Capítulo 63

A las once y media, Roy Grace aparcó su Alfa Romeo junto a una línea amarilla continua, delante del escaparate sin iluminar de un negocio especializado en muebles retro del siglo xx.

Se bajó, cerró la puerta y se quedó de pie, bajo el resplandor naranja de las farolas, delante de la verja de hierro forjado del almacén reformado donde vivía Cleo. Durante unos momentos, se quedó mirando el portero electrónico, sintiendo una confusión de emociones. Una parte de él estaba enfadada, otra tenía miedo por lo que iba a decirle Cleo. Y otra simplemente estaba deprimida.

Por primera vez desde que Sandy había desaparecido, sentía algo por otra mujer. En realidad, la noche anterior, durante los momentos en que había estado despierto y no había pensado en el asesinato de Janie Stretton, se había permitido la osadía de pensar que tal vez era posible comenzar una nueva vida. Y que, quizá, podía ser con Cleo Morey

Entonces había llegado el mensaje.

«Prometido.»

¿De qué diablos iba todo aquello? ¿Quién era ese hombre? Un niño de papá baboso de su ambiente pijo que mami y papi aprobaban? ¿Un tipo que tenía un Porsche y una casa en el campo?

¿Cómo demonios se le había pasado mencionar que estaba prometida? ¿Y por qué quería verle ahora? ¿Para disculparse por lo de anoche y decirle que el besuqueo en el taxi había sido un terrible error de borrachera y que tenían que comportarse como adultos puesto que trabajaban juntos?

¿Por qué había ido a su casa? No debería estar allí. Tendría que estar en su mesa del centro de investigaciones o, a estas horas un domingo por la noche, yendo a casa a dormir, para estar fresco para la reunión de la mañana, para estar preparado para todos los seguimientos que tenía que hacer en el caso de Janie Stretton; así como para controlar el progreso del juicio a Suresh Hossain.

En su mente, reproducía el interrogatorio que acababa de hacerle a Tom Bryce. Como parte de su formación, Grace había asistido, en los últimos años, a varios cursos de perfiles psicológicos, pero nunca le habían parecido prácticos. Tal vez podían proporcionar pistas útiles si había que escoger entre tres sospechosos distintos, pero nada de lo que había aprendido le servía de ayuda ahora para evaluar si Tom Bryce fingía su dolor y su preocupación o si éstos eran reales.

Pero no había duda de que el hombre les había contado una mentira.

«¿Ha notado algún cambio en el comportamiento de la señora Bryce en los últimos meses?»

«No, ninguno.»

¿A qué venía eso? Bryce ocultaba algo. ¿Sospechaba que podía estar con un amante? ¿O haberle abandonado? Y pese a la compasión que le despertaba el hombre, fue aquel momento de vacilación, esa mentira, lo que sembró las dudas suficientes en la mente de Grace para impedirle mover todos los hilos e iniciar aquella misma noche la búsqueda intensiva de Kellie Bryce. Por la mañana, sugeriría a la subdirectora Alison Vosper que pusiera a Cassian Pewe al frente de la desaparición de la mujer.

Y, con suerte, aquel pedante de mierda acabaría haciendo el ridículo en su primer trabajo. Qué maravilloso sería.

Miró fijamente el portero electrónico y notó los nervios en el estómago. «¡Contrólate, tío!» ¡Estás aquí plantado en la puerta como un adolescente patético! ¡A las once y media de un puto domingo por la noche!

De repente, se sintió cansado. Exhausto. Durante un momento, su enfado se recrudeció -estaba enfadado con Cleo y con él mismo por ser tan débil como para estar aquí- y tuvo la tentación de volver al coche y marcharse a casa. Se dio la vuelta, metió la mano en el bolsillo para coger las llaves. Estaba sacándolas cuando oyó la voz de Cleo, extrañamente distorsionada a través del portero automático.

– ¡Hola!

Y esa voz le hizo algo. Le revitalizó por completo.

– ¡Pizza! -dijo con un acento italiano muy malo-. ¿Ha pediddo unna pizza? Cleo se rio.

– Entra por el patio y gira a la derecha. ¡Es el número seis, al final a la izquierda! ¡Espero que no hayas olvidado el extra de anchoas!

