Capítulo 6

A Roy Grace no le gustaba celebrar ruedas de prensa, pero era muy consciente de que la policía era un servicio público remunerado y, por lo tanto, los ciudadanos tenían derecho a estar informados. Lo que no soportaba era la interpretación que hacían los periodistas de todo. Le parecía que no estaban interesados en informar a los ciudadanos; que su trabajo era vender periódicos o atraer telespectadores u oyentes. Querían coger las noticias y presentar artículos tendenciosos, cuanto más sensacionalistas mejor.

Y si no había nada de sensacionalista en la historia, ¿por qué no tomarla con la policía? Pocas cosas captaban tanto la atención de la gente como un tufillo a negligencia policial, racismo o ineptitud. Una persecución de coches que se torcía era un tema recurrente últimamente, sobre todo si algún ciudadano resultaba herido o muerto por una maniobra de conducción temeraria de la policía. Como ayer, cuando dos sospechosos perseguidos por la policía que iban en un coche robado se habían despeñado por un puente y se habían ahogado en un río.

Y ésa era la razón por la que se encontraba ahora aquí, en la sala de prensa, delante de una mesa rectangular abierta en el centro sin sillas suficientes para todos los periodistas presentes, de espaldas a una pizarra grande, elegante y curvada, en la que estaban expuestas artísticamente cinco placas policiales sobre fondo azul, con www.crimestoppers.co.uk impreso en un lugar prominente debajo de cada una.

Calculó que habría unas cuarenta personas de medios de comunicación apretujadas en la sala -periodistas de prensa, radio y televisión, fotógrafos, cámaras y técnicos de sonido-; la mayoría le resultaban familiares, entre ellos había algunos rostros jóvenes nuevos que trabajaban para la prensa local e informaban a los medios nacionales, esperando su gran oportunidad, y algunos viejos y cansados, que sólo esperaban poder salir de ahí e irse a un pub.

A su lado, más para demostrar que la policía estaba tomándose el asunto en serio que para contribuir verdaderamente a la rueda de prensa, estaban la subdirectora, Alison Vosper, una mujer guapa pero de aspecto duro, de cuarenta y cuatro años y pelo rubio muy corto, que sustituía al director, Jim Bowen -que estaba en una conferencia-, y el superior inmediato de Grace, Gary Weston, el inspector jefe.

Weston era un hombre de Manchester de treinta y nueve años, de aspecto relajado y encanto carismático, que había sido compañero de Grace cuando ambos patrullaban las calles; todavía eran buenos amigos. Aunque tenía casi la misma edad que Grace, Weston había jugado a la política, había cultivado amistades con influencias, con los ojos puestos firmemente en labrarse una carrera como director de policía y, dadas sus aptitudes, quizás incluso el puesto más alto en la Met, pensaba Grace con un dejo de admiración, pero sin envidia.

Como era políticamente astuto, Gary Weston no iba a intervenir hoy, mejor dejar que fuera Roy Grace quien hablara, para ver si el comisario se hundía aún más en el barro.

Una reportera joven y mordaz a quien ninguno de los policías había visto antes realizó su pregunta:

– Detective Grace, tengo entendido que resultaron heridos primero una mujer en un accidente en Newhaven, luego un anciano en un choque en la carretera de circunvalación de Brighton y que, unos minutos después, un agente de policía cayó de su moto. ¿Puede explicarnos sus razones para permitir que la persecución siguiera adelante?

– El accidente de Newhaven se produjo antes de que la policía comenzara la persecución -respondió Grace, que eligió con cuidado las palabras-. Los sospechosos secuestraron un Land Rover justo después del accidente. Luego, chocaron en un túnel con un Toyota sedán conducido por un anciano y secuestraron su vehículo. Sabíamos que al menos uno de los sospechosos iba armado y era peligroso, y que la vida de un miembro inocente de la comunidad dependía de que los capturáramos, y me pareció que los ciudadanos corrían más peligro si los dejábamos escapar, razón por la cual tomé la decisión de no perderles la pista.

– ¿A pesar de que eso acabara con sus vidas? -siguió la periodista.

Su tono le enfureció y tuvo que contener el fuerte impulso de insultarla, de decirle que los dos muertos eran unos monstruos, que al haberse ahogado en un río turbio se hacía más justicia con las personas a las que habían engañado y hecho daño, con las que habían matado; era mejor que sentenciarlos a una condena patética dictada por un juez liberal de gran corazón. Pero también debía andarse con mucho cuidado y no dar a la multitud allí congregada algo que pudieran tergiversar y convertir en un titular sensacionalista.

