Capítulo 11

Poco después de las cuatro y media de la tarde, después de tres horas de examen meticuloso, Frazer Theobald, el patólogo del Ministerio del Interior decidió que los restos desmembrados de la joven que yacían bajo el toldo en el campo de colza azotado por la lluvia ya habían revelado casi todo lo que podían desvelar allí.

Completó la técnica primitiva, pero efectiva, de adherir celo en cada centímetro de su piel con la esperanza de que quedaran pegadas más fibras, recogió con unas pinzas unas pocas depositadas en su vello púbico, las metió en bolsas y luego, recorrió con la mirada una vez más las partes del cuerpo y el terreno alrededor, concentrándose intensamente, comprobando una vez más que no se le pasaba nada por alto.

Grace habría preferido que el patólogo fuera directamente al depósito de cadáveres y realizara la autopsia esta tarde, que era lo normal, pero Theobald le informó disculpándose de que ya se había comprometido con una autopsia en Hampshire, donde se había producido una muerte sospechosa en un velero.

En un mundo ideal, todas las autopsias de las víctimas de asesinato se llevarían a cabo in situ, ya que al moverlas se corría el peligro de perder alguna prueba vital, quizás invisible a simple vista. Pero un campo embarrado, azotado por el viento y la lluvia no constituían un mundo ideal. Pocas veces los cadáveres se hallaban en lugares aptos para una autopsia. Algunos patólogos preferían pasar un tiempo mínimo en la escena del crimen y regresar al ambiente laboral relativamente agradable del depósito de cadáveres. Pero el doctor Frazer Theobald no era de ésos. Podía quedarse en una escena hasta bien entrada la noche, toda la noche en realidad si era necesario, antes de anunciar que estaba satisfecho y que los restos estaban listos para que los llevaran al depósito.

Grace miró la hora. En parte, tenía la mente puesta en la cita de mañana por la noche. Estaría bien acabar hoy antes de que cerraran las tiendas. Sabía que no debía pensar aquello, pero, durante años, su hermana, y todo el mundo, le había dicho que viviera la vida. Por primera vez desde que Sandy había desaparecido, había encontrado una mujer que le interesaba de verdad, pero le preocupaba que su fondo de armario fuera una mierda, y necesitaba ropa de verano nueva. Luego intentó dejar de pensar en la cita y concentrarse en el trabajo.

Aún no habían encontrado la cabeza de la joven. Roy Grace había llamado a un asesor de búsqueda de la policía y ya habían llegado varias furgonetas policiales llenas de agentes, muchos de ellos especiales, que habían iniciado un rastreo en línea de la zona. La lluvia torrencial dificultaba la velocidad y un helicóptero que volaba bajo cubría una zona ligeramente más amplia. Sólo los pastores alemanes de la policía, saltando en la distancia, parecían ajenos a los elementos. Para disgusto del granjero, un cordón de sesenta policías, con chaquetas fluorescentes de un amarillo aún más intenso que el cultivo, pisoteaba sistemáticamente cada centímetro cuadrado de su campo.

Grace había pasado la mayor parte del tiempo al teléfono, organizando el rastreo, disponiendo un área de trabajo para el equipo que reuniría en el centro de investigaciones, obteniendo del ordenador de la policía de Sussex un nombre clave para el caso y escuchando los perfiles de un puñado de mujeres jóvenes cuya desaparición se había denunciado en los últimos días. En un radio de ocho kilómetros, tan sólo había un informe de desaparición que pudiera preocuparlos seriamente, tres más dentro de Sussex y otros seis en todo el sureste de Inglaterra.

De momento, el taciturno doctor Theobald había sido incapaz de darle una descripción muy precisa de la joven, aparte de que tenía el pelo castaño claro, dato que había extraído del color de su vello púbico, y de que tendría unos veintitantos años, tal vez poco más de treinta.

Había cuatro mujeres que encajaban con esta descripción.

