Capítulo 39

– Un vodka con tónica, por favor -dijo Cleo Morey.

El camarero miró a Roy Grace.

– Tomaré una Peroni. -Luego cambió de opinión y decidió, de repente, que necesitaba un chute de alcohol más fuerte que una cerveza, a pesar de tener que conducir. Ya se preocuparía de eso más tarde-. Bueno no, que sea un Glenfiddich doble con hielo.

Estaban sentados a una mesa situada hacia el fondo del Latin, en los Lanes, un restaurante italiano cerca del paseo marítimo de Brighton. Podría haber escogido un restaurante más nuevo y moderno, como el del hotel Du Vin; uno más elegante, más imaginativo, como el Blanche House; había un montón de restaurantes a los que nunca había ido con Sandy.

Entonces, ¿por qué había escogido el preferido de él y su mujer?

No tenía clara la respuesta. Quizá porque conocía el sitio y pensó que se sentiría cómodo allí, sabría qué iba a encontrarse. ¿O era un paso más para enterrar el recuerdo de Sandy?

Reconoció algunos rostros de los viejos tiempos entre el personal, y un par de ellos parecieron recordarle -aunque no de nombre- y lo recibieron como a un amigo al que le habían perdido la pista hacía tiempo. El lugar tenía el ambiente de un sábado por la noche; a las nueve -más tarde de lo que Grace había planeado- todas las mesas estaban ocupadas.

La reunión de las seis y media se había alargado más de lo previsto y había tenido que quedarse un poco más, para realizar los seguimientos, aunque en realidad sólo se había producido un avance durante el día.

Bella había localizado al anterior novio de Janie Stretton, Justin Remington, y había descubierto que acababa de llegar aquella mañana de su luna de miel en Tailandia. Había ido a verle, y ahora opinaba, respaldada por los sellos de los visados en el pasaporte, que podían tacharle de la lista de sospechosos.

El rastreo del detective Nicholl por bares, pubs y discotecas de la zona de Brighton y Hove con una fotografía de Janie Stretton no había aportado nada, de momento. Parecía que Jon Rye, de la Unidad de Delitos Tecnológicos, era quien había dado con la primera prueba de verdad.

El examen que había realizado el sargento Rye del ordenador del testigo que había declarado ante Branson aquella mañana reveló que aquel hombre -al parecer sin saberlo- había seguido una ruta de Internet compleja hasta un servidor de Albania. Se trataba de la misma ruta, de las mismas direcciones IP y de los mismos protocolos hallados en el ordenador incautado a un sospechoso en una importante investigación sobre una red de pornografía infantil que el sargento Rye había examinado hacía poco. Su propietario, Reginald D'Eath, ya figuraba en la lista de los delincuentes sexuales y había sido condenado anteriormente por agresiones sexuales con violencia, así como por tráfico de pornografía infantil.

D'Eath, que ahora era un testigo clave de la acusación en un caso de pornografía infantil que estaba preparándose contra una organización rusa que operaba en el Reino Unido, se hallaba ahora escondido por su propia seguridad en una casa segura proporcionada por el servicio de protección de testigos. Después de la reunión, Grace había estado una hora al teléfono en vano, hablando con una agente de guardia muy apegada a las reglas, primero con buenos modales, luego perdiendo los estribos, para intentar conseguir que aquella maldita mujer le pasara con alguien que autorizara la divulgación de la dirección de Reggie D'Eath. Al final, había tenido que conformarse con arrancarle la promesa de que alguien le llamaría mañana a las diez.

Cleo, sentada a la mesa frente a él, con los cubiertos brillantes y las copas relucientes, estaba simplemente deslumbrante. Su pelo resplandecía a la luz de la vela temblorosa, y sus ojos eran del color de la luz del sol sobre el hielo. Llevaba un perfume que seducía a Grace. Flotaba hacia él, anulando los tentadores olores del aceite de oliva caliente, el ajo frito y el pescado dorado que salían de la cocina. Lo inhaló, y cada vez estaba más excitado.

En realidad, le excitaba todo de ella. Su nariz chata y bonita, sus labios rosados, su barbilla con hoyuelo. Su fina chaqueta color crema, la amplia camiseta gris escotada, el pañuelo de ocelote alrededor del cuello esbelto, sus pendientes grandes y originales, pero elegantes. Se fijó en que llevaba más anillos en los dedos: un sello de oro con un emblema, una antigüedad elaborada con un gran rubí incrustado en un broche de diamantes y una sortija moderna de plata con una piedra cuadrada azul pálido.

