Capítulo 8

Roy Grace estaba en un campo embarrado, las plantas de colza le llegaban a la cintura, se había puesto un traje de papel blanco encima de la ropa y chanclos protectores. Durante unos momentos, se quedó inmóvil bajo el viento salpicado de lluvia, observando una hormiga que recorría tenazmente la mano de la mujer que descansaba, palma abajo, entre los tallos de colza amarillo intenso.

Luego se arrodilló y olió la carne, espantando una moscarda. La mano no olía a nada, lo que le dijo que no debía de llevar mucho tiempo allí: con el calor del verano, seguramente menos de veinticuatro horas.

Años atrás, cuando era un detective novato en una escena del crimen -habían encontrado a una joven violada y estrangulada en un cementerio del centro de Brighton-, una joven periodista pelirroja y atractiva del Argus que rondaba frente al cordón policial se había acercado a él. Le había preguntado si sentía emociones cuando acudía a un asesinato o si bien consideraba que simplemente hacía su trabajo, igual que el resto de la gente hacía otros tipos de trabajos.

Aunque en aquella época estaba casado felizmente con Sandy, le había gustado la charla insinuante que habían mantenido y no había querido confesarle que aquel asesinato era, en realidad, el primero al que acudía. Así que, para hacerse el hombre, le había dicho que sí, que era un trabajo, sólo un trabajo, que era así como hacía frente al horror de las escenas de los crímenes.

Ahora estaba recordando ese momento. Esa mentira de bravucón.

La verdad era que el día en que acudiera a una escena del crimen y sintiera que sólo estaba haciendo su trabajo, el día en que no le importara profundamente una víctima, sería el día que dejaría el cuerpo y se dedicaría a otra cosa. Y ese día aún estaba lejos. Quizás al final llegaba, igual que le había sucedido a su padre e igual que parecía sucederle a muchos de los veteranos del cuerpo, pero ahora mismo sentía muchísimas de las mismas emociones que tenía cada vez que llegaba a una escena del crimen.

Era una mezcla potente de miedo por lo que iba a tener que ver y el imponente peso de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros como investigador jefe: el hecho de saber que esta mujer muerta, fuera quien fuera, tenía unos padres, quizás hermanos, quizás un marido o amante, quizás hijos. Uno de sus seres queridos tendría que identificar el cadáver, y todos ellos, sumidos en un estado de dolor, tendrían que ser interrogados y descartados de la investigación.

La mano era elegante: dedos largos, uñas bien cuidadas, el esmalte rosa intenso contrastaba vistosamente con la piel, que se había vuelto del color del alabastro, excepto por una franja larga de sangre oscura y coagulada de un corte que iba del borde anterior del pulgar hasta la muñeca. Parecía una herida defensiva. Se preguntó quién era, qué clase de persona sería, qué la había conducido a aquello.

Las primeras veinticuatro horas de una investigación de asesinato eran claves. Después, las pesquisas se volvían cada vez más lentas y laboriosas. A lo largo de las horas y los días siguientes, sabía que tendría que aparcar casi toda su vida por esta investigación. Llegaría a saber tantos detalles de la vida de la chica como pudieran proporcionarle su cadáver, su casa, sus efectos personales, su familia y sus amigos. Era probable que acabara sabiendo más de ella que cualquier otra persona que la hubiera conocido en vida.

La investigación sería invasora y, en ocasiones, brutal. La muerte por sí sola ya se encargaba bastante meticulosamente de arrebatar a alguien su dignidad, pero nada comparado con una investigación policial forense. Y siempre existía la sensación inquietante de que el alma de la persona muerta pudiera -sólo pudiera- estar observándole.

– Creemos que la mano ha salido de allí, Roy.

La figura corpulenta de Bill Barley, el inspector de la división de East Downs, que aún parecía más fuerte con su traje blanco hinchado por el viento, estaba a su lado, señalando con un dedo enguantado en látex un lugar en el campo que había acordonado diligentemente. Varios miembros del SOCO, también con trajes blancos, estaban ocupados levantando una tienda blanca cuadrada.

Más allá, al borde del campo donde había aparcado, Grace vio que otro vehículo se unía al grupo de coches de policía oficiales y camuflados, la furgoneta de los perros policía, la del fotógrafo y el camión alto y cuadrado del Vehículo de Incidentes Graves, que lo empequeñecía todo.

Aún no se había requerido la presencia de la furgoneta negra del juez de instrucción. Tampoco se había notificado a la prensa, pero el primer reportero no tardaría en llegar. Igual que las moscardas.

Barley era un verdadero veterano, de cincuenta y pico años, con un acento campechano de Sussex y un rostro rubicundo surcado de venas rotas. A Grace le impresionó la rapidez con la que había acordonado la zona. La peor pesadilla era llegar a una escena del crimen y que los agentes inexpertos ya hubieran pisoteado la mayoría de las pruebas. El inspector parecía tener la escena totalmente controlada.

