Capítulo 38

– ¡Vamos! ¡Dios santo, llegamos tardísimo! ¡Jessica, vuelve a la cama, ya! -le gritó Tom Bryce a su hija, que había bajado corriendo las escaleras con su bata rosa por tercera, o quizá cuarta vez.

Estaba histérico.

– ¡Papááááá! -gritó Max desde arriba.

– ¡Max, calla! ¡Duérmete!

– ¡Nooooo!

Tom, vestido muy elegante, con su chaqueta negra Armani, camisa blanca, pantalones azules y mocasines de terciopelo Gucci y listo para salir, paseaba por el salón mientras bebía un enorme vodka con martini.

– ¡Kellie! ¿Qué demonios estás haciendo? ¿Y dónde demonios está la canguro?

– ¡Llegará enseguida! -le contestó también chillando-. Ya voy. -Luego, más fuerte, gritó-: Jessica, ¡sube ahora mismo!

– Papá, no me gusta Mandy. ¿Por qué no puede venir Holly?

– ¡Jessica! ¡Sube ya!

– Holly ya estaba ocupada -le dijo Tom a su hija-. ¿Vale? De todos modos, Mandy es maja. ¿Qué problema tienes con ella?

Jessica, que lucía con orgullo dos pulseras de goma para copiar a su hermano, una rosa y una amarilla, se dejó caer en el sofá, cogió el mando a distancia y se puso a hacer zapping.

– ¡Arriba, señorita!

– Mandy se pasa todo el rato hablando por teléfono con su novio.

– Tiene móvil, puede hacer lo que quiera -le replicó Tom.

Jessica, recién bañada y con la cara sonrosada, se echó el pelo hacia atrás y ladeó la cabeza con un movimiento elegante muy adulto.

– Hablan de sexo.

– Jessica, primero, es de mala educación escuchar las conversaciones telefónicas de los demás y, segundo, cuando Mandy está aquí haciendo de canguro, tendrías que estar en la cama, dormida, así que, ¿por qué importa?

– Porque sí -dijo Jessica de mal humor.

Kellie bajó trotando las escaleras. Estaba radiante y olía al nuevo perfume Gucci que Tom le había comprado hacía poco y que le parecía increíblemente sensual en su piel. Llevaba un vestido negro corto y ajustado, que dejaba al descubierto un escote atrevido y generoso, y que realzaba al máximo sus maravillosas piernas. Con su enorme collar de plata estilo romano estaba elegantísima.

Simplemente perfecta para esta noche.

Un nuevo cliente al que Tom quería impresionar desesperadamente los había invitado a cenar.

Kellie miró a Tom.

– ¿Ya estás bebiendo?

– Para envalentonarme -dijo.

Kellie abrió mucho los ojos con desaprobación.

– Creía que esta noche ibas a conducir, para ahorrar en taxis. -Luego, se volvió hacia Jessica-. Sube a la cama, ya -le ordenó con dureza-. O mañana te quedas sin tele, y hablo en serio.

Jessica miró con resentimiento a su madre, luego a su padre. Pareció que iba a decir algo, luego se lo pensó mejor y comenzó a marcharse de la habitación, con una lentitud exasperante.

– Sólo tomaré una copa de vino cuando llegue, luego me pasaré al agua.

– No pasa nada -contestó Kellie-. Ya conduciré yo, otra vez.

– Creo que los dos necesitamos beber esta noche -dijo Tom. Se acercó a ella, la rodeó con sus brazos, la estrechó con fuerza y le dio un beso en la frente-. Estás preciosa.

– Tu también estás guapo -dijo-. Me gustas con camisa blanca.

Ahora Jessica estaba subiendo las escaleras.

Tom acarició la oreja de Kellie con la nariz.

– Me gustaría llevarte directamente a la cama.

– Pues vas a tener que esperar. No voy a quitarme todo esto y volver a empezar.

Sonó el timbre de la puerta. Se oyó el golpe de la gatera y Lady entró dando saltos en el recibidor y ladrando muy fuerte.

