Capítulo 4

Poco después de las siete y media, Tom Bryce pasaba con su Audi deportivo plateado por delante de las pistas de tenis, luego por la zona recreativa abierta y flanqueada de árboles de Hove Park, atestada de gente paseando al perro, practicando deportes, haciendo el vago en la hierba, disfrutando de las últimas horas de aquel largo día de principios de verano.

Tenía las ventanillas bajadas y el interior del coche se llenó con suaves ráfagas de aire impregnado de olor a hierba recién cortada y la voz relajante de Harry Connick Jr., a quien adoraba, pero que a Kellie le parecía hortera. Tampoco le gustaba Sinatra. Los buenos cantantes no eran lo suyo; le gustaban cosas como el house, el garage, todos esos sonidos electrónicos con los que él no conectaba.

Cuanto más tiempo llevaban casados, menos parecían tener en común. No recordaba la última película en la que habían estado de acuerdo; el programa de Jonathan Ross los viernes por la noche era casi lo único que se sentaban a ver juntos en la tele regularmente. Pero se querían, de eso estaba seguro, y los niños estaban por encima de todo. Lo eran todo.

Este momento del día era el que más le gustaba, la ilusión de llegar a casa con la familia a la que adoraba. Y esta noche, el contraste entre el calor asqueroso y pegajoso de Londres y del tren con este momento agradable de ahora parecía incluso más pronunciado.

De mejor humor a cada segundo, cruzó la intersección con la elegante Woodland Drive, apodada la Calle de los Millonarios, con su larga hilera de espléndidas casas, muchas de ellas con vistas a un bosquecillo en la parte de atrás. Kellie anhelaba vivir allí algún día, pero de momento estaba muy por encima de sus posibilidades, y seguramente siempre lo estaría, tal como pintaban las cosas, pensó con tristeza. Siguió hacia el oeste, por el más modesto Goldstone Crescent, flanqueado a cada lado de cuidadas casas pareadas, y giró a la derecha para entrar en Upper Victoria Avenue.

Nadie sabía por qué se llamaba Upper, puesto que no había ninguna Lower Victoria Avenue. Su anciano vecino, Len Wainwright -a quien Kellie y él apodaban secretamente la Jirafa, porque medía casi dos metros quince-, había anunciado, en uno de sus muchos momentos de erudición no precisamente deslumbrante, desde el otro lado de la valla del jardín que debía de ser porque la calle subía por una cuesta bastante empinada. No era una gran explicación, pero nadie había logrado aportar ninguna mejor.

Upper Victoria Avenue formaba parte de una urbanización de treinta años de antigüedad, pero todavía no parecía haber alcanzado la madurez. Los plátanos de la calle aún eran arbolitos altos en lugar de árboles hechos y derechos, el ladrillo rojo de las casas pareadas de dos pisos aún parecía nuevo, las vigas de madera imitación Tudor del revestimiento del tejado todavía no estaban estropeadas por la carcoma o el tiempo. Era una calle tranquila, con una pequeña hilera de tiendas en la parte de arriba, en la que vivían en su mayoría parejas jóvenes con niños, aparte de Len y Hilda Wainwright, que se habían trasladado desde Birmingham tras jubilarse siguiendo la recomendación de su médico sobre que el aire del mar haría bien al asma de Hilda. Tom opinaba que reducir los cuarenta cigarrillos que se fumaba al día tal vez habría sido mejor opción.

Metió el Audi en el estrecho espacio del garaje abierto, junto al Espace herrumbroso de Kellie, se guardó el móvil en el bolsillo y bajó del coche, con el maletín y las flores. El quiosco al otro lado de la calle aún estaba abierto, igual que el pequeño gimnasio, pero la peluquería, la ferretería y la inmobiliaria ya habían cerrado. Un poco más abajo, dos chicas adolescentes esperaban en la parada del autobús, de punta en blanco para salir de fiesta, las minifaldas tan cortas que podía ver dónde les comenzaba el trasero. Notando una clara punzada de lujuria, sus ojos se detuvieron en ellas unos instantes, recorriendo sus piernas desnudas mientras compartían un cigarrillo.

Entonces oyó que se abría la puerta de casa y que la voz de Kellie anunciaba con emoción:

– ¡Papá está en casa!