Grace tenía muy presente la nefasta estadística de que en Inglaterra desaparecían 230.000 personas al año, y que el noventa por ciento de las que aparecían lo hacían al cabo de unos treinta días. A más del treinta por ciento de esas 230.000 nadie volvía a verlas nunca. Normalmente, sólo los niños y los ancianos provocaban una acción inmediata. Para los informes de todos los demás desaparecidos, la policía esperaba, por lo general, un mínimo de veinticuatro horas, y normalmente más, dependiendo de las circunstancias.

Todas las investigaciones de personas desaparecidas tocaban la fibra sensible del alma de Roy Grace. Cada vez que se planteaba un nuevo caso se estremecía en silencio.

Sandy era una persona desaparecida. Se había esfumado de la faz de la Tierra el día en que él cumplió treinta años, hacía casi nueve años; nadie la había vuelto a ver.

No había pruebas de que la mayoría de esas 70.000 personas que se habían evaporado hubieran muerto. La gente desaparecía por un montón de razones. Principalmente, para romper con la familia: un marido o una mujer que se marchaba, niños que se escapaban de casa; problemas psiquiátricos. Sin embargo, algunas -y Roy Grace no soportaba reconocerse aquello a sí mismo- entraban en esa lista por una razón mucho más siniestra: o las habían asesinado o, más excepcionalmente, las habían retenido contra su voluntad. De vez en cuando, salían a la luz casos truculentos, en el Reino Unido y en casi todos los demás países del mundo, de gente secuestrada durante años, a veces décadas. En ocasiones, en sus peores y más oscuros momentos de desesperación, imaginaba que un maniaco tenía a Sandy encadenada en un sótano en alguna parte.

Seguía creyendo que estaba viva, fuera cual fuera el motivo de su desaparición. Durante los últimos nueve años, había consultado a casi más médiums de los que recordaba. Cada vez que oía hablar de un médium con buena reputación, iba a verle. Siempre que uno visitaba Brighton y actuaba en público, Grace estaba entre los asistentes.

Durante todo ese tiempo, ninguno, ni uno solo, había afirmado estar en contacto con su esposa muerta, o tener un mensaje de ella.

Grace no tenía una fe inquebrantable en los médiums, no más que en los médicos o en los científicos. Tenía una mentalidad abierta. Creía en la máxima de uno de sus personajes de ficción favoritos, Sherlock Holmes: «Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que pueda parecer, es la verdad».

El pitido del móvil interrumpió sus pensamientos. Miró la pantalla, pero era un número oculto, seguramente sería un compañero, se trataba de una práctica estándar entre policías.

– Roy Grace -respondió.

– ¡Eh, perro viejo! -dijo una voz familiar.

– Vete a la mierda, estoy ocupado -dijo Grace con una sonrisa.

Después de tres horas intentando mantener una conversación con el miserablemente callado doctor Frazer Theobald, era agradable escuchar una voz amiga. El sargento Glenn Branson era muy amigo suyo. Habían trabajado juntos de manera intermitente durante varios años y era la primera persona a quien había reclutado para el equipo que iba a investigar este asesinato.

– Tú también puedes irte a la mierda, viejo. Mientras tú holgazaneas con un segundo brandi en la mano después de un largo almuerzo, yo me parto la espalda haciendo tu trabajo.

El desagradable sabor de un sándwich de sardina y tomate, el almuerzo que a Grace le parecía haber ingerido hacía siglos, aún perduraba en su recuerdo.

– El azar debería ser algo bueno -dijo él.

– Anoche vi una película buenísima: Serpico. Al Pacino interpreta a un policía que investiga a agentes corruptos en la policía de Nueva York. ¿La has visto? -Branson era un gran cinéfilo.

– La vi hace unos treinta años, cuando estaba en la cuna.

– Es del 73.

– Las películas tardan en llegar a tu cine, ¿verdad?

