Capítulo 16

A Roy Grace siempre le había puesto nervioso la forma de conducir de Glenn Branson, pero desde que su amigo había realizado un curso de conducción avanzada de la policía, como parte de su solicitud de traslado a la Brigada Nacional de Investigación Criminal, se moría de miedo. Para empeorar las cosas, Branson siempre sintonizaba una emisora de rap en la radio del coche, con el volumen tan alto que a Grace le parecía tener el cerebro en una licuadora.

El curso de conducción avanzada permitía a los conductores participar en persecuciones a gran velocidad, así que para hacer alarde de su destreza, Branson había elegido la única ruta que los llevaba por un tramo de carretera donde no sería complicado sufrir un accidente gravísimo a toda pastilla. Era un tramo de dos kilómetros y medio con dos carriles y que discurría como una columna vertebral por campo abierto en los Downland; quedaba entre el polígono industrial donde se encontraban las oficinas del Departamento de Investigación Criminal y el centro de Brighton.

Era como un circuito de carreras. Grace veía delante un kilómetro y medio de carretera: dos curvas suaves, la recta, la curva pronunciada de derecha al final y luego ochocientos metros de curva cerrada a la izquierda donde hacía menos de una semana se había producido un accidente mortal. Avistó un camión que se dirigía hacia ellos y luego miró a Branson, con la esperanza de que hubiera advertido que llegarían a la curva de derecha aproximadamente al mismo tiempo. Pero Branson estaba concentrado en la amplia curva de izquierda que se acercaba.

El indicador de velocidad marcaba la cifra ilegal de 150 kilómetros por hora… y aumentando. Gotitas de lluvia salpicaban el parabrisas.

– ¡Lo ves, tío! -gritó Branson por encima de la voz atronadora de Jay-Z-. Te desplazas a la derecha y tienes mejor visión de la curva, luego rozas el vértice. Así es como lo hacen en la Fórmula 1.

Grace silbó entre dientes mientras rozaban el vértice además de un pedazo de barro, hierba y ortigas del arcén. El coche dio un bandazo alarmante. Tenía la camisa toda sudada.

El camión estaba cada vez más cerca.

Grace comprobó que llevaba el cinturón bien ajustado, luego miró el indicador de velocidad. El Vectra camuflado de la policía iba ahora a 175 kilómetros por hora. Se planteó preguntar si su compañero pensaba frenar antes de llegar a la curva de noventa grados de derecha que ahora estaba sólo a unos cientos de metros, pero le inquietaba que sus palabras distrajeran a Branson. A su izquierda, en una loma azotada por el viento, Grace vio a dos hombres tirando de carritos de golf.

Se preguntó si pasaría sus últimos momentos en la Tierra entre los restos destrozados de un Opel de la policía que olía a hamburguesas rancias, tabaco y sudor de otras personas, mientras dos viejos inútiles vestidos de golfistas lo miraban boquiabiertos por el parabrisas roto y un rapero al que no conocía le lanzaba improperios.

– Bueno, mi corazonada… -dijo Branson, justo en el vértice de la curva, con la parte delantera del enorme camión justo a cien metros de ellos.

Grace se agarró al asiento.

Desafiando todas las leyes de la física, el coche consiguió superar la curva de algún modo, y siguió en la dirección correcta. Ahora sólo quedaba una curva peligrosa más y luego estarían en una zona de velocidad limitada a 65 kilómetros por hora y relativamente segura.

– Soy todo oídos.

– Lo único que oigo son los latidos de tu corazón -dijo Branson sonriendo.

– Tengo suerte de que siga latiendo.

Grace bajó el volumen de la radio. A modo de respuesta, Branson redujo la velocidad.

– Teresa Wallington. Vive con su prometido, ¿vale? Organizan una fiesta de compromiso en el restaurante Al Duomo para el martes por la noche, tiene que ser entre semana porque le dan turnos raros en el trabajo. Vienen parientes y amigos de todo el país, ¿vale?