Como hombre de márquetin que era, a Tom siempre se le habían dado bien las palabras, pero si alguien le hubiera pedido que describiera cómo se sentía en ese momento, todas las tardes entre semana, cuando llegaba a casa y escuchaba el saludo de las personas que más le importaban en este mundo, dudaba que hubiera podido hacerlo. Era una oleada de alegría, de orgullo, de verdadero amor. Si pudiera detener el tiempo en un momento de su vida, sería en éste, ahora, mientras estaba frente a la puerta abierta, sintiendo los fuertes abrazos de sus hijos, mirando a Lady, su pastor alemán, con la correa en la boca, la esperanza en su cara, golpeando el suelo con la pezuña, moviendo como una loca el rabo del tamaño de una secuoya gigante. Y luego, ver el rostro sonriente de Kellie.

Estaba en la puerta con un peto vaquero y una camiseta blanca, la cara enmarcada por los rizos rubios, iluminada por esa sonrisa maravillosa suya. Entonces, Tom le dio el ramo de flores rosas, amarillas y blancas.

Kellie hizo lo que hacía siempre cuando le regalaba flores. Con sus ojos azules centelleantes de alegría, las giró en sus manos un momento y dijo:

– Vaya, guau. -Lo dijo como si realmente fuera el ramo más bonito que hubiera visto en su vida. Luego, se las acercó a la nariz, esa naricilla respingona que adoraba, y las olió-. ¡Guau! Vaya, ¡rosas! Mis flores preferidas en mis colores preferidos. ¡Eres tan detallista, cielo! -Y le dio un beso.

Esa noche en concreto, su beso fue más largo, más prolongado de lo normal. ¿Quizás hoy habría suerte? O quizá, Dios no lo quisiera, pensó durante un instante mientras una nube le ensombrecía el corazón, estaba preparándolo para comunicarle una nueva compra insensata que había realizado en eBay.

Sin embargo, Kellie no le dijo nada cuando entró, y Tom no vio ninguna caja, ningún envoltorio, ningún embalaje, ningún aparatejo o chisme nuevo. Y, diez minutos después, tras despojarse de su ropa pegajosa, después de darse una ducha y ponerse unos pantalones cortos y una camiseta, su humor oscilante recuperó su tendencia estable y ascendente, aunque temporal.

Max, de siete años, catorce semanas y tres días «exactos», se había aficionado a Harry Potter. También a los brazaletes de goma, y lucía orgulloso uno blanco que rezaba: «hagamos que la pobreza sea historia», y otros blancos y negros contra el racismo que decían: «Levántate. Habla».

Tom, contento de que Max se interesara por el mundo aunque no comprendiera del todo el significado de los eslóganes, se sentó en la silla junto a la cama de su hijo en el pequeño cuarto con papel de pared amarillo intenso. Le leía en voz alta, repasando los libros por segunda vez, mientras Max, enroscado en su cama, asomando la cabeza por el edredón de Harry Potter, el pelo rubio alborotado, los grandes ojos abiertos, lo absorbía todo.

Jessica, de cuatro años, tenía dolor de muelas y estaba en plena rabieta: no le interesaba ningún cuento. Sus berreos, que llegaban a través de la pared del cuarto, parecían inmunes a los esfuerzos de Kellie por tranquilizarla.

Tom terminó el capítulo, dio un beso de buenas noches a su hijo, recogió un vagón Hogwarts Express del suelo y lo dejó en una estantería junto a la PlayStation. Luego, apagó la luz y lanzó otro beso a Max desde la puerta. Entró en la habitación rosa de Jessica, un santuario al mundo de la muñeca Barbie, vio su carita enfurruñada, morada y llena de lágrimas, y recibió un abrazo de impotencia de Kellie, que intentaba leerle El grúfalo. Trató de calmar él mismo a su hija durante un par de minutos, en vano. Kellie le dijo que Jessica tenía una cita urgente con el dentista por la mañana.

