un cubículo minúsculo sin ventanas, a unos metros de distancia del MIR Uno en el mismo pasillo. Sólo con Glenn Branson y Tom Bryce ahí metidos, la sensación ya era de aglomeración y claustrofobia. Un ejemplo más, según Branson -y eso que él sólo visitaba la sala de vez en cuando- de lo mal que se había planificado la reforma del edificio.

Tom Bryce estaba sentado a la mesa, delante de un monitor, y a su izquierda había un vídeo y una pila donde se amontonaban diversos CD. El aparato estaba cargado con imágenes de dos cámaras de seguridad de la estación de tren de Preston Park, la primera parada al norte de Brighton, usada con frecuencia por los trabajadores de la periferia tanto por su ubicación cómoda en las afueras como por el aparcamiento gratuito que ofrecían las calles de alrededor. Era la estación donde se había bajado el capullo que iba sentado a su lado en el tren el martes pasado por la tarde y que se había olvidado el CD.

El agente Bunting no le había fallado. Dos horas después de que Glenn llamara a la policía de los Transportes Británicos, el agente había conseguido las imágenes del andén de Preston Park de los trenes que iban al sur a la hora en que llegaba el tren de Tom.

Tom se obligó a concentrarse, pero le costaba, ya que estaba preocupadísimo por Kellie. Temblaba porque no había comido nada en todo el día y había bebido demasiada cafeína. Notaba el estómago como si lo tuviera lleno de alambres de púas. De repente, le sonó el móvil

Miró la pantalla, pero no reconoció el número.

– Será mejor que conteste -dijo.

Branson asintió con la cabeza.

Era Lynn Cottesloe, la mejor amiga de Kellie, que también vivía en Brighton. Se preguntaba si había noticias o algo que ella y su marido pudieran hacer para ayudar. ¿Podían llevarles comida? ¿Ayudarle con los niños? Tom le dio las gracias y le dijo que la policía había organizado turnos con agentes de Relaciones Familiares. Lynn le dijo que la llamara en cuanto se supiera algo, y él le prometió que así lo haría. Luego, reanudó su tarea.

La primera cámara mostraba todo el andén, desde un punto estratégico en alto. Un tren estaba saliendo de la estación. Un reloj en la esquina superior derecha marcaba las 19.09.

– Ese es el Thameslink, el servicio de London Bridge -le informó Glenn Branson-. El suyo llegará dentro de un par de minutos.

Tom pasó la cinta hacia delante, luego la paró cuando un nuevo tren apareció en la vía. Se puso nervioso. El tren se detuvo. Se abrieron las puertas y unas treinta personas bajaron al andén. Pulsó el botón de pausa y las examinó detenidamente a todas.

Ni rastro del capullo.

– ¿Es el tren correcto? -preguntó.

– No hay duda. Es el tren rápido de las 18.10 que sale de Victoria, el que usted me dijo que mirara -contestó Branson-. Avance un poco la cinta. Es probable que aún no se haya bajado todo el mundo.

Tom pulsó el play y toda la gente cobró vida de nuevo. Escudriñó las puertas abiertas del tren, muchas de las cuales volvieron a cerrarse, intentando calcular en qué vagón se había sentado. Era más o menos el cuarto si empezaba a contar por el principio, creía que era el que estaba mirando ahora.

Y entonces lo vio.

El hombre corpulento de rostro aniñado, vestido con una camisa estilo safari y unos pantalones anchos sin forma y con una bolsa de viaje pequeña en la mano, estaba bajando ahora al andén y miraba a su alrededor detenidamente, casi como si quisiera asegurarse de que no había moros en la costa antes de salir.

«¿Por qué?», se preguntó Tom, clavando un dedo en el botón de pausa.

El hombre se detuvo a medio paso, el pie izquierdo enfundado en una deportiva en el aire, la cara ligeramente inclinada hacia la cámara, pero sin percatarse de ella. Aunque la expresión de profunda consternación de su rostro era manifiesta.

Tom Bryce pulsó el play otra vez y al cabo de unos momentos, las preocupaciones del hombre parecieron desvanecerse y comenzó a caminar, casi con garbo, hacia la salida. Paró la cinta otra vez.

– Es éste -dijo.

Branson miró al hombre, estupefacto.

– Acerque la imagen, ¿quiere? Hacia la cara.

Tom toqueteó a tientas los controles, luego acercó la imagen, un poco a sacudidas, hasta que tuvo enfrente la cara del capullo.

– ¿Está absolutamente seguro?

Tom asintió.

– Sí. Es él. Segurísimo.

– ¿No existe ninguna posibilidad de que se equivoque?

– No.

– Muy interesante -dijo el sargento.

– ¿Sabe quién es?

– Sí -dijo Branson; su voz se volvió sombría-. Sabemos quién es.

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