La puerta se abrió con un clic agudo. Empujó la pesada verja para abrirla y se metió la mano en el bolsillo, recordando, de repente, los chicles, y se llevó una pastilla a la boca mientras caminaba por los adoquines impolutos iluminados por una hilera de luces dentro de cúpulas de cristal. Al llegar a la puerta, puso el chicle en el envoltorio, hizo una bolita y se la guardó en el bolsillo.

La puerta se abrió antes de que tocara el timbre y Cleo apareció, descalza, con unos vaqueros ajustados y una sudadera ancha azul, unos mechones de pelo recogidos, el resto sueltos. Estaba pálida, apenas llevaba maquillaje y, sin embargo, estaba más hermosa que nunca.

Lo saludó con una sonrisa dócil y una especie de mirada culpable de sus ojos redondos, como un niño que se ha portado un poquitín mal.

– ¡Hola! -dijo, y se encogió ligeramente de hombros.

Grace le devolvió el gesto.

– Hola.

Se produjo un silencio incómodo, como si cada uno esperara a que el otro le ofreciera un beso. Ninguno lo hizo. Cleo se apartó para dejarle pasar y cerró la puerta cuando hubo entrado.

Grace accedió a un gran salón abierto, iluminado tenuemente por una docena o más de pequeñas velas blancas y luces ultramodernas y muy elegantes; la habitación desprendía un olor fuerte, femenino, muy seductor, ligeramente dulce, a almizcle.

La habitación transmitía buenas vibraciones; se relajó al instante, sintió que Cleo estaba presente en cada centímetro. Paredes color crema y alfombras pequeñas sobre un suelo de roble pulido, dos sofás rojos, muebles lacados negros, originales cuadros abstractos, un televisor que parecía caro y una canción latina de El Divo sonando bajito, pero con firmeza, a través de unos altavoces negros muy modernos.

Había varias plantas exuberantes y, en una pecera cuadrada sobre la mesita de café, un pez de colores solitario nadaba por entre los restos de un templo griego en miniatura, sumergido.

– ¿Aún te apetece ese whisky? -preguntó Cleo.

– Creo que lo necesito.

– ¿Hielo?

– Mucho.

– ¿Agua?

– Sólo un chorrito.

Grace se acercó a la pecera.

– Es Pez -le dijo ella-. Pez, te presento al comisario Roy Grace.

– Hola, Pez -dijo él; luego se volvió hacia Cleo y añadió-: Yo también tengo un pez.

– Me acuerdo, me lo dijiste. Marlon, ¿verdad?

– Buena memoria.

– Sí. Mejor que la de un pez. Una vez leí que sólo pueden recordar algo durante doce segundos. Yo a veces recuerdo cosas durante todo un día.

Grace se rio. Pero fue una risa forzada. El ambiente era tenso, como si fueran dos boxeadores en un cuadrilátero que esperaban a que sonara la campana del primer asalto.

Cleo salió de la habitación y Grace aprovechó la oportunidad para echar un vistazo. Se acercó a una fotografía enmarcada que compartía una pequeña mesa auxiliar con un ficus. Era de un hombre guapo de aspecto distinguido, de unos cincuenta y tantos años, vestido con un frac y sombrero de copa, junto a una mujer hermosa de unos cuarenta y cinco o cincuenta años que se parecía muchísimo a Cleo y que llevaba un traje increíblemente elegante y un sombrero grande; había docenas de personas vestidas de modo similar en segundo plano. Grace se preguntó si sería el Royal Enclosure de Ascot, aunque nunca había estado.

Luego se acercó a una estantería alta llena de libros. Reconoció una hilera de novelas de Graham Greene, una selección de los Diarios de Samuel Pepys, varias novelas policiacas, de Val McDermid, Simon Brett, Ian Rankin y Mark Timlin, una novela de Jeanette Winterson, dos de James Herbert, una de Alice Seebold, una de Jonathan Franzen, Las correcciones, varias de Tom Wolfe, una biografía de Margaret Thatcher y otra de Clinton, diversas novelas para mujeres jóvenes solteras, un ejemplar antiguo de Anatomía de Gray y, para su sorpresa, una copia de The Occult, de Colin Wilson.

Cleo volvió a la habitación, con una copa y un vaso; los cubitos entrechocaban.

– ¿Lees mucho? -preguntó Grace.

– No lo suficiente, pero compro libros compulsivamente. ¿Y tú?

Le encantaba leer y compraba varios libros cada vez que entraba en una librería, pero rara vez acababa leyéndolos.