Tom se batió en retirada, procurando no pisar dos Barbies y una grúa Lego, y bajó a la cocina, donde había un agradable olor a comida, y luego casi tropezó con el triciclo en miniatura de Jessica. Lady, en su capazo, royendo un hueso del tamaño de una pata de dinosaurio, volvió a mirarle esperanzada y meneó el rabo descuidadamente. Luego saltó del capazo, cruzó la habitación y rodó sobre el lomo con las patas al aire.

Se las frotó con el pie mientras la perra echaba la cabeza hacia atrás con una sonrisa atontada, la lengua cayéndole entre los dientes, y le dijo:

– Luego, guapa, te lo prometo. Luego salimos a pasear. De acuerdo. ¿Trato hecho?

La cocina fue lo que había convencido a Kellie para que compraran la casa. Los propietarios anteriores se habían gastado una fortuna en ella, todo en mármol y acero inoxidable, y después Kellie sólo había añadido todos los aparatos que podía comprar el límite de una tarjeta de crédito, que echaba humo.

A través de la ventana, podía ver el aspersor en el centro del pequeño jardín rectangular y a un mirlo en el césped, debajo del agua que caía, levantando un ala y frotándose con el pico. En la cuerda de tender la ropa colgaban minúsculas prendas de colores intensos. Debajo, en la hierba, había un patinete de plástico. En el pequeño invernadero al fondo, crecían tomates, frambuesas, fresas y calabacines que él mismo cuidaba.

Era la primera vez que intentaba cultivar algo y se sentía excesivamente orgulloso de sus esfuerzos, hasta ahora. Por encima de la verja veía la cara larga y acongojada de la Jirafa, que se asomaba. Su vecino estaba fuera a todas horas, cortando, podando, desherbando, rastrillando, regando, arriba y abajo, arriba y abajo, su cuerpo doblado e inclinado como una grúa vieja y cansada.

Luego, miró los dibujos y cuadros hechos con acuarelas y lápices de colores que cubrían casi por completo una pared -obra todo de Max y Jessica- para ver si había alguno nuevo. Aparte de Harry Potter, Max era un loco de los coches, y gran parte de su arte tenía ruedas. El de Jessica reflejaba gente rara y animales aún más extraños, y siempre dibujaba un sol que brillaba intensamente en algún lugar del dibujo. Por lo general, era una chica alegre y le afectó verla llorar esta noche. Hoy no había ninguna ilustración nueva que admirar.

Se preparó un vodka Polstar con zumo de arándanos y añadió hielo picado del dispensador de su elegante nevera americana -otra de las «gangas» de Kellie- con pantalla de televisor incorporada en la puerta, luego llevó el vaso al salón. Se debatió entre ir al pequeño invernadero, en el que ahora daba el sol, o salir fuera y sentarse en el banco del jardín, pero al final decidió ver la televisión unos minutos.

Cogió el mando a distancia y se acomodó en su suntuoso sillón reclinable -una oferta de Internet que, en realidad, se había comprado para él-, delante de la compra electrónica más extravagante de Kellie, un enorme televisor Toshiba de pantalla plana. Ocupaba media pared, por no mencionar que absorbería la mitad de sus ingresos cuando la «tregua» de las cuotas expirara dentro de un año, aun así tenía que reconocer que era increíble ver los deportes en ella. Como siempre, estaba puesto el canal de compras QVC, con el teclado de Kellie conectado encima del sofá.

Fue pasando canales, encontró Los Simpson y los vio un rato. Siempre le había gustado esa serie. Homer era su preferido, se identificaba con él: hiciera lo que hiciera, el mundo siempre machacaba al padre de los Simpson.

Saborear la copa le sentó bien. Le encantaba aquel sillón, le encantaba aquella estancia, con su comedor en un extremo y el ambiente de aire libre que daba el invernadero en el otro. Le gustaban las fotos de los niños y de Kellie colocadas alrededor, los cuadros abstractos enmarcados de una hamaca, y los del Palace Pier en las paredes -arte barato en el que él y Kellie se habían puesto de acuerdo-, y la vitrina con su pequeña colección de trofeos de golf y criquet.

Oyó que, arriba, los lloros de Jessica al fin remitían. Se acabó el vodka. Estaba preparándose otro cuando Kellie bajó a la cocina. A pesar de su expresión agotada, de no ir maquillada y haber dado a luz a dos hijos, seguía estando delgada y guapa.