– La investigación judicial establecerá la causa de la muerte a su debido tiempo -dijo Grace, mucho más tranquilo de lo que se sentía.

Su respuesta provocó un murmullo de enfado, un aluvión de manos levantadas y unas treinta preguntas formuladas a la vez. Mirando el reloj, aliviado al ver que el minutero había avanzado, se mantuvo firme.

– Lo siento -dijo-, hoy no hay tiempo para más.


De vuelta en su pequeño despacho casi nuevo, en el enorme edificio art déco de dos plantas, recientemente reformado, que se había construido en la década de los cincuenta como hospital para enfermedades contagiosas y que ahora albergaba la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, Grace se sentó en su silla giratoria. Como casi todo el mobiliario de la sala, estaba recién salida de su envoltorio y aún no estaba familiarizado ni se sentía cómodo allí.

Se movió en la silla un momento, jugueteó con las palancas, pero seguía sin estar cómodo. Le gustaba mucho más su antiguo despacho en la comisaría de policía de Brighton. La habitación era mayor, los muebles viejos, pero se encontraba en el centro de la ciudad y había mucha actividad. Estas nuevas instalaciones se hallaban en un polígono industrial a las afueras de la ciudad y eran frías e impersonales. Kilómetros de pasillos largos, silenciosos, recién enmoquetados y pintados, despacho tras despacho llenos de muebles nuevos ¡y sin cafetería! No se podía conseguir una taza de té en ningún lado, a menos que te la prepararas tú mismo o la compraras en una puta máquina expendedora. No se podía conseguir un sándwich, había que caminar hasta el hipermercado Asda que había al otro lado de la carretera. Bravo por las comisiones de diseñadores.

Durante un momento, contempló con cariño su preciada colección de tres docenas de mecheros clásicos agrupados en una repisa que había entre su mesa y la ventana, y pensó que hacía semanas que su trabajo le impedía llevar a cabo uno de sus pasatiempos preferidos, algo que compartía con su mujer, Sandy y en lo que ahora encontraba un gran consuelo: recorrer los mercadillos de antigüedades y los maleteros de los coches en busca de viejos chismes.

Dominando la pared que tenía detrás, estaba el gran reloj redondo de madera que había formado parte del atrezo de la comisaría de ficción de The Bill que Sandy había comprado en tiempos más felices en una subasta, para su vigésimo sexto cumpleaños.

Debajo, montada en cristal, había una trucha marrón de tres kilos trescientos gramos que había adquirido en un puesto de Portobello Road. El lugar que ocupaba debajo del reloj no era casual: le permitía utilizar un chiste viejo y manido cuando instruía a los nuevos detectives sobre la paciencia y los peces gordos.

El resto del espacio lo ocupaban un televisor y un vídeo, una mesa redonda, cuatro sillas y pilas de papeles sueltos, su bolsa de deporte con su equipamiento para la escena del crimen y pequeñas montañas de carpetas.

Cada carpeta en el suelo correspondía a un asesinato sin resolver. Se quedó mirando un sobre verde, una de cuyas esquinas estaba oscurecida por pelusilla de la alfombra. Representaba una pila de unas veinte cajas de carpetas amontonadas en un despacho, o rebosando de un armario, o encerradas, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en una comisaría de la zona donde había tenido lugar el homicidio. Era el caso sin resolver de un veterinario gay llamado Richard Ventnor, asesinado a palos en su consulta hacía doce años.

Contenía fotografías de la escena del crimen, informes forenses, bolsas de pruebas, declaraciones de testigos, transcripciones; todo separado en fajos ordenados y atados con lazos de colores. Formaba parte de su competencia actual, hurgar en los asesinatos sin resolver del condado, actuar de enlace con la división del Departamento de Investigación Criminal donde había tenido lugar el delito, en busca de algo que hubiera podido cambiar con el transcurso de los años que pudiera justificar reabrir el caso.