Era una belleza inglesa clásica en todos los sentidos. ¡Y estaba aquí, cenando con él! No podía controlar los nervios que sentía en el estómago. Todos los camareros la miraban. También los otros comensales. Era, de lejos, la mujer más hermosa del restaurante. ¡Estaba tan guapa que quitaba la respiración!

Sólo había un problema. De repente, no se le ocurría nada que decirle.

Ni una palabra.

Se había quedado en blanco, como si un pirata informático hubiera entrado en su cerebro y hubiera borrado todos sus pensamientos. Sonriéndole, intentando pensar en algo que no sonara absolutamente estúpido, alargó la mano para coger un paquete de palitos de pan y tiró una copa de vino vacía; cayó sobre el platito del pan de Cleo y se rompió.

Notó que se ponía rojo. Al momento, Cleo le ayudó a recoger los trozos más grandes, antes de que interviniera un camarero.

– Lo siento -dijo Grace.

– Se supone que romper una copa trae suerte -dijo ella.

– Creía que eso era en las bodas griegas.

– En las bodas griegas son platos. Las copas son en las bodas judías.

Le encantaba su voz; era muy de clase alta, muy pija y segura. Era una voz que pertenecía a un mundo distinto al suyo. El mundo de los colegios privados, el dinero, los privilegios. La alta sociedad. Tenía demasiada categoría para trabajar en un depósito de cadáveres. Sin embargo, Janie Stretton también era rica, a juzgar por la casa de su padre, y, aun así, trabajaba en una sórdida agencia de chicas de compañía.

Tal vez crecer en un ambiente pijo proporcionaba un toque de diferencia. Scott Fitzgerald, un escritor que le gustaba, había escrito que los ricos eran distintos. Pero quizá no lo fueran tanto.

– Yo…, me encantan tus anillos -dijo sin convicción. Fue lo único que se le ocurrió.

Cleo pareció verdaderamente encantada y levantó los dedos largos, elegantes y con las uñas bien arregladas, uno cada vez, mostrándole sus carísimas joyas.

– ¿Tú no llevas? -le preguntó. Luego, casi de inmediato, se sonrojó, al darse cuenta de que había metido la pata-. Lo siento, no he tenido mucho tacto.

Grace negó con la cabeza.

– Nunca llevé -dijo. Luego, estuvo a punto de añadir «cuando estaba casado», pero aún estaba casado, claro. Técnicamente.

Llegaron las bebidas. Levantó su vaso y brindó con Cleo.

– ¡Salud! -dijo Grace, y hubo algo en su sonrisa que, de repente, de manera inexplicable, le impulsó a lanzarse-. No estás mal para haber salido de un depósito de cadáveres -añadió.

– ¡Muchas gracias! -Cleo bebió un sorbo de su copa; luego, al cabo de unos momentos, replicó-: Bueno, tú estás bastante moderno… para ser un poli.

Grace sonrió, pero por segunda vez aquel día, de repente tuvo muchas dudas sobre la ropa que llevaba puesta. Las primeras las había tenido en la tienda de ropa moderna Luigi's, a la que Glenn había insistido en llevarle aquella tarde. El sargento se había vuelto loco; cogía cosas de las estanterías como un cazador de gangas desquiciado el primer día de las rebajas de enero, y le forzaba a meterse y sacarle del probador.

Esta noche llevaba el conjunto que Branson había configurado especialmente para la cita: una chaqueta de ante marrón sin forro de Jasper Conran, la camiseta negra más cara que se había comprado nunca, unos pantalones beis de Dolce & Gabana, un cinturón que costaba un riñón, mocasines marrones y unos calcetines aún más nuevos que, insistió Branson, añadían un toque moderno.

Además, ahora tenía un fondo de armario totalmente nuevo para casi cualquier ocasión. La factura había subido a más de dos mil quinientas libras. Hasta la fecha, nunca se había gastado más de cien libras en una tienda de ropa.

Pero qué diablos, pensó; en los últimos años apenas se había comprado ropa nueva. Lo adquirió todo de una vez. Y si algo no le gustaba, podía volver y cambiarlo.

– ¿Para un poli? ¿Es un cumplido? -le preguntó con una sonrisa burlona.

Cleo sonrió afectuosamente, examinando su rostro.

– Si quieres…

Grace se encogió de hombros en un gesto que esperó que transmitiera naturalidad.

– Me he puesto lo primero que he pillado. Yo…

Cleo le miraba el hombro derecho.

– ¿Y la etiqueta es parte del diseño?

Se llevó corriendo la mano izquierda al hombro; al momento, sus dedos tocaron un cartón duro, atado a un cordel. Bajo la mirada malvadamente divertida de Cleo, Grace siguió el cordel hasta debajo del cuello de la chaqueta, maldiciendo su descuido.