Barley tapó la mano con una tela gruesa, luego Grace lo siguió, pisando cuidadosamente sus huellas para contaminar lo menos posible el terreno, mirando cada pocos momentos a un pastor alemán de la policía que saltaba con gracia en la distancia por entre la colza, hasta que llegaron a la zona donde se concentraba la mayor parte de la actividad. Grace vio de inmediato por qué. En el centro, aplastando una pequeña área del cultivo, había una bolsa de basura negra grande y arrugada, con tiras rasgadas sacudidas por una ráfaga de viento y varias moscardas revoloteando alrededor.

Grace saludó con la cabeza a uno de los agentes del SOCO, Joe Tindall, a quien conocía bien. A sus casi cuarenta años, Tindall siempre había tenido el aspecto de un científico chiflado, con una mata de pelo sin brillo y gafas de culo de botella, pero desde que se había enamorado de una chica mucho más joven había cambiado de imagen. Ahora, dentro de su traje blanco con capucha, lucía la cabeza totalmente rapada, una fina tira vertical de vello de medio centímetro de ancho que empezaba en el centro del labio inferior y le llegaba al centro de la barbilla, y gafas rectangulares a la última con cristales azulados. Parecía más un traficante de drogas que un cerebrito.

– Buenos días, Roy. -Tindall lo saludó con su tono sarcástico habitual-. Bienvenido a «Las mil y una cosas que pueden hacerse con una bolsa de basura un miércoles por la mañana en Peacehaven».

– Has ido de compras, ¿verdad? -le preguntó Grace, señalando la bolsa negra.

– Es increíble lo que se puede comprar hoy en día con los puntos Nectar -dijo Tindall. Luego se arrodilló y, con mucho cuidado, abrió la bolsa de basura.

Roy Grace llevaba diecinueve años en la policía, los últimos quince los había pasado investigando delitos graves, en su mayoría asesinatos. Aunque todas las muertes lo perturbaban, ya no había muchas cosas que lo impactaran de verdad; sin embargo, el contenido de la bolsa de basura sí lo hizo.

Contenía un torso de lo que había sido claramente una mujer joven y bien formada. Estaba cubierto de sangre coagulada, el vello púbico tan apelmazado que no podía distinguir el color, y casi cada centímetro de su piel había sido perforado salvajemente con algún instrumento afilado, seguramente un cuchillo, pensó. No había cabeza y le habían cortado las cuatro extremidades. Junto con el cuerpo, en la bolsa había un brazo y las dos piernas.

– Dios santo -dijo Grace.

Incluso a Tindall se le había agotado el sentido del humor.

– Ahí fuera hay un cabrón muy enfermo.

– ¿Todavía no ha aparecido la cabeza?

– Siguen buscando.

– ¿Han llamado a un patólogo?

Tindall espantó un par de moscardas. Llegaron algunas más y Grace las apartó con la mano, enfadado. Las moscardas -o las moscas azules- podían oler la carne humana en descomposición a ocho kilómetros de distancia. A falta de un contenedor sellado, era imposible mantenerlas alejadas de un cadáver, aunque a veces eran útiles. Las moscardas ponían huevos, de los que salían larvas que se convertían en gusanos y luego en moscardas. Era un proceso que duraba sólo unos días. En un cadáver que llevaba semanas oculto, era posible calcular cuánto tiempo llevaba muerta la persona a partir del número de generaciones de infestación de larvas de insecto.

– Supongo que alguien habrá llamado a un patólogo, ¿verdad, Joe?

Tindall asintió.

– Sí, Bill.

– ¿Nadiuska? -preguntó Grace, esperanzado.

Había dos patólogos del Ministerio del Interior a los que solían enviar a las escenas de los crímenes de esta zona, porque vivían razonablemente cerca. El favorito de la policía era Nadiuska de Sancha, una española escultural descendiente de aristócratas rusos que estaba casada con uno de los cirujanos plásticos más importantes de Gran Bretaña. Era popular no sólo porque era buena en su trabajo, y extremadamente eficiente, sino también porque era una delicia mirarla. A sus casi cincuenta años, aparentaba tranquilamente diez años menos; si la destreza de su marido tenía algo que ver o no, era un tema de debate constante entre todos los que trabajaban con ella, y alimentaba aún más las especulaciones el hecho de que siempre llevara cuello alto, fuera verano o invierno.

– No, por suerte para ella, a Nadiuska no le gustan los apuñalamientos múltiples. Es el doctor Theobald. Y también está de camino un cirujano de la policía.

– Ah -dijo Grace, intentando que la decepción no se reflejara en su rostro.

A ningún patólogo le agradaban las heridas de un apuñalamiento múltiple, pues había que medir cada una minuciosamente. Nadiuska de Sancha no sólo era un regalo para la vista, era divertido trabajar con ella: le gustaba coquetear, tenía un gran sentido del humor y trabajaba deprisa. En cambio, estar con Frazer Theobald era, por consenso general, tan divertido como los cadáveres que examinaba. Y era lento, tan lento que exasperaba; no obstante, su trabajo era meticuloso e impecable.

