Capítulo 76

Después de la reunión de las ocho y media, Jon Rye llevaba dos horas y cuarenta y cinco minutos trabajando en el portátil que habían cogido de la Ford Transit accidentada. Pero se sentía derrotado.

A las once y veinte, exhausto y frustrado, salió del departamento para ir a buscarse un café a la máquina expendedora, luego volvió, absorto en sus pensamientos. Con cualquier ordenador, normalmente encontraría la forma de descifrar cualquier contraseña utilizando software forense para entrar por una puerta trasera y luego acceder a todo el historial de Internet del ordenador; sin embargo, con esta máquina no estaba consiguiendo nada.

Acercó su tarjeta de seguridad al panel de la puerta de la Unidad de Delitos Tecnológicos, luego entró y cruzó lo que había bautizado en broma como la jaula de hámster, la zona enjaulada donde se llevaba a cabo la investigación sobre pornografía infantil, la Operación Glasgow. Saludó con la cabeza a la docena de personas enfrascadas en sus pantallas que lo miraron y entró en el área principal de su departamento.

Andy Gidney y el resto de su equipo estaban sentados a sus mesas, muy aplicados en sus tareas. Se sentó a la mesa, el portátil estaba a buen recaudo en la sala de pruebas; trabajaba con el disco duro clonado cargado en su ordenador.

Aunque hacía tres años que era el jefe de esta unidad, Rye era lo bastante listo para conocer sus limitaciones. Le habían reciclado de Tráfico. Varios de los miembros más jóvenes de su equipo eran freaks de los ordenadores hasta la médula, licenciados que habían vivido y respirado la informática desde la cuna. Andy Gidney era el mejor de todos. Si había una persona que podía convencer al portátil de que revelara sus secretos, era Gidney.

Sacó el disco duro clonado de la torre del ordenador, se levantó y fue hasta el área de trabajo de Gidney. El técnico aún intentaba descifrar la contraseña de una estafa de un banco por Internet.

– Andy, necesito que lo dejes todo durante las siguientes horas y me ayudes con esto. Hay dos vidas en peligro.

– Mmmmm -dijo Gidney-. La cuestión es que ya casi lo tengo.

– Andy, me da igual que casi lo tengas.

– Pero ¡si lo dejo, podría perder toda esta secuencia! ¡Esa es la cuestión! -Gidney giró la silla para mirar a Rye, los ojos le brillaban intensamente por la excitación-. ¡Creo que sólo me falta un dígito!

– ¿Cuánto tardarás?

– Mmmmm, bien, mmmm -dijo pensativo. Luego cerró los ojos y asintió enérgicamente-. Mmmmm. Mmmm. -Volvió a abrir los ojos y miró al suelo-. Espero tenerlo a finales de semana.

– Lo siento -dijo Jon Rye-. Vas a tener que aparcarlo. Necesito que te pongas con esto ahora mismo.

– Mmmm, la cuestión es que en este departamento somos nueve, Jon. ¿No es así?

– ¿Y? -dijo Rye, vacilante.

– ¿Por qué yo precisamente? -preguntó Gidney, que miraba muy concentrado la moqueta.

Rye se preguntó si un halago ayudaría.

– Porque eres el mejor. ¿Vale?

Gidney giró la silla enfurruñado y, de espaldas ahora al sargento Rye, levantó la mano, y dijo sumamente irritado:

– De acuerdo, dame.

– Los archivos de imagen forenses están en el servidor bajo el número de trabajo 340.

– ¿Y qué estoy buscando exactamente?

A Rye no le gustaba hablar con la espalda de su subordinado, pero la experiencia le había enseñado que era inútil intentar cambiar a aquel bicho raro; si quería sacar lo mejor de él, era mejor seguirle la corriente.

– Direcciones postales, números de teléfono, direcciones de correo electrónico. Cualquier cosa que pueda darnos una pista sobre dónde puede estar un matrimonio, el señor y la señora Bryce, Tom y Kellie Bryce. -Deletreó los nombres.

– Haré lo que pueda.

– Gracias, Andy.

Rye volvió a su mesa. Luego, casi de inmediato, lo llamó desde la otra punta de la sala un compañero, el detective John Shaw, un joven alto y guapo de treinta años que le caía muy bien. Shaw era sumamente inteligente, también licenciado como Gidney, pero diametralmente opuesto a él en todos los sentidos.

Shaw estaba trabajando en un álbum fotográfico especialmente horripilante de un disco duro incautado en una redada en casa de un presunto pederasta. Había observado un patrón en los gustos del hombre: apaleaba a niños pequeños antes de fotografiarse manteniendo relaciones sexuales con ellos. Se parecía a otro caso que habían tratado hacía poco y quería conocer la opinión de Rye.

Al cabo de diez minutos, Jon Rye regresó a su mesa, absorto en sus pensamientos. Se había acostumbrado a la mayoría de las cosas repugnantes que encontraban en los ordenadores, pero ver a alguien haciendo daño a un niño seguía afectándole. Todas las veces. Casi no se fijó, al pasar por el área de trabajo de Gidney, en que éste no estaba.

Un poco después, mientras se tomaba un breve descanso de sus e-mails, Rye giró la cabeza y le sorprendió ver que Gidney aún no había vuelto. No pudo evitar irritarse debido a la urgencia del caso.

Se levantó y se acercó al área de trabajo del técnico. En la pantalla vio:

el pronóstico marítimo emitido por el instituto de meteorología en nombre de la agencia marítima y de los guardacostas, a las 0555 del lunes 6 de junio de 2005

sinopsis general a las 0000

oeste de francia a las 1014. sureste de inglaterra se espera a las 1010 y 1300. rockall a las 1010 rolando a sureste. fastnet a las 1010.

arreciando.

¿Qué diablos hacía aquel tipo consultando el pronóstico marítimo cuando estaban en mitad de una emergencia? ¿Y dónde demonios se había metido? Hacía veinte minutos largos que se había marchado, o más.

Veinte minutos después, a Rye le quedó claro que Andy Gidney se había largado.

Estaba a punto de descubrir que Gidney había borrado toda la información del servidor y se había llevado el portátil y el disco duro clonado.

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