– Es parte del diseño. -Asintió con la cabeza-. Todo es parte del diseño; es lo último en chaquetas, es… mmm, una especie de… mmm… look recién salido de la estantería.

Cleo se rio, y Grace se descubrió riendo también. Ya no estaba nervioso y, de repente, la cabeza le hervía de temas de los que quería hablar con aquella mujer. Pero mientras se arrancaba la etiqueta, hacía una bola con ella y la dejaba en el cenicero, ella se le adelantó.

– Siento curiosidad, Roy -dijo Cleo haciendo girar la bebida en la copa-. Por tu mujer. ¿Hablas del tema? Si soy una entrometida y no es asunto mío, dímelo.

Grace se llevó la mano al bolsillo para coger el tabaco, vacilante. Técnicamente había dejado de fumar, pero había momentos en que necesitaba un cigarrillo. Como ahora.

Apareció un camarero con las cartas, dos enormes cartulinas dobladas. Grace dejó la suya sobre la mesa sin mirarla; Cleo hizo lo mismo.

– No, no eres una entrometida. -Levantó las manos un momento, con ligera impotencia, pues no sabía cómo comenzar su respuesta-. Siempre he hablado de ello abiertamente, quizá demasiado abiertamente. Sólo quiero que la gente lo sepa, ya sabes. Siempre he pensado que si hablaba de ello a la gente lo suficiente, quizás algún día le refrescaría la memoria a alguien.

– ¿Cómo se llamaba?

– Sandy -respondió, y le ofreció el paquete a Cleo, pero ella dijo que no con la cabeza. Grace sacó un cigarrillo.

– ¿Es verdad lo que…, lo que dice la gente? ¿Desapareció sin más?

– El día que yo cumplía treinta años. -Se quedó callado un momento, estaba volviendo todo el dolor.

Cleo esperó pacientemente, luego lo animó a continuar.

– ¿El día que cumplías treinta años…?

– Me fui a trabajar. Íbamos a salir a cenar con unos amigos, para celebrarlo. Cuando me marché, Sandy estaba de muy buen humor. Habíamos estado planeando las vacaciones de verano, ella quería ir a los lagos italianos. Cuando volví por la tarde, no estaba.

– ¿Se había llevado sus cosas?

– Su bolso y su coche no estaban.

Grace encendió el cigarrillo con el Zippo que Sandy le había regalado, luego bebió un trago. No le parecía bien hablar de su mujer en una cita. Al mismo tiempo, sin embargo, sentía que quería ser totalmente sincero con Cleo, contárselo todo, darle el mayor número de detalles posible, no sólo sobre Sandy, sino sobre toda su vida. Había algo en aquella mujer que le hacía sentir que podía abrirse. Más con ella que con cualquier persona que recordara.

Dio una larga calada al cigarrillo, luego expulsó el humo. Qué bien sabía, santo cielo.

– ¿Su bolso y su coche? -preguntó Cleo frunciendo el ceño-. ¿Encontraron alguna de las dos cosas?

– Encontraron el coche la tarde siguiente en un aparcamiento de tiempo limitado del aeropuerto de Gatwick. Por otro lado, no utilizó ninguna de sus tarjetas de crédito. Las últimas transacciones se hicieron la mañana que desapareció, una de 7,25 libras en un Boots y la otra de 16,42 en una estación de servicio del Tesco de la ciudad.

– ¿No se llevó nada más? ¿Ni ropa ni otras pertenencias?

– Nada.

– ¿Y las cámaras de seguridad?

– Por aquel entonces, tampoco había tantas. Las únicas imágenes que conseguimos fueron del patio del Tesco. Estaba sola y parecía estar bien. El cajero era un anciano. Dijo que la recordaba porque siempre se fijaba en las chicas guapas y que habían intercambiado unas risas. Dijo que no parecía estar bajo coacción.

– No creo que una mujer deje su vida así como así, que lo abandone todo -dijo Cleo-. A no ser… -Dudó.

– ¿A no ser? -la animó él a continuar.

– A no ser que huyera de un maltratador -contestó mirándolo fijamente. Luego, sonrió y dijo con dulzura-: Y tú no tienes pinta de maltratador.

– Creo que sus padres en el fondo aún sospechan que la tengo enterrada en el sótano.

– ¿En serio?

Grace apuró el vaso.

– Supongo que creen que todas las demás posibilidades se han agotado.

– ¿Llegaron a acusarte?

– No, son buena gente. No harían algo así…, pero lo veo en sus caras. Me invitan de vez en cuando a tomar algo o a comer algún domingo, para mantener el contacto, pero lo que quieren, en realidad, es que los ponga al día. Nunca tengo mucho que contarles, y veo que me miran de forma rara, como si se preguntaran: «¿Cuánto tiempo más seguirá con estas mentiras sobre Sandy?».