– Ojalá tuviera tiempo. Básicamente acabo leyendo informes.

Cleo le dio un vaso pesado de whisky con hielo y se sentaron en un sofá, y dejaron un espacio suficiente entre ellos. Ella levantó su copa, de vino blanco.

– Gracias por venir.

Grace se encogió de hombros, preguntándose qué bomba iba a soltarle.

Pero lo que dijo fue:

– Arriba.

– ¿Arriba?

– Abajo.

Grace frunció el ceño.

– ¿No lo conoces?

– No.

– Arriba, abajo, ¡al centro y pa' dentro! -Levantó el vaso y bebió un trago largo.

Sacudiendo la cabeza perplejo, Grace bebió un trago de whisky; sabía peligrosamente bien.

– ¿Qué significa? ¿«Arriba, abajo, al centro…»?

– ¡Y pa' dentro!

Grace meneó la cabeza, no lo entendía.

– Es sólo algo que se dice. Tendré que enseñártelo.

Miró a Cleo, luego el vaso, dio un sorbo más y cambió de tema.

– Bueno, ¿quieres hablarme de tu… príncipe azul? ¿Tu prometido?

Cleo bebió otro trago de vino. Él la observó, le encantó su forma de beber, no era un sorbo remilgado sino un trago como Dios manda.

– ¿Richard?

– ¿Se llama así?

– ¿No te dije cómo se llamaba? -Parecía asombrada.

– La verdad es que no. Parece que anoche se te olvidó. Y también en nuestra primera cita.

Ella miró dentro de la copa de vino como si contemplara unas runas antiguas.

– Pero, si todo el mundo…, todo el mundo sabe quién es. Quiero decir que… pensaba… Tienes que saber quién es.

– Pues es evidente que no soy todo el mundo.

– Lleva meses volviendo loco al equipo del depósito.

Grace hizo girar los cubitos en el vaso.

– No sé si te sigo.

– El número 42 -dijo-. ¿El sentido de todo? ¿Guía del autoestopista galáctico?

– Vale -dijo él, cayendo en la cuenta por fin. Se preguntó por un momento si Cleo estaba borracha. Pero no lo parecía. Ni siquiera parecía achispada-. Lo siento. Estoy perdido. ¿Tu prometido está volviendo loco a todo el mundo?

– Creía que lo sabías -dijo, y de repente parecía muy dócil-. Mierda, no lo sabías, ¿verdad?

– No.

Cleo apuró el vino.

– ¡Dios santo! -Luego inclinó la copa como buscando unas gotas más del preciado alcohol-. En realidad, esa expresión es del todo desacertada, «Dios santo». -Volvió a encogerse de hombros.

– ¿Quieres ponerme al corriente?

– ¿Quieres la versión extendida sobre Richard?

– Podría ser un buen punto de partida.

– Richard y yo nos conocimos hará unos tres años, él es abogado. Fue al depósito porque quería ver un cadáver de un caso de asesinato que estaba defendiendo. -Levantó la copa con expectación, luego se quedó decepcionada al comprobar que estaba vacía-. Me gustó y comenzamos a salir. A mis padres les caía bien, a mi hermano y a mi hermana les parecía encantador, y hace un año y medio nos prometimos. Pero por la misma época descubrí que tenía un gran rival: Dios.

– ¿Dios?

Ella asintió.

– Encontró a Dios. O Dios lo encontró a él. Como sea.

– Qué afortunado, Richard -dijo Grace.

– Mucho -dijo ella con un dejo de sarcasmo-. Envidio a cualquiera que encuentre a Dios. Es genial poder descargar todas tus responsabilidades en Dios. -De repente, se puso en pie-. ¿Quieres más whisky?

Grace miró su vaso, que estaba prácticamente lleno.

– Estoy servido, gracias. Tengo que conducir.

Cleo salió de la estancia, volvió con la copa de vino llena y se sentó, mucho más cerca esta vez.

– Comenzó a llevarme a una iglesia carismática de Brighton -dijo-. Pero no era para mí. Lo intenté, porque entonces le quería, pero sólo sirvió para alejarnos.

– ¿Y su solución fue rezar aún más?

– Exacto. Vaya, ¿sabes que eres bastante listo, para ser poli?

Grace le lanzó una mirada llena de intención, pero no pudo disimular una sonrisa.