Grace no dijo nada. Aunque navegaban por aguas más tranquilas con un límite de 65 kilómetros por hora, todavía no estaban fuera de peligro. Mientras Branson hablaba, y toqueteaba la radio al mismo tiempo, el coche fue desviándose de la carretera y se metió en el carril de un autobús que venía de frente. Justo cuando Grace iba a agarrar el volante despavorido, Branson pareció ver el autobús y maniobró tranquilamente para llevar el coche al carril izquierdo de la carretera.

– Y entonces ella no se presenta -dijo Branson-. Ni llama ni manda un mensaje, nada de nada.

– ¿Así que su prometido la asesinó?

– Va a venir esta tarde. He pensado meterle en la sala, echarle un vistazo.

Había una pequeña sala de interrogatorio de testigos en Sussex House que podía monitorizarse desde una habitación adyacente a través de una cámara. Su propósito principal era hablar con testigos vulnerables. Observándolos y grabándolos, los agentes podían estudiar su lenguaje corporal y, por lo general, evaluar su credibilidad. Pero, a veces, a Grace le parecía un lugar útil para realizar el primer interrogatorio a alguien que podría acabar siendo un sospechoso: la mitad de las veces el marido o amante de una víctima de asesinato.

Era más probable que alguien revelara algo en los cómodos sillones rojos de la sala de interrogatorio de testigos que en las viejas sillas rectas y duras de las lúgubres salas de interrogatorios de la comisaría de policía de Brighton. En algunos casos, podían dar las cintas de vídeo a un psicólogo para que realizara un perfil. Era por esta misma razón por la que sacaban en televisión tan pronto como era posible a los esposos, compañeros o amantes de víctimas de asesinato: para ver cuál era su lenguaje corporal.

– Entonces, ¿has descartado a la abogada en prácticas? Creía que te gustaba -se burló Grace.

– Hablé con su mejor amiga. Me dijo que lo ha hecho otras veces, desaparecer durante un par de días, sin dar ninguna explicación. Lo único distinto es que nunca había faltado al trabajo.

– ¿Quieres decir que es rara?

– Eso parece -contestó el sargento, toqueteando la radio otra vez.

Grace se preguntó si Branson había visto que el tráfico estaba detenido en un semáforo, y que se dirigían, demasiado deprisa, hacia la parte de atrás de un camión de la basura. Esta vez sí hizo algo.

– ¡¡Glenn!!

La reacción de Branson fue pisar a fondo el freno, lo que provocó el chirrido de los neumáticos traseros. Grace volvió la cabeza y vio que un coche rojo pequeño frenaba en seco y quedaba a unos centímetros de golpearles por detrás.

– ¿De qué iba el curso ese de conducción que hiciste? -preguntó Grace-. ¿Me lo recuerdas? ¿Te pasaron los apuntes en Braille?

– Vete a la mierda -contestó Glenn-. Eres un pelele como pasajero, ¿lo sabías? Un copiloto coñazo.

Grace decidió que él estaría mucho más seguro con otro piloto.

El coche se caló y Branson volvió a arrancarlo.

– Recuerdas el comienzo de Un trabajo en Italia, cuando mete el Ferrari en el túnel y… ¡bumba!

– ¿En la versión?

– No, palurdo, la versión era una mierda. La original. La de Michael Caine.

– Recuerdo el autocar del final, colgando del borde del acantilado. Me recuerda tu forma de conducir.

– Sí, bueno, tú conduces como una viejecita.

Grace sacó el ejemplar de FHM de su maletín.

– ¿Puedes parar un segundo? Necesito tu consejo.

Cuando el semáforo se puso en verde, Branson avanzó un poco y detuvo el coche en una parada de autobús. Grace abrió la revista y le enseñó una doble página de modelos masculinos con distintos looks.

Branson lo miró de forma extraña.

– ¿Te has vuelto gay o qué?

– Tengo una cita.

– ¿Con uno de éstos?

– Muy gracioso. Esta noche tengo una cita, una cita importante. Parece que tú eres el gurú de la moda de la policía de Sussex. Necesito tu consejo.

Branson miró las fotografías un momento.

– Ya te lo dije, ¿no? Tienes que hacerte algo en el pelo.