– ¡Qué día! -dijo levantando los brazos y dibujando un arco dramático-. Creo que a mí también me vendría bien uno de ésos.

Aquello era buena señal; la bebida siempre la ponía cariñosa. Había estado cachondo todo el día de manera intermitente. Se había levantado sobre las seis de la mañana con ganas de sexo, como casi todas las mañanas, y, como siempre, había rodado hacia Kellie y se había puesto encima de ella con la esperanza de echar uno rapidito. Y, como siempre, lo había frustrado el ruido de la puerta abriéndose y los pasos de unos piececillos. Comenzaba a convencerse de que Kellie tenía un botón de alarma secreto que pulsaba para hacer que los niños entraran corriendo en el cuarto a la primera señal de intento de relación sexual.

En muchos sentidos, pensó, su vida seguía una pauta cada vez más clara: cagada tras cagada en el despacho, deudas crecientes en casa y una erección permanente.

Comenzó a prepararle a Kellie una bebida grande mientras ella removía la cazuela del pollo, y la observó, con admiración, mientras levantaba la tapa de una sartén llena de patatas a la vez que miraba algo que estaba en el horno. Se manejaba en la cocina de un modo que quedaba totalmente fuera del alcance de las capacidades de Tom.

– ¿Jess ya está bien?

– Hoy va de princesita, eso es todo. Está bien. Le he dado algo que me recetó el médico para aliviarle el dolor. ¿Qué tal el día?

– Ni preguntes.

Kellie le cogió la cara entre las manos y le dio un beso.

– ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un buen día?

– Lo siento, no pretendo quejarme.

– Bueno, cuéntame. Soy tu mujer. ¡Puedes hablarme de ello!

Tom la miró, le cogió la cara entre las manos y le dio un beso en la frente.

– Mientras cenamos. Estás guapísima. Cada día estás más guapa.

Ella negó con la cabeza, sonriendo.

– Qué va, son tus ojos, pasa con la edad. -Luego retrocedió un paso y se señaló el cuerpo-. ¿Te gusta?

– ¿Qué?

– El peto.

Por un momento, el pesimismo lo envolvió de nuevo.

– ¿Es nuevo?

– Sí, ha llegado hoy.

– No parece nuevo -dijo.

– ¡Es así! Es de Stella McCartney. Chulo, ¿verdad?

– ¿La hija de Paul?

– Sí.

– Creía que su ropa era cara.

– Normalmente sí. Esto es una ganga.

– Claro.

Tom siguió preparando la copa, esta noche no quería discutir.

– He estado mirando en Internet ofertas para las vacaciones. Tengo las fechas de los días en que mamá y papá pueden quedarse con los niños, la primera semana de julio. ¿Te iría bien?

Tom sacó la Palm del bolsillo y consultó el calendario.

– Tenemos una exposición en el Olympia la tercera semana de julio, pero a principios de mes estaría bien. Pero tendrá que ser algo muy barato. Deberíamos quedarnos por Inglaterra.

– ¡Los precios en Internet son increíbles! -dijo Kellie-. ¡Podríamos pasar una semana en España a mejor precio que si nos quedáramos en casa! Mira alguna de las páginas, las he anotado. Échales un vistazo después de cenar. Holly, la vecina del final de la calle, tiene una amiga que consiguió en Internet una semana en Santa Lucía por doscientas cincuenta libras. ¿No sería genial ir al Caribe?

Tom dejó la Palm, la abrazó y le dio un beso.

– Tenía pensado darle descanso al ordenador esta noche y concentrarme en ti.

Ella le devolvió el beso.

– No soportaría pensar en el síndrome de abstinencia que sufrirías. -Le sonrió picaronamente-. Y ponen un programa de Jamie Oliver que quiero ver. A ti no te gusta. Serías mucho más feliz si pasaras media hora arriba con tu maquinita.

– ¿Adónde preferirías ir si pudiéramos permitírnoslo? -le preguntó Tom mientras le pasaba la copa.

– A donde sea que no haya niños gritones.

– ¿De verdad no te importa dejarlos aquí? ¿No has cambiado de opinión? ¿Estás segura? -Kellie nunca había querido separarse de los niños.

