Capítulo 74

Tom se despertó sobresaltado, con un dolor de cabeza atroz y unas ganas incontrolables de hacer pis, y pensó que habría habido un apagón. Normalmente nunca estaba tan oscuro; siempre había el resplandor neón de las farolas que teñía el dormitorio de naranja.

¿Y sobre qué estaba tumbado? Una superficie muy dura…

Y, luego, como si le hubieran echado agua fría sobre la tripa, recordó algo poco definido, pero malo.

Mierda, era malo.

Le dolía el brazo derecho. Intentó levantarlo, pero no se movía. «Debo de haber estado tumbado sobre él -pensó-, se me ha dormido.» Volvió a intentarlo. Entonces se dio cuenta de que tampoco podía mover el brazo izquierdo.

Ni las piernas.

Se le clavaba algo en el muslo derecho. Le dolía la mandíbula y tenía la boca seca. Intentó hablar y descubrió, horrorizado, que no podía. Lo único que oyó fue un murmullo apagado mientras sentía vibrar el paladar. Tenía algo atado con fuerza a la cara que le tapaba la boca y le hundía las mejillas. Entonces, un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar las palabras de la noche anterior. En la pantalla del ordenador: «… sal de casa, coge el coche de Kellie, ve en dirección norte por la A 23 London Road y espera a que te llame…».

Era exactamente lo que había hecho. Ahora empezaba a recordarlo todo: ir por la A 23; la llamada diciéndole que se detuviera en el área de descanso.

Ahora estaba aquí.

Dios mío, santo cielo, madre de Dios, ¿dónde estaba? ¿Dónde estaba Kellie? ¿Qué diablos había hecho? ¿Quién coño había…?

De repente, se encendió una luz, un rectángulo amarillo vertical a cierta distancia. Una puerta. Una figura que la cruzaba, con una linterna en la mano, él haz de luz brillaba como un espejo.

Tom aguantó la respiración mientras contemplaba a la figura acercarse. A la luz oscilante de la linterna, vio que se encontraba en una especie de almacén lleno de bidones enormes metálicos y de plástico que parecían contener combustible o sustancias químicas.

A medida que la figura se acercaba, Tom distinguió a un hombre muy gordo con una camisa ancha desabotonada en el cuello y con el pelo engominado hacia atrás y recogido en una coleta. Llevaba un gran medallón colgado en una cadena al cuello. No había luz suficiente para verle bien la cara, pero Tom calculó que tendría unos sesenta años.

Luego, la despiadada luz de la linterna le enfocó directamente a la cara; sintió como si le ardieran las retinas y cerró los ojos con fuerza.

Con acento de Luisiana, y un tono que parecía sincero, como si fuera una pregunta de verdad de la que esperaba una respuesta, dijo:

– Así que se cree usted una especie de héroe, ¿verdad, señor Bryce?

Como no supo qué responder, y como tampoco podía hablar, Tom permaneció en silencio.

Notó que la luz se apartaba y abrió los ojos. El hombre se puso en cuclillas a su lado, alargó las manos hasta tocarle la cara y las movió bruscamente hacia atrás, con fuerza. Tom gritó. El dolor era increíble. Durante varios segundos, estuvo convencido de que le había arrancado media cara.

Una tira de cinta adhesiva colgaba delante de sus ojos. Ya podía volver a mover la mandíbula, abrir la boca, hablar.

– ¿Dónde está mi mujer? -dijo Tom-. ¿Dónde está Kellie? Por favor, dime dónde está.

El hombre movió la luz por la habitación. Y a Tom casi se le partió el alma cuando vio, a cierta distancia, lo que al principio pensó que era una alfombra enrollada y luego vio que era Kellie. Estaba tumbada en el suelo, atada, con un grillete en el tobillo y una cadena que salía de él y subía hasta un aro en la pared. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva y le suplicaba con la mirada.

El primer instinto de Tom fue gritarle enfurecido a aquel gordo asqueroso, pero logró contenerse de algún modo, intentando pensar con claridad, entender qué había pasado, qué era aquella pesadilla en realidad.

– ¿Quién eres? -dijo.

– Haces demasiadas preguntas -le respondió el hombre con desdén-. ¿Quieres agua?