Se sabía la mayoría del contenido de cada carpeta al pie de la letra: una ventaja de la memoria que lo había llevado a superar examen tras examen tanto en el colegio como en el cuerpo de policía. Para él, cada fajo representaba algo más que el fin trágico de una vida humana y que un asesino siguiera en libertad. Simbolizaba algo muy próximo a su propio corazón. Implicaba que una familia había sido incapaz de enterrar su pasado porque quedaba un misterio por resolver, porque no se había hecho justicia. Y sabía que como algunas de estas carpetas tenían más de treinta años, seguramente él era la última esperanza que les quedaba a las víctimas y a sus familiares. Ahora mismo, sólo había un caso en el que estuviera progresando realmente: el de Tommy Lytle.

Tommy Lytle era el caso sin resolver más antiguo de Grace. Cuando tenía once años, hacía ahora veintisiete, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero, en dirección a su casa. Nadie había vuelto a verlo. En su momento, la única pista que se tuvo fue una furgoneta Morris, vista por un testigo que había tenido el aplomo de anotar la matrícula, pero no había podido relacionarse con la desaparición al propietario, un bicho raro y solitario con un historial de delitos sexuales contra menores. Y ahora, hacía dos meses, por pura coincidencia, la furgoneta había aparecido en el radar de Grace cuando la policía paró al propietario actual del vehículo, un entusiasta de los coches clásicos, por conducir borracho.

Los avances de la ciencia forense en veintisiete años eran mayúsculos. Con las modernas pruebas de ADN, los científicos forenses de la policía alardeaban, no sin razón, de que si un ser humano había estado alguna vez en una habitación, por muchos años que hubieran pasado, y si se les daba tiempo, podían encontrar las pruebas que lo demostrarían. Tan sólo una célula epidérmica que hubiera escapado a la aspiradora, o un cabello, o una fibra de tejido. Quizás algo cien veces más pequeño que la cabeza de un alfiler. Habría un rastro.

Y ahora tenían la furgoneta.

Y el sospechoso original seguía vivo.

Los forenses habían examinado la furgoneta con microscopios, pero, de momento, como concluía un informe decepcionante del laboratorio que Grace había leído la noche anterior, no habían encontrado nada que relacionara la furgoneta con el desaparecido. El equipo forense de la escena del crimen había encontrado un cabello humano, pero el ADN no coincidía.

No obstante, hallarían algo en esa maldita furgoneta, Grace estaba decidido, aunque tuviera que inspeccionar el vehículo milímetro a milímetro él mismo con unas pinzas.

Bebió un sorbo de su botella de agua mineral e hizo una mueca al notar el sabor -o la falta de sabor-, la pura insipidez, ligeramente metálica, del líquido que bebía para intentar deshacerse del habitual galón de café que ingería al día. Luego, enroscó el tapón y se quedó mirando las nubes de lluvia que estaban formándose, compactas como el sebo, suspendidas sobre el bloque gris del tejado del Asda que había al otro lado de la calle y que ocupaba gran parte de la vista. Pensaba en mañana.

Mañana era jueves y tenía una cita -no como la última cita a ciegas desastrosa con una psicópata, concertada a través de una agencia de Internet-, sino una cita real con una mujer hermosa. Estaba deseándolo y a la vez nervioso. Estaba inquieto por qué ponerse, adonde llevarla, por si tendría suficiente que decirle.

Y estaba preocupado por Sandy, por lo que pensaría sobre que saliera con otra mujer. Sabía que era absurdo tener aquellos pensamientos después de casi nueve años, pero no podía evitarlo. Igual que tampoco podía evitar preguntarse, casi a cada momento de su vida, dónde estaba, qué le había sucedido. Si estaba viva o muerta.

Cogió la botella de Evian y bebió otro trago, después miró, por encima de los fajos de papeles descontrolados que tenía sobre la mesa, a la pantalla del ordenador y, luego, bajó la vista al fajo de periódicos de aquella mañana. El titular del que estaba encima del todo, el rotativo local Argus, le gritó: «Dos muertos en persecución policial».

Tiró los periódicos al suelo y repasó el último aluvión de mensajes de correo electrónico. Aún intentaba cogerle el tranquillo al nuevo software Vantage para el sistema informático del cuerpo, que era mucho más fácil de utilizar que el Green-Screen al que había sustituido. Grace se sentó frente al ordenador del registro de incidentes para ver qué había ocurrido durante la noche, algo que normalmente habría hecho a primera hora, pero hoy había tenido que preparar la rueda de prensa.