– Ahora mismo, los vendería encantada -dijo, y se bebió la mitad de su brisa marina de un trago.


Una hora más tarde, poco después de las nueve, Tom subió a su pequeño estudio con vistas a la calle. Aún era de día; le encantaban las largas tardes de verano y, durante unas semanas más, seguirían alargándose. Alcanzaba a ver un pequeño triángulo azul del lejano canal de la Mancha, entre dos tejados de los pisos encima de las tiendas que había enfrente. Arriba, una bandada de estorninos cruzó el cielo y desapareció con la misma rapidez. El olor de la barbacoa de un vecino entró flotando por la ventana, tentándolo a pesar de que acababa de comer.

Dentro del gimnasio, vio a un pobre desgraciado haciendo pesas con el entrenador al lado. Le recordó que salvo sacar a Lady a dar un corto paseo por la manzana, llevaba meses haciendo muy poco ejercicio. Demasiadas comidas de negocios, demasiadas copas y ahora alguna prenda de su ropa preferida le quedaba demasiado estrecha. Kellie siempre le decía que era tonto por vivir enfrente de un gimnasio y no utilizarlo. Pero era un gasto más.

Quizá sacaría a pasear a Lady más tiempo durante estas magníficas tardes de verano. Tal vez volvería a nadar. Jugar a golf una vez a la semana no le rebajaba la cintura; no soportaba ver a todos esos hombres con barrigas cerveceras en los vestuarios del club de golf; se sentía incómodo al ser consciente de que le quedaba poco para ser como ellos. Como señalándose a sí mismo, se golpeó el estómago con los puños. «¡Voy a convertirte en una tableta de chocolate antes de que nos vayamos de vacaciones!»

Bebió un sorbo de su tercer vodka; ahora se sentía tranquilo, las preocupaciones del día se habían adormilado con el agradable aturdimiento causado por el alcohol. Dejó el vaso a su lado, miró la webcam en su soporte en la mesa, a través de la cual se comunicaba de vez en cuando con su hermano en Australia, luego tecleó una orden en su portátil y repasó su bandeja de entrada. Casi de inmediato, vio un mensaje de su antiguo jefe en Motivation Business, Rob Kempson, con el que seguía teniendo amistad:

Tom:

¡Mira qué melones tiene ésta!

Rob

En lugar de hacer clic, Tom sacó de su maletín el CD que el capullo se había dejado en el tren y lo insertó en su portátil. Su programa antivirus se puso en marcha, pero cuando al fin el icono del CD se estabilizó en el escritorio, seguía sin haber ninguna pista sobre su identidad. Hizo doble clic sobre él.

Unos momentos después, el escritorio se quedó en blanco. En la pantalla apareció una pequeña ventana con el mensaje:

¿Es correcta esta dirección de Mac?

Clique SÍ para continuar. NO para salir.

Dando por sentado que era un típico problema de compatibilidad entre Windows y Mac, Tom hizo clic en «SÍ». Al cabo de unos momentos, apareció otro mensaje.

Bienvenido, suscriptor. Está conectándose.

Luego, aparecieron las palabras:

Una producción de Escarabajo.

Casi al instante, desaparecieron. Al mismo tiempo, la pantalla se iluminó progresivamente hasta formar una imagen granulada en color de un dormitorio, como si estuviera viéndola a través de una cámara de seguridad.

Era una habitación grande, femenina, con una cama de matrimonio pequeña cubierta con un edredón y cojines esparcidos encima, un tocador sencillo, un espejo largo y antiguo de madera que podría estar sacado de la tienda de un modisto, una cómoda de madera a los pies de la cama, un par de alfombras de pelo largo y estores bajados. Dos lámparas de mesita de noche iluminaban el cuarto y había otra fuente de luz que salía por la puerta del baño parcialmente abierta. En las paredes colgaban un par de fotografías de desnudos en blanco y negro de Helmut Newton. Enfrente de la cama había puertas de armario con espejos, y reflejada en ellos se veía una puerta que llevaba, supuso, a un pasillo.