Y, de repente, por el rabillo del ojo, Grace vio el cuerpo diminuto del hombre. Vestía todo de blanco y agarraba su gran bolsa. Se acercaba a ellos a grandes zancadas por el campo, su cabeza encapuchada apenas sobrepasaba los tallos de colza.

– Buenos días a todos -dijo el patólogo, y estrechó las manos enguantadas de los tres.

El doctor Frazer Theobald tenía unos cincuenta y cinco años. Era un hombre de complexión robusta que medía poco menos de metro y medio, tenía los ojos marrones, pequeños y brillantes, y lucía un bigote grueso a lo Adolf Hitler debajo de una napia con forma de Concorde; tenía una mata de pelo hirsuto, áspero y despeinado. No habría necesitado mucho más que un gran puro para asistir a una elegante fiesta de disfraces como un Groucho Marx pasable. Pero Grace dudaba que Theobald fuera el tipo de hombre que contemplara alguna vez asistir a algo tan frívolo como una elegante fiesta de disfraces. Lo único que sabía sobre la vida privada de aquel hombre era que estaba casado con un doctorado en Microbiología y que su principal forma de esparcirse era ir a navegar solo en su lancha hinchable.

– Entonces, comisario Grace -dijo clavando los ojos primero en los restos que había dentro de las tiras ondeantes de la bolsa de basura, luego en el suelo de alrededor-, ¿puede ponerme al corriente?

– Sí, doctor Theobald. -Siempre mantenía las formalidades con el patólogo durante la primera media hora, más o menos-. De momento, tenemos este torso descuartizado de lo que parece una mujer joven con múltiples heridas de arma blanca. -Grace miró a Barley como buscando confirmación y el inspector le relevó.

– La policía de East Downs ha recibido una llamada de emergencia esta mañana de una mujer que paseaba a su perro. El animal ha encontrado una mano humana, que hemos dejado donde estaba. -El inspector señaló-. He acordonado la zona y los perros policía la han rastreado y descubierto estos restos de aquí. No los he tocado más que para abrir la bolsa.

– ¿No hay cabeza?

– Aún no -dijo el inspector.

El patólogo se arrodilló, dejó su bolsa en el suelo y, retirando con cuidado la bolsa de basura, examinó los restos en silencio durante unos momentos.

– Necesitamos de inmediato un análisis de huellas y otro de ADN para ver si podemos conseguir una identificación positiva -dijo Grace.

El policía miró colina abajo a través del campo hacia las calles de casas. Detrás, a kilómetro y medio más o menos de distancia, vio el agua gris del canal de la Mancha, que apenas se distinguía del gris del cielo.

– También deberíamos iniciar un interrogatorio puerta por puerta en la zona -prosiguió Grace dirigiéndose al inspector-, pedir informes de cualquier suceso sospechoso que haya tenido lugar en los últimos dos días. Comprobar si hay personas desaparecidas en esta zona. Si no las hay, ampliar la búsqueda a todo Brighton y luego a Sussex. ¿Hay cámaras de seguridad, Bill?

– Sólo en algunas tiendas y otros negocios.

– Asegúrate de que se los informa de que conserven todas las cintas correspondientes a los siete últimos días.

– Enseguida.

– ¿Alguna idea de cómo han podido llegar aquí estos restos? -preguntó Grace señalando el suelo-. ¿Marcas de neumáticos?

– Tenemos un rastro de pisadas. Algún tipo de botas gruesas, a juzgar por el dibujo. Parecen profundas. Creo que debieron de cargar con ella -dijo Bill Barley, que señaló una franja estrecha de terreno con colzas entre dos bandas de cinta de la policía colocadas a cierta distancia.

Theobald había abierto la bolsa y examinaba con cuidado la mano ensangrentada.

«¿Quién es? -quería saber Grace-. ¿Por qué la han asesinado? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?» La ira hervía en su interior.

Ira y algo más.

Era el conocimiento espantoso, al que se negaba siempre a hacer frente, de que el destino de esta joven podría haber sido también el de su propia esposa. Sandy había desaparecido de la faz de la Tierra hacía nueve años y, desde entonces, no había habido rastro de ella. Podrían haberla matado y haberla dejado tirada en algún lugar. Quizá la habían asesinado y descuartizado salvajemente. Era fácil deshacerse de un cadáver y asegurarse de que nunca jamás iban a encontrarlo, había docenas de formas de hacerlo.

Y era eso lo que ahora le inquietaba. Alguien se había molestado en despedazar a aquella chica y cortarle la cabeza. Pero si de verdad hubiera querido complicar su identificación, también se habría llevado las manos.

Entonces, ¿por qué no lo había hecho?

¿Por qué había dejado sus restos aquí, en medio de este campo, donde seguro que no tardarían en descubrirlos? ¿Por qué había hecho eso en lugar de cavar por lo menos una tumba poco profunda?

¿Podía ser que quienquiera que la hubiera matado deseaba que la encontraran?

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