– Es terrible -dijo Cleo.

Grace se quedó mirando el conjunto de brazaletes brillantes alrededor de la muñeca de Cleo, pensando que tenía muy buen gusto en todo.

– Era su única hija. Su desaparición les destrozó la vida. Lo he visto en otras situaciones, por mi trabajo. La gente necesita algo a lo que aferrarse, algo en lo que centrar sus emociones. -Dio otra calada al cigarrillo y echó la ceniza en el cenicero junto a la etiqueta del precio de la chaqueta-. Bueno, ya basta de hablar de mí. Quiero saber cosas de ti. Háblame de la otra Cleo Morey.

– ¿La otra Cleo Morey?

– La que aparece cuando sales del depósito de cadáveres.

– Aún no -lo martirizó-. Aún no he acabado contigo, ni mucho menos.

Grace vio que Cleo también se había terminado la copa, así que llamó la atención del camarero y pidió otra ronda para cada uno. Luego se volvió hacia ella.

– Lo siento, ahora te toca a ti contestar una pregunta.

Ella hizo una mueca, que le hizo sonreír.

– Quiero saber -dijo Grace- por qué la mujer más guapa del mundo trabaja en un depósito de cadáveres, haciendo el trabajo más horrible del mundo.

– Era enfermera, me licencié en la Universidad de Southampton. No se me daba muy bien. No lo sé, quizá no tenía la paciencia suficiente. Luego trabajé un par de semanas en el depósito del hospital y vi…, no sabría cómo describirlo, simplemente sentí que por primera vez en mi vida estaba en un lugar donde podía ser útil. ¿Has leído alguna vez a Chuang Tse?

– Sólo soy un poli estúpido de los barrios bajos de Brighton. Nunca leo nada intelectual. ¿Quién es?

– Un filósofo chino taoísta.

– Claro. Qué estúpido por no saberlo.

Cleo metió los dedos en el vaso, los mojó en el hielo y le tiró una gota de agua.

– No seas antipático.

Él cerró los ojos cuando le dio en la frente.

– No soy antipático.

– ¡Sí lo eres!

– ¡Dime que dijo ese Chuang Tse!

– Dijo: «Lo que para el gusano de seda es el fin del mundo, para el señor es una mariposa».

– ¿Así que conviertes los cadáveres en mariposas?

– Ojalá.


Fueron los últimos en marcharse del restaurante. Grace estaba tan absorto en Cleo -y tan borracho- que no se dio cuenta de que los últimos clientes se habían ido hacía media hora larga y que el personal esperaba pacientemente para cerrar.

Cleo quiso pagar la cuenta, pero Grace la cogió del plato con firmeza.

– De acuerdo -dijo ella-. Yo pago la siguiente.

– Hecho -dijo él, y lanzó la tarjeta, esperando que le quedara algo de crédito.

Unos minutos después, salieron tambaleándose al viento borrascoso. Grace le sujetó la puerta del taxi. Él subió después, la cabeza le daba vueltas.

Había perdido la cuenta de lo que habían bebido. Dos botellas de vino, luego sambuca. Luego, más sambuca. Y habían comenzado con varias copas. Deslizó un brazo por el asiento y Cleo se acurrucó cómodamente contra él.

– Ha eshtado bien -dijo Grace arrastrando las palabras-. O shea, que de verdad…

Entonces Cleo apretó sus labios contra los de él. Eran suaves, mucho, increíblemente suaves. Notó su lengua ávida contra la suya. Al cabo de lo que parecieron sólo unos segundos, el taxi se detuvo delante del piso de Cleo, en el moderno barrio de North Laines, en el centro de la ciudad. A pesar de la borrachera, reconoció el bloque, un viejo edificio industrial reformado recientemente. Le habían dado mucha publicidad.

Le pidió al taxista que esperara mientras se bajaba y la acompañaba a la verja de entrada y, de repente, cuando llegaron, no supo qué protocolo seguir. Entonces, sus bocas volvieron a encontrarse. La abrazó con fuerza, tambaleándose un poco, mientras le pasaba las manos por el pelo largo y sedoso e inhalaba su perfume, absolutamente embriagado por la noche, por sus olores, por su suavidad y calidez.

Pareció que había pasado sólo un instante cuando se despertó con un sobresalto en el asiento trasero del coche, solo, con el pitido de un mensaje entrante. «Mierda. Trabajo.»

Pulsó a tientas las teclas para leer el mensaje. Era de Cleo. Decía, simplemente: «Un beso».

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