– Para ti es fácil decirlo porque no tienes.

– Me rapé porque mola, tío.

– Yo no me voy a rapar.

– Ya te lo dije, conozco a un peluquero genial. Ian Habben de The Point. Date unos reflejos, córtate las patillas, pero déjatelo crecer por arriba y ponte gel fijador.

– No tengo tiempo de dejármelo crecer de aquí a las ocho de la tarde, pero sí tengo tiempo de pillarme algo de ropa.

De repente, Branson ofreció una sonrisa muy afectuosa a su amigo.

– Vaya, hablas en serio. ¡Sí que tienes una cita! Me alegro por ti -dijo dándole un apretón en el hombro-. Ya era hora de que volvieras a tener vida propia. Bueno, ¿y quién es? ¿La conozco?

– Quizá. -Grace se emocionó con la reacción de su amigo.

– Déjate de misterios. ¿Quién es? ¿No será esa Emma-Jane? ¡Vaya tipazo!

– No, no es ella. De todos modos, es demasiado joven para mí.

– ¿Pues quién? ¿Bella?

– Sólo dime qué me pongo.

– Ese traje viejo que llevas ahora no.

– Venga, ¿qué opinas?

– ¿Y adónde la vas a llevar?

– A un italiano. Al Latin en los Lanes.

– ¡Es el restaurante preferido de mi parienta! A Ari le encanta la parrillada de marisco. -Sonrió-. ¡Vaya! ¡Vas a dejarte la pasta!

Grace se encogió de hombros.

– ¿Qué crees que tendría que hacer? ¿Llevarla al McDonald's?

– Fíjate en cómo come -dijo Glenn Branson obviando el comentario.

– ¿Por?

– Se puede saber cómo es una mujer en la cama por cómo come.

– Lo recordaré.

Entonces Branson se quedó callado unos momentos, examinando la revista. Pasó unas cuantas hojas.

– Para alguien de tu edad, yo no intentaría tener un aspecto demasiado juvenil.

– Gracias.

Branson señaló a un modelo que llevaba una chaqueta beis suelta e informal con una camiseta blanca, vaqueros y mocasines marrones.

– Ese eres tú. Te veo con eso. El señor Moderno. Ve a Luigi's en Bond Street. Tendrán algo así.

– ¿Quieres acompañarme después de ir al depósito y me ayudas a escoger algo?

– Sólo si después consigo una cita contigo.

Oyeron un bocinazo fuerte. Branson y Grace se giraron y vieron el morro de un autobús que ocupaba toda la luna trasera.

Branson metió la primera y arrancó. Unos minutos después, conducían colina abajo hasta el transitado nudo de carretera, dejaron un enorme supermercado Sainsbury's a la derecha y luego pasaron por delante de una funeraria estratégicamente situada. Luego, giraron a la izquierda y cruzaron las puertas de hierro colado entre las columnas de ladrillo con el cartel pequeño y desagradable «Depósito de cadáveres de Brighton y Hove».

Grace no tenía ninguna duda de que en el mundo había peores lugares y, en ese sentido, su vida había discurrido entre algodones. Pero para él, este sitio no podía ser peor. Recordó una expresión que había oído una vez: «la banalidad del mal». Y aquél era un lugar banal. Era un edificio soso con un aura horrible. Una estructura larga de una sola planta con paredes grises y rugosas, con una entrada cubierta en un lateral lo suficientemente alta como para que aparcara una ambulancia.

El depósito era una parada de tránsito en el viaje de ida a la tumba o al crematorio para aquellos que morían repentina, violenta o inexplicablemente, o por culpa de una enfermedad de aparición rápida como una meningitis vírica, donde una autopsia podía proporcionar datos médicos que algún día podrían ayudar a los vivos. Por lo general, Grace se estremecía involuntariamente cuando cruzaba estas puertas, pero hoy era distinto.

Hoy estaba eufórico. No por el cadáver que había ido a estudiar, sino por la mujer que trabajaba aquí. Su cita de esta noche.

Pero no tenía la más mínima intención de contárselo a Glenn Branson.

Загрузка...