Capítulo 55

– He encontrado una lasaña en el congelador -anunció la agente de Relaciones Familiares cuando Tom entró en la cocina, con Jessica agarrada de una pernera del pantalón y Max de la otra, como si les aterrorizara que fuera a desaparecer como su madre si se soltaban-. ¿Quiere que se la prepare para la cena?

Tom se quedó mirando a la agente Buckley, perplejo; ni había pensado en la cena. En estos momentos, sólo podía pensar en la cara que había puesto el sargento Branson cuando había señalado en la imagen de la cámara de seguridad al capullo del tren.

Recordaba la respuesta extrañamente sucinta que le dio cuando Tom le preguntó si sabía quién era: «Sí, sabemos quién es».

Y luego el detective se había negado a decir más.

Tom se dirigió a la agente y le contestó distraídamente:

– Sí, gracias, estaría bien.

– Hay algunas verduras en la nevera. Tomates, lechuga, rábanos. Podría improvisar una ensalada.

– Genial -dijo Tom.

Lady entró dando saltos por la gatera, miró a Tom y ladró una vez, luego movió la cola. Volvía a estar como nueva.

– ¿Tienes hambre, Lady? -le preguntó.

La perra volvió a ladrar, luego lo miró expectante.

– ¡No me gusta la ensalada! -protestó Max.

– ¡Sólo me gusta la ensalada de mamá! -dijo Jessica, como solidarizándose con él.

– Es la ensalada de mamá -replicó Tom-. La compró ella.

– Pero no va a prepararla ella, ¿verdad? -dijo Max.

– Pero va a prepararla esta señorita tan encantadora.

Tom cogió el cuenco del perro y lo llenó de pienso. Luego, abrió una lata de comida. La veterinaria no había podido determinar qué le pasaba a Lady, creía que seguramente sólo era un virus. El detective le había preguntado si podía ser que la hubieran drogado, pero la veterinaria respondió que era posible. Tendría que mandar una muestra de sangre al laboratorio para que la analizaran, y los resultados tardarían unos días. Branson le había pedido que lo hiciera.

– He encontrado un rico helado de limón en el congelador -dijo la agente alegremente-. ¡Podéis comer helado después!

– Quiero el helado de mamá -dijo Max.

– Yo lo quiero de chocolate o de fresa -exigió Jessica.

Tom intercambió una mirada con la agente. Tendría unos treinta y cinco años, calculó, el pelo rubio corto, un rostro sincero y agradable y un carácter afectuoso pero eficaz. Parecía una persona capaz de hacer frente a estas situaciones. Tom se encogió de hombros como diciendo «qué le vamos a hacer», dejó el cuenco en el suelo y se dirigió a Max.

– Es el helado de mamá. ¿Vale?

Max lo miró con sus grandes ojos redondos, pero parecían carecer totalmente de expresión. Tom no pudo interpretar su mirada, no podía imaginar exactamente qué sentía su hijo. O su hija.

O él mismo.

Se moría por interrogar un poco más a Jessica sobre el tema del vodka que bebía Kellie. ¿De qué iba todo eso?

– No me gusta el helado de limón -dijo Jessica.

Tom se arrodilló y la rodeó con sus brazos.

– Esta noche no tenemos más sabores. Mañana te compraré helado de chocolate y de fresa. ¿Qué te parece?

No obtuvo ninguna reacción de su hija.

– Dale un abrazo a papá, cielo. Necesito un abrazo.

– ¿Cuándo volverá mamá a casa?

Tom se quedó dudando un momento, preguntándose qué debía contestar. ¿La verdad, que lo desconocía? ¿O una mentira piadosa? Mentir era lo más sencillo.

– Pronto. -Aupó a su hija-. ¿Vamos a bañarnos?

– Quiero que me bañe mamá.

– Puede que vuelva bastante tarde, así que hoy te bañará papá. ¿Vale?

La niña apartó la mirada, enfurruñada. En el salón, oyó que subía el volumen de la televisión: una música con un tintineo, el chirrido de unos neumáticos frenando, una voz americana aguda que protestaba por algo. Max estaba viendo Los Simpson. Bien. Al menos se mantendría ocupado hasta la hora de la cena, ¿o también debía bañarle a él?

De repente, se dio cuenta de lo poco que sabía sobre la rutina de sus hijos, sobre cualquier cosa que tuviera que ver con la casa. Una bruma de oscuridad y frío, y un miedo terrible lo envolvieron desde dentro. Mañana por la mañana tenía una presentación muy importante para Land Rover. Su director de márquetin le había hablado de un contrato suculento. Si Kellie no regresaba a casa esta noche, no sabía cómo iba a arreglárselas.

«Dios santo, Kellie, mi dulce y querida Kellie, por favor, que no te haya pasado nada, por favor, vuelve. Te quiero muchísimo.»

Tras subir las escaleras, llevó a Jessica a su cuarto, cerró la puerta y la sentó en la cama. Él se sentó a su lado.

– Jessica, ¿puede papá preguntarte por algo que has dicho esta mañana sobre mamá? Yo he dicho que le preguntaríamos a mamá qué le gustaría hacer hoy si volvía a tiempo y tú has dicho: «Seguramente sólo querrá beber vodka». ¿Te acuerdas?

Jessica se quedó mirando al frente sin decir nada.

– ¿Recuerdas lo que has dicho, cielo?

– Tú también bebes vodka -gruñó la niña haciendo un mohín.

– Sí, también bebo vodka. Pero ¿por qué dijiste eso?

Abajo, Lady se puso a ladrar de repente. Luego sonó el timbre.

– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamááááá! ¡Ha llegado mamá!-oyó que gritaba Max.

Tom, con el corazón acelerado por la alegría, bajó corriendo las escaleras. Max ya estaba abriendo la puerta.

Era el sargento Jon Rye, con el maletín de piel de su portátil.

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