Capítulo 79

Abajo, en el nivel 4 del aparcamiento de Bartholomew Square, un grupo de agentes de policía rodeaba el Volkswagen Golf negro. Fuera, dos policías bloqueaban la entrada. No había nadie más en todo el edificio.

– No quiero que el propietario sepa que lo hemos registrado -dijo Grace al joven agente de Tráfico arrodillado junto a la puerta del conductor, que tenía una anilla con un juego de palancas en una mano y lo que parecía un transmisor de radio en la otra.

– No se preocupe. Podré cerrarlo de nuevo. No se enterará.

Joe Tindall, que llevaba un traje protector blanco, estaba junto a Grace, mascando chicle. Parecía estar de peor humor que habitualmente.

– ¿No te basta con fastidiarme el fin de semana, Roy? -dijo el agente del SOCO-. ¿Quieres asegurarte de joderme también la semana desde el principio, eh?

Se oyó un fuerte clic y la puerta del Golf se abrió. Al instante, se disparó una bocina, un bip-bip-bip-bip-bip ensordecedor que resonó por toda la planta.

El agente de Tráfico abrió el capó del coche y miró dentro. Al cabo de unos segundos, el pitido paró. El policía cerró el capó.

– Muy bien -dijo a Tindall y a Grace-. Todo suyo.

Grace, que también llevaba un traje protector blanco y guantes, dejó que Tindall entrara primero y él se quedó observando. Echó un vistazo rápido a su reloj, que le mostró que habían pasado veinticinco minutos desde que habían cerrado el aparcamiento.

En el exterior reinaba el caos más absoluto: vehículos policiales, ambulancias, coches de bomberos, docenas de compradores, gente de negocios, visitantes que se habían quedado colgados. Y la siguiente consecuencia fue que la mayoría de las calles del centro de Brighton se colapsaron.

A Grace iban a lloverle las críticas si no sacaba algo de esto.

Observó a Tindall buscar huellas primero en los lugares más probables: el retrovisor, la palanca de cambios, el claxon, los tiradores interior y exterior de la puerta. Cuando acabó con esto, Tindall cogió un cabello del reposacabezas del conductor con unas pinzas y lo guardó en una bolsa de plástico. Luego, también con las pinzas, sacó una de las varias colillas que había en el cenicero y la metió en otra bolsa.

Cinco minutos después, salió del coche, un poquito más alegre que cuando había llegado.

– He conseguido buenas huellas, Roy. Volveré ahora mismo y haré que los chicos las introduzcan en el NAFIS.

El NAFIS era el sistema nacional automatizado de información sobre huellas dactilares.

– Los resultados estarán esperándote.

– Te lo agradezco.

– En realidad, me importa una mierda que me lo agradezcas o no -dijo el agente del SOCO, mirando con dureza al comisario.

A veces, a Grace le resultaba difícil distinguir cuándo Joe Tindall hablaba en serio y cuándo bromeaba; el hombre tenía un sentido del humor peculiar. Ahora no sabría decir.

– ¡Bien! -dijo Grace, intentando seguirle la corriente-. Admiro tu profesionalidad imparcial.

– ¡A la mierda la imparcialidad! -dijo Tindall-. Lo hago porque me pagan. Me da igual que me agradezcan las cosas. -Se quitó la indumentaria protectora, la metió en una bolsa y se dirigió hacia la escalera de salida.

Grace y el agente de Tráfico se miraron.

– ¡Puede ser un cabrón cascarrabias!

– Pero lleva unas gafas guapas… -dijo el agente.

Grace registró el interior del coche, miró en la guantera, en la que sólo había el manual del usuario, y en cada uno de los compartimentos de las puertas, que estaban vacíos. Tocó debajo de los asientos delanteros, levantó el asiento trasero y miró debajo. Nada. No había absolutamente ningún objeto personal en el coche; parecía más un coche alquilado que particular.

Luego, miró en el maletero. Estaba impoluto, contenía sólo una caja de herramientas, la rueda de recambio y un triángulo de preseñalización de peligro que imaginó que venían con el coche. Al final, se arrastró debajo del Golf; no había barro, ni nada fuera de lo normal.

Volvió a ponerse en pie, le dijo al agente de Tráfico que podía cerrar el vehículo y conectar de nuevo la alarma y se fue a su coche, impaciente por regresar a Sussex House. Confiaba desesperadamente que el antipático pero genial Joe Tindall obtuviera algún resultado con esas huellas.

Y que el equipo de vigilancia no perdiera el Volkswagen.

Paralizar Brighton no iba a mejorar en absoluto la opinión que Alison Vosper tenía de él; no favorecería sus posibilidades de evitar el traslado a Newcastle, con Cassian Pewe o sin Cassian Pewe.

Entonces, de repente, pensó en Cleo. Eran las doce y veinte. No le había devuelto la llamada.

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