– Muy gracioso. Deberías volver a verla, es muy buena. Al Pacino, qué tío.

– Gracias por una información tan valiosa, Glenn -dijo.

Salió de debajo del toldo y se alejó para que no pudieran oírle el patólogo, un fotógrafo de la policía, llamado Martin Pile, y Dennis Ponds, el jefe de prensa de la policía de Sussex, que acababa de llegar y esperaba a que Grace le informara para hablar con la prensa. Sabía por experiencia que en esta fase de una investigación importante lo mejor era decir poquísimo. Cuanta menos información publicara la prensa sobre lo que se había encontrado, el estado del cuerpo o partes del cuerpo y la ubicación, más fácil sería descartar llamadas de chiflados y de gente que sólo les haría perder el tiempo; más fácil sería distinguir cuándo la persona que llamaba tenía información auténtica.

Al mismo tiempo, la policía tenía que reconocer que era prudente mantener una buena relación laboral con los medios de comunicación, aunque en el caso de Grace ésta se había avinagrado rápidamente durante las dos últimas semanas. Lo habían puesto en ridículo en las noticias de hoy por la muerte de dos sospechosos, y la semana pasada se habían ensañado con él por admitir ante el tribunal, durante un juicio por asesinato, que había consultado a un médium.

– Estoy en una colina bajo la puta lluvia. ¿En qué ayuda eso a nuestra investigación?

– En nada, es por tu educación. Sólo ves mierdas.

– No tiene nada de malo ver Mujeres desesperadas.

– Y que lo digas, yo vivo con una. Pero tengo información para ti.

– ¿Ah, sí?

– Una abogada en prácticas… Una asistente de abogado. Acaba de llegar.

– Vaya, eso sí que es una gran pérdida -dijo Grace con sarcasmo.

– ¿Sabes, tío? Estás enfermo.

– No, soy sincero.

Como a la mayoría de sus compañeros policías, a Roy Grace no le gustaban los abogados, en especial los penalistas, para quienes la ley sólo era un juego. Todos los días, los policías arriesgaban su vida para intentar detener a delincuentes; sus abogados se ganaban muy bien la vida intentando burlar la ley y ponerlos en libertad. Grace sabía que había que proteger a los inocentes detenidos, por supuesto. Pero Glenn todavía estaba al principio de su carrera, aún no llevaba el tiempo suficiente en la policía. No había visto a suficientes desechos humanos que eludían la justicia gracias a abogados listos.

– Sí, bueno. Hoy no ha ido a trabajar. Una de sus amigas ha ido a su piso. No está. Están muy preocupados.

– ¿Y? ¿Cuándo la vieron por última vez?

– Ayer por la tarde, en el trabajo. Tenía una reunión con un cliente importante esta mañana y no ha ido. No ha llamado. Su jefe dice que no es normal en ella. Se llama Janie Stretton.

– Tengo una lista con cuatro nombres más, Glenn. ¿Qué hace que ésta sea especial?

– Sólo es una corazonada.

– ¿Janie Stretton?

– Sí.

– La añadiré a la lista.

– Ponla en primer lugar.

La lluvia le estaba empapando el traje y le resbalaba por la cara. Grace regresó a cubierto bajo el toldo.

– Aún no tenemos la cabeza -dijo-, y me da la impresión de que no vamos a encontrarla por una muy buena razón. Ya hemos realizado un análisis de huellas, que ha dado negativo. Vamos a mandar muestras a los laboratorios de Huntingdon para que realicen un análisis prioritario de ADN, pero tardarán un par de días.

– La he encontrado -dijo Glenn Branson-. Me apuesto lo que quieras.

– ¿Janie Stretton? -dijo Grace.

– Janie Stretton.

– Seguramente estará en la cama, tirándose a un abogado que cobre tres mil libras la hora.

– No, Roy -insistió el sargento-. Creo que la tienes ahí delante.

Загрузка...