– Quiero saber por qué estoy aquí. Por qué mi mujer está aquí.

El hombre le respondió dándose la vuelta y desapareciendo, de nuevo entre las sombras.

– ¡Kellie! -gritó Tom-. Kellie, ¿estás bien?

Ya no podía verla. Ni oírla.

– ¡Kellie, cariño!

– ¡Cállate, coño! -dijo el gordo.

«¡No, no me callaré!», estuvo a punto de gritarle Tom. Por un momento, se le retorcían los intestinos de miedo, y al instante siguiente se apoderaba de él una ira ciega. ¿Cómo se atrevía aquel cabrón a tener a Kellie atada? O a él.

«Tengo la presentación más importante de mi carrera por la mañana. Podría salvar mi negocio. Y lo estoy perdiendo por tu culpa, gordo de…»

«¿Por la mañana?»

«¿Era por la mañana?»

Empezaba a recordarlo todo, de forma irregular, como si intentara colocar en el orden correcto las tiras de papel que una ráfaga de viento había esparcido por la habitación.

Kellie había desaparecido. Le habían quemado el coche. Luego él había respondido al e-mail. Y ahora su mujer estaba tumbada en el suelo, atada…

Pensó en la joven que había visto en la pantalla de su ordenador, con su traje de noche, el hombre encapuchado, el estilete.

Sentía un dolor terrible en la vejiga.

– Por favor -gritó-. Tengo que mear.

– Nadie te lo impide -dijo el americano desde las sombras.

Tom se retorció. El hombre se inclinó sobre Kellie. Le arrancó la cinta de la boca. Tom se estremeció al oír el sonido.

– ¡Vete a la mierda! ¡Hijo de puta, cabrón! -le gritó Kellie al hombre al instante.

– Sé un poco más fina. La gente querrá que seas fina. ¿Quieres un poquito más de vodka?

– ¡Vete a la mierda!

«¡Oh, Dios santo, Kellie!» Qué bueno era oír su voz, saber que estaba viva, que estaba bien, que peleaba. Sin embargo, aquélla no era forma de enfrentarse a esta situación.

Juntó los muslos y apretó el abdomen, resistiendo el dolor de la vejiga. El hombre no pretendería que orinara allí mismo, ¿no?

– ¡Kellie, cariño! -gritó Tom

– Haz que este cabrón de mierda nos saque de aquí. Quiero ver a Jessica y a Max. Quiero ver a mis hijos. ¡Suéltame, joder!

– ¿Quiere que vuelva a taparle la boca, señora Bryce?

Kellie rodó sobre su estómago y se quedó quieta, sollozando histérica, era un llanto profundo y entrecortado. Y Tom se sintió fatal, inútil, absoluta y totalmente inútil. Tenía que haber algo que pudiera hacer. Algo. Algo, por el amor de Dios.

El dolor en la vejiga le impedía pensar y sentía como si le hubieran abierto la cabeza. La luz de la linterna se movió. Al hacerlo, Tom vio cientos de bidones oscuros, apilados hasta el techo, unas cosas enormes, muchas con etiquetas de peligro. Hacía frío allí dentro. Todo estaba inundado por un olor ligeramente acre.

«¿Dónde coño estamos?»

– ¡Oh, Tom, por favor, haz algo! -gritó Kellie.

– ¿Quieres dinero? -le gritó Tom al hombre-. ¿Es eso lo que quieres? Reuniré todo lo que pueda.

– ¿Quieres decir que te gustaría suscribirte?

– ¿Suscribirme? -dijo Tom, contento por fin por haber obtenido algún tipo de reacción a sus preguntas; por entablar una conversación con el hombre, por razonar con él, por intentar encontrar un…

– Te gustaría suscribirte para poder veros a ti y a tu mujer. -El americano se echó a reír-. ¡Qué gracioso!

Tom se animó un poquito.

– Sí, lo que sea, ¡lo que quieras!

La luz le enfocó directamente a los ojos.

– No lo entiendes, ¿verdad, imbécil? ¿Cómo vais a poder veros?

– Yo…, yo… no lo sé.

– Aún eres más estúpido de lo que creía. ¿Quieres pagar dinero para que tú y la borracha de tu mujer podáis ver lo bien que os sienta la muerte?

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