Tom se quedó en el salón y apuró su cóctel, el alcohol empezaba a subirsele un poco y a mejorarle el humor, lo que hizo que ganara confianza.

Entonces Mandy entró en la habitación y se quedó boquiabierto. Era la hija de una amiga de Kellie de las clases de mantenimiento y durante los últimos tres años había hecho de canguro para ellos en algunas ocasiones. Durante ese tiempo, había advertido su evolución de niña a persona más madura. Y esta noche era -no había otra forma de expresarlo- puro sexo andante.

Ahora tenía diecisiete años, quizás incluso dieciocho, y era bajita y rubia, un clon de Britney Spears con un cuerpazo, gran parte del mismo visible. Llevaba una camiseta brillante casi transparente, la minifalda más corta que había visto y botas de charol que le llegaban a los muslos. Iba cuidadosamente maquillada y se fijó en que llevaba las uñas pintadas con esmalte de purpurina y que agarraba con fuerza un móvil muy glamuroso. Era muy chabacana.

¿Sus padres la habían dejado salir así de casa para hacer de canguro? Pensó, consternado, que dentro de no muchos años, Jessica se emperifollaría igual que ella.

– Buenas noches, señor Bryce -dijo alegremente.

– ¿Cómo estás, Mandy?

– Bien. Tengo exámenes este mes, así que estoy empollando mucho.

– ¿Y ésa es tu ropa de empollona? -le dijo sonriendo.

– Sí, así es -contestó la chica muy seria, sin pillar el chiste. Luego añadió-: He aprobado el carné de conducir.

– Genial. ¡Bien hecho!

– A la tercera. Mi madre me ha dicho que me dejará su coche alguna vez. Tiene un Toyota nuevecito.

– Qué generosa -dijo Tom, y registró mentalmente otra de las cosas por las que no le hacía ilusión que Max y Jessica crecieran.

Kellie volvió al salón.

– Volveremos sobre las doce y media, Mandy. ¿De acuerdo?

– Sí, genial. Pásenlo bien.

Tom levantó el vaso vacío, lanzó otra mirada larga y lujuriosa a la chica y, de repente, se dio cuenta de que estaba un poco borracho. Debía tener cuidado. Philip Angelides ocupaba una buena posición en la última clasificación de los más ricos del Sunday Times, con una fortuna personal estimada en más de doscientos cincuenta millones de libras. Tenía un imperio empresarial que incluía una empresa de fármacos genéricos, una cadena de concesionarios de coches, un grupo de agencias de viajes, una constructora de urbanizaciones en España y una empresa de gestión deportiva de mucho éxito; todas estas áreas podían requerir los productos BryceRight.

Tom lo había conocido, como conocía a muchos de sus clientes potenciales, en el club de golf. Se decía que tenía una casa imponente en el campo, a media hora en coche de Brighton. La invitación a cenar de esta noche implicaba una gran oportunidad. Aunque hoy Tom no estaba de humor para salir.

Había estado inquieto todo el día desde que había ido a la central del Departamento de Investigación Criminal en el polígono de Hollingbury y le había contado su historia a aquel sargento negro tan alto. El sargento Branson pareció tomarse todo lo que le contó muy en serio y le aseguró que trataría el asunto con absoluta confidencialidad. Sin embargo, le había puesto sumamente nervioso que Branson le preguntara si podían quedarse su portátil durante el fin de semana para ver qué podían averiguar. Había regresado al edificio con el ordenador un poco más tarde aquella mañana, con muchas dudas, aunque Kellie se mantuvo firme en su opinión de que estaba haciendo lo correcto.

Por la tarde había realizado un recorrido de golf desastroso, uno de los peores partidos que había jugado en su vida. Su cabeza no estaba por la labor. Tenía miedo; una oscuridad profunda e insidiosa se cernía sobre él. No podía dejar de pensar en lo que había hecho: había puesto en peligro a su mujer y a sus hijos.

Quizá, sólo quizás, había cometido el peor error de su vida.

Загрузка...