– Muchas gracias.

Cleo chocó su copa con el vaso de Grace.

– Empezó a querer que me arrodillara con él, a rezar durante una hora, a veces incluso más, a pedirle a Dios que nuestra relación mejorara. Al cabo de un tiempo, no pude soportarlo más.

– ¿Por qué no?

– Pues porque no soy creyente.

– ¿No crees en nada?

– Mi profesión consiste en abrir cadáveres, ya sabes a qué me dedico. Todavía no he encontrado ninguna alma ahí dentro. -Bebió un trago de vino-. ¿Tú eres creyente?

– Creo en alguna forma de existencia más allá de la muerte, pero tengo un problema con la religión.

– Entonces pensamos igual -dijo Cleo.

– He visto que tienes The Occult de Colin Wilson en la estantería.

– Ese tema me intriga. Sé que a ti te gusta, y no pasa nada. Se puede creer en fantasmas, en una especie de mundo espiritual, pero no hay por qué creer necesariamente en un Dios monoteísta. ¿Verdad?

Grace asintió.

– Rompí con Richard hace seis meses y no lo acepta. Está convencido de que Dios arreglará las cosas entre nosotros. Todo esto también está afectando a su carrera. Cada vez pasa más tiempo rezando a Dios para que lo ayude con sus casos en lugar de leer los informes. Lo siento, veo toda la mierda que pasa en el mundo y la mayor parte está causada por gente que tiene una versión particular de Dios. A veces, no creo que la obsesión de Richard esté tan alejada de la de los terroristas suicidas musulmanes. Todo forma parte del mismo maldito sistema de creencias: que no es la vida lo que importa, sino lo que viene después. ¡Qué idea de mierda! ¿Cambiamos de tema?

Grace bebió un poco más de whisky.

– ¿De qué te gustaría hablar?

Cleo dejó la copa, le cogió el vaso de la mano y también lo dejó. Le puso los brazos alrededor del cuello y le susurró al oído:

– ¿Qué te parece si no hablamos durante unos minutos?

Luego, apretó sus labios contra los de él. Eran suaves, increíblemente suaves; inhaló su perfume a almizcle, el olor de su pelo recién lavado, sintió su lengua dulce y suave en la boca, notó cómo lo acercaba más y más a su cuerpo, como si tirara de él con pañuelos de seda.

Y, de algún modo, con los cuerpos entrelazados, sin separar los labios ni un momento, subieron las escaleras empinadas -un tramo, dos tramos, no los contó-, arrastrando los pies por el suelo de madera, luego por una alfombra mullida. El Divo seguía sonando, ahora una melodía de jazz suave. Junto a las paredes había velas, las llamas parpadeaban, y Cleo seguía besándole, explorando sus dientes con la lengua, luego el paladar, luego batiéndose en duelo con su lengua, y notó…

Oh, Dios santo, el fuego ardiente en la entrepierna; la presión…

Notaba una corriente eléctrica en la tripa, que lanzaba pequeñas chispas maravillosas que recorrían todo su cuerpo. Abrió los ojos, vio que los ojos azul claro de Cleo le sonreían. Estaba desabrochándole la camisa y, de repente, apretó su boca, húmeda y dulce, sobre cada uno de sus ojos, y fue como si alguien hubiera dado la corriente. Le besó la frente, luego la mejilla, luego los labios, otra vez. Y otra.

Era tan genial que le dolía.

En los últimos nueve años, sólo había llamado algunas veces a números de los anuncios personales del Argus, y había acabado en sótanos de mala muerte de Brighton. Una vez, una joven española gorda le había hecho una paja. Otra vez, una tailandesa le había proporcionado sexo oral. Y había habido una tercera vez, muy embarazosa, en la que apenas había conseguido que se le levantara con una chica inglesa delgada, de voz ordinaria, y plana como una tabla de planchar.

Quizá porque en su mente, Sandy estaba en esa habitación. Pero ahora no estaba.

Los dedos delgados de Cleo buscaban su cinturón. Otro beso, en el cuello, justo debajo de la barbilla. Oyó el ruido metálico de la hebilla. Otro beso en el cuello, ahora más abajo. Luego, de repente, notó que sus pantalones se aflojaban, las manos de Cleo dentro de sus calzoncillos, tan cálidas y, al mismo tiempo, tan increíble, deliciosa, sensualmente frías.