Una mujer joven y esbelta salió del baño, ajustándose la ropa, mirando el reloj, parecía algo nerviosa. Era elegante y guapa, tenía el pelo largo y rubio, llevaba un vestido negro ceñido y un collar de perlas, y sostenía un bolso de mano como si fuera de camino a una fiesta. A Tom le recordó un poco a Gwyneth Paltrow y, por un instante fugaz, se preguntó si era ella; entonces, la chica volvió la cabeza y vio que no, aunque se le parecía bastante.

La joven se sentó en el borde de la cama y, para sorpresa de Tom, se quitó de una patada los zapatos de tacón; al parecer, desconocía por completo la presencia de la cámara. Luego, se levantó y comenzó a desabotonarse el vestido.

Al cabo de unos momentos, la puerta de la habitación se abrió detrás de la mujer y un hombre bajito, de complexión fuerte, que llevaba un pasamontañas y vestía completamente de negro, entró y cerró la puerta con la mano enguantada. La mujer o bien no le había oído, o bien pasaba de él. Mientras el hombre caminaba por el cuarto hacia ella, la chica comenzó a desabrocharse el collar de perlas.

El hombre sacó algo escondido dentro de la chaqueta de cuero que destelló en la luz. Tom estiró el cuello hacia delante sorprendido cuando vio qué era: un estilete.

Con dos zancadas rápidas, el tipo la alcanzó, le rodeó el cuello con el brazo y le clavó el estilete entre los omóplatos. Paralizado por aquella escena surrealista, Tom vio el grito ahogado de la mujer, pero no estaba seguro de si estaba actuando o si aquello era real. El hombre sacó el estilete, que estaba lleno de lo que parecía sangre. Volvió a clavárselo, y otra vez más. La sangre salía a borbotones de las heridas.

La chica cayó al suelo. El hombre se arrodilló, le arrancó el vestido, luego cortó la tira del sujetador con la navaja, se lo quitó y la giró violentamente para ponerla boca arriba. Tenía los ojos en blanco y los grandes pechos se balancearon hacia un lado. El tipo le rajó la parte superior de las medias negras, luego se las quitó del todo, miró su cuerpo desnudo y exquisito unos momentos y entonces le hundió el estilete en la tripa justo por encima del vello púbico con depilado brasileño.

Tom se quedó mirando, asqueado, a punto de salir de la página, pero la curiosidad lo mantenía observando. ¿Estaba actuando la chica, el estilete era de juguete, la sangre que salía de su barriga era falsa? El hombre volvió a clavarle el puñal una y otra vez, salvajemente.

Entonces se abrió la puerta del estudio y Tom se sobresaltó.

Se dio la vuelta y vio a Kellie, con una copa de vino, claramente alegre.

– ¿Has encontrado algo bonito para nosotros, cielo? -le preguntó.

Tom se giró hacia el ordenador y cerró de golpe la tapa antes de que Kellie viera lo que había en la pantalla.

– No -dijo con voz temblorosa-. Nada, no. Yo…

Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y derramó un poco de vino en el portátil.

– Ups, ¡lo shiento!

Tom sacó su pañuelo y lo secó. Mientras lo hacía, Kellie deslizó la mano que tenía libre dentro de su camisa y comenzó a acariciarle un pezón.

– He decidido que ya has trabajado suficiente por hoy. Ven a la cama.

– Cinco minutos -dijo-. Dame cinco minutos.

– Puede que dentro de cinco minutosh eshté dormida.

Tom se volvió y le dio un beso.

– Dos minutos, ¿vale?

– ¡Uno! -dijo ella, y se marchó del cuarto.

– No he sacado a Lady.

– Ha dado un largo paseo esta tarde. Está bien, ya la he dejado salir.

Tom sonrió.

– Un minuto, ¿vale?

Ella levantó un dedo pícaro.

– ¡Treinta segundos!

En cuanto cerró la puerta, Tom levantó la tapa del ordenador y pulsó una tecla para reiniciarlo. En la pantalla aparecieron las palabras:

Acceso no autorizado. Ha sido desconectado.

Durante unos momentos se quedó sentado, pensando. ¿Qué demonios acababa de ver? Tenía que ser el trailer de alguna película, tenía que serlo.

Entonces, la puerta volvió a abrirse y Kellie dijo:

– Quince segundos… o comenzaré sin ti.

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