No había nada fuera de lo normal, sólo los residuos de siempre de una noche y una mañana de mediados de semana en Brighton. Un puñado de atracos, allanamientos, robos de coches, un asalto a una tienda de ultramarinos que abría toda la noche, una pelea en un pub, una discusión doméstica, unos cuantos accidentes de coche -sin víctimas mortales-, un aviso en una tierra de labranza cerca de Peacehaven para investigar un objeto sospechoso. Ningún incidente grave, ningún delito importante, nada que captara su interés.

Bien. Apenas había estado en el despacho la semana anterior, aparte de unas horas que había tenido que dedicar a preparar el juicio contra un maleante de la ciudad, y necesitaba unos días para ponerse al día con el papeleo.

Sincronizó su Blackberry con el ordenador y consultó la agenda. Aún estaba despejada. Eleanor Hodgson, su secretaria -o ayudante de apoyo a la gestión, como dictaba ahora la corrección política-, había cancelado todas sus citas para dejar que se concentrara en su caso y en el juicio. Pero sabía, para su pesar, que pronto se le llenaría bastante la agenda.

Casi de inmediato llamaron a la puerta, que se abrió. Eleanor entró. Correcta y nerviosa, de cincuenta y tantos años, parecía la típica inglesa que Grace imaginaba que podía encontrarse tomando el té en casa del párroco, y no es que él hubiera ido alguna vez. Después de tres años trabajando para él, Eleanor seguía siendo indefectiblemente cortés y un poco formal, como si le diera miedo molestarle, aunque a Grace no se le ocurría por qué.

Le tendió un fajo de periódicos como si le preocupara que pudieran contaminarla.

– Oh, Roy -dijo-. Yo, mm… Son las últimas ediciones de algunos de los periódicos de la mañana. He pensado que quizás querrías verlas.

– ¿Algo nuevo?

– Más de lo mismo. El Guardian incluye una cita de Julia Drake, de la Comisión Independiente de Quejas Policiales.

– Ya imaginaba que no tardarían mucho. Zorra farisaica de mierda.

Eleanor se estremeció al oír la palabrota, luego sonrió nerviosamente.

– Creo que todo el mundo está siendo un poco duro contigo.

Grace miró su agua, anhelando de repente una taza de café. Y un cigarrillo. Y una copa. Ya casi era la hora de comer y normalmente intentaba no beber hasta la noche, pero le daba la impresión de que hoy iba a romper esa regla. La Comisión Independiente de Quejas Policiales. Genial. ¿Cuántas horas de su vida iba a consumirle en los meses venideros? Sabía que era inevitable que intervinieran, pero tener la confirmación le pareció, de repente, que lo empeoraba todo.

Sonó el teléfono. Contestó mientras Eleanor se quedaba allí, y oyó el acento seco de Manchester del inspector jefe.

– Bien hecho, Roy -dijo Gary Weston, y sonó más que nunca como su superior-. Te has desenvuelto bien.

– Gracias. Ahora tenemos que enfrentarnos a la CIQP.

– Nos encargaremos. ¿Estás libre a las tres?

– Sí.

– Ven a mi despacho, redactaremos un informe para ellos.

Grace le dio las gracias. En cuanto colgó, el teléfono volvió a sonar. Esta vez llamaban de la sala de control de la policía. Era una funcionaria llamada Betty Mallet, que llevaba allí más tiempo de lo que recordaba.

– Hola, Roy, ¿cómo te va? -le preguntó.

– He estado mejor -contestó él.

– Tengo una petición del Departamento de Investigación Criminal de Peacehaven para que un investigador se persone de inmediato en la escena de una investigación. ¿Estás libre?

Grace se quejó en silencio. ¿Por qué no había podido llamar a otra persona?

– ¿Qué puedes contarme?

– Una mujer paseaba a su perro esta mañana por una tierra de labranza entre Peacehaven y el pueblo de Piddinghoe. El perro echó a correr y volvió con una mano humana en la boca. El Departamento de Investigación Criminal ha subido hasta allí con perros de rastreo y han localizado más partes de un cuerpo, al parecer llevaba muerto poco tiempo.

Como todos los detectives, Grace tenía una bolsa de deporte de piel preparada con un traje protector, chanclos, guantes, una linterna y otros objetos esenciales del equipamiento de la escena del crimen.

– De acuerdo -dijo, mirando con resignación la bolsa en el suelo. No necesitaba aquello, no lo necesitaba en absoluto-. Indícame el lugar exacto, llegaré dentro de veinte minutos.

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