– Oh, Dios mío. -Se estremeció, estaba casi loco de excitación; pero parecía decidido a alargar aquel momento mucho, mucho tiempo.

Ella le sonrió, la sonrisa más absoluta y totalmente lasciva que había visto en su vida. Luego, siguió con los botones de la camisa otra vez, desabrochando cada uno, abriendo el tejido más y más.

Luego, apretó los labios contra su pezón derecho y Grace creyó que iba a morir de felicidad.

Cleo siguió acariciándole despacio, marcando su propio ritmo lento, muy lento, tentadoramente lento. Le pellizcó el pezón izquierdo con los dedos, con suavidad, luego más fuerte, mirándolo ahora fijamente a los ojos, esbozando esa sonrisa malvada, hermosa, tan increíble…

Tan increíblemente…

Lasciva.

Y estaba tan empalmado que apenas podía soportarlo un segundo más.

Cleo introdujo la lengua en su ombligo. Le bajó los pantalones y los calzoncillos, hasta las pantorrillas, hasta los zapatos. Entonces, empezó a chupársela.

Sus pulmones se quedaron sin aire, el aire que tenía muy adentro, en algún lugar o zona que no sabía que aún existiera, que creía muerta hacía mucho tiempo. Y deslizó las mano debajo de la sudadera de Cleo, sintió su piel, la piel suave de su abdomen tonificado, le levantó despacio la sudadera, poco a poco hacia arriba, no quería que este momento acabara, no quería quitársela, sólo quería estar así siempre, quitándole siempre el jersey, todos los días, horas, minutos, segundos, na-nosegundos, picosegundos, femtosegundos de su vida. Que el tiempo se detuviera.

Entonces, le tocó los pechos. No llevaba sujetador. Eran grandes, mucho mayores de lo que había imaginado, firmes, redondos, y Cleo soltó un gemido cuando se los acarició, luego siguió chupándosela, más y más profundamente.

Al cabo de unos momentos, aún con los zapatos puestos y los pantalones y los calzoncillos en los tobillos, estaban tumbados en la cama sobre una colcha de leopardo. Mirándose en silencio. Grace pasó la mano por sus hombros, tocando sus fuertes omóplatos, el contorno de su espalda, su piel cálida, y pensó -e intentó no hacerlo, pero no hubo forma de evitarlo-, qué tacto tan distinto tenía comparado con Sandy. No era mejor, sólo distinto.

Empezaron a venirle a la mente imágenes de Sandy. Comparaciones. Sandy era más baja, estaba más rellenita, menos tonificada; tenía los pechos más pequeños, de una forma distinta, los pezones más grandes, más rosados. Los de Cleo eran más pequeños, como tacos color carmesí. Sandy tenía el vello púbico castaño, una maraña poblada. Cleo lo tenía del color del trigo en invierno, depilado, arreglado. Estaba entrelazada con él, sus extremidades fuertes y maravillosas como un impresionante pura sangre, contorsionándose.

– Roy, eres increíble -le susurró-. Dios, Roy, hace tanto tiempo que quería esto. Hazme el amor.

Y Grace la levantó hacia él, incapaz de agarrarla toda, como si estuviera perdido en un cuento de hadas. Ella intentaba tenerlo dentro, pero Grace aún no estaba listo, aún no. Hacía tanto tiempo, intentaba recordar, tenía que contenerse, tenía que recordar cómo contenerse.

Tenía que ralentizarlo todo, como pudiera. Tenía que darle placer primero a ella. Era la regla privada que tenía con Sandy y con el reducido número de novias con las que se había acostado antes.

Bajó por su cuerpo, acariciándole los pechos con los labios, luego el contorno de la tripa, recorriendo con la lengua el pubis color trigo y luego saboreando su humedad, respirándola, un sabor increíble, y un olor a almizcle aún más embriagador que el perfume que llevaba.

Estaba gimiendo.

Oh, Dios santo, qué bien sabía, qué bien, qué maravillosamente bien.

Su móvil empezó a sonar.

Ella se rio. El teléfono insistió. Luego paró. Grace la penetró más con la lengua.

– ¡Roy! -murmuró ella-. ¡Roy! ¡Oh, Roy! ¡Dios mío, Roy!

Dos pitidos agudos de su maldito teléfono. Un mensaje. Le daba absolutamente igual.

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