Capítulo 9

Kellie, vestida con un chándal morado, se puso en cuclillas en el suelo del salón, el teclado en el regazo, apoyada en el sofá, mientras se zampaba un tubo de Pringles de sal y vinagre. No era el almuerzo más sano precisamente, pero eran bajas en grasas, así que no afectarían a su figura, pensó.

Conectada a Internet, se quedó mirando el brazalete de cristal púrpura de Swarovski en la pantalla del televisor, luego hizo doble clic sobre la imagen para agrandarla. Con un sentimiento de culpa, pensó en lo bien que combinaría con el conjunto que llevaba puesto. Un poquito chabacano, quizás, un poco macarra. Pero la bisutería de Swarovski tenía clase, sin duda; le encantaban sus artículos. El PVP recomendado eran 152 libras, y la oferta más alta por el momento ascendía sólo a 10,75 libras. ¡Y sólo quedaban tres horas y cuarenta y dos minutos para que acabara la subasta!

¡Era una ganga! Realizó una oferta de doce libras. Su economía apenas lo notaría; además, si podía conseguirlo por un precio cercano a ése, dentro de unas semanas podría revenderlo por una cantidad superior ¡y obtener beneficios!

Se quedó mirando la pantalla varios minutos más y no aparecieron más pujas. Por el momento, todo marchaba bien. Alargó la mano, cogió la botella de Smirnoff -una de su alijo secreto, que escondía de Tom en el fondo del cajón de la ropa interior en el dormitorio-, desenroscó el tapón y bebió sólo un pequeño sorbo. Sólo era el tercer trago de la mañana, se dijo racionalizándolo, obviando el hecho de que la botella era nueva y ahora faltaba un tercio.

Fuera, llovía a cántaros. Lady entró alegremente en la habitación, con la correa en la boca, ladeó la cabeza y lloriqueó.

– Quieres salir, ¿verdad, guapa? Tendrás que esperar a que deje de llover, ¿vale?

La perra volvió a gimotear, más fuerte.

Kellie dejó la botella y levantó el brazo. Lady se acurrucó a su lado, luego rodó torpemente sobre su lomo.

– Eres la típica hembra, ¿verdad? -le dijo cariñosamente Kellie, arrastrando las palabras. El vodka estaba atenuando la depresión del mediodía-. Sólo quieres que te toquen las tetas.

Acarició la panza de la perra unos momentos, luego deslizó el brazo alrededor de su cuello y le dio un beso en la cabeza, inhalando el olor fuerte y cálido del pelo del animal.

– Te quiero, Lady.

Al oír ruido fuera, Lady se levantó de repente de un salto, gruñó y se puso a rondar por el recibidor. Ladró y, unos momentos después, Kellie oyó el golpe de la gatera en la cocina cuando Lady salió corriendo al jardín, sin duda a perseguir a algún pájaro que se había atrevido a aterrizar en el césped.

Su puja en eBay seguía sin respuesta.

Algún día comprendería estas subastas por Internet. Hacía un par de semanas había salido un artículo en el Daily Mail, que había recortado y guardado, sobre todas las personas que habían ganado un dineral vendiendo cosas en eBay. Había intentado decirle a Tom -pero él no pareció entenderlo- que lo único que hacía era intentar ganar dinero para ellos, a su manera. Pero no se le daba nada bien. Aunque lo conseguiría; le pillaría el tranquillo.

Luego miró la botella. ¿Tal vez sólo un traguito más?

Cerró los ojos y pensó: «¿Qué coño me pasa? ¿Qué pasa con mi vida? ¿Tengo unos genes de mierda?».

Kellie pensó en sus padres. Su padre con todos sus sueños, al que adoraba, se veía ahora incapacitado para salir de casa debido a un párkinson avanzado a la temprana edad de cincuenta y ocho años. Recordó todos los negocios que había emprendido cuando ella era pequeña y que habían fracasado. Había conducido un taxi en Brighton y había creado un servicio de alquiler de limusinas. Se había ido a pique. Había comprado una franquicia para vender una bebida natural que iba a reportarle una fortuna. Les había costado la casa.

Su madre había complementado los ingresos familiares trabajando duro muchas horas en el aeropuerto de Gatwick, promocionando perfumes en el duty free, hasta que había tenido que dejarlo para cuidar a su padre. Ahora vivían, en un estado de miedo permanente a vándalos, ladrones y atracadores, en un piso en Whitehawk, el barrio de viviendas de protección oficial más peligroso de Brighton. Hacía dos días, cuando fue a visitarlos, dejó el viejo Espace fuera durante una hora. Cuando salió, vio que le habían robado los tapacubos.

Recordó el día que conoció a Tom, en la fiesta del vigesimo-primer cumpleaños de una amiga de la escuela de Magisterio de Brighton. Le había impresionado lo mucho que le recordaba a su padre, al padre que quería recordar, al hombre de aspecto noblemente juvenil con un encanto inmenso, pasión por la vida y gran entusiasmo. Tom tenía tanta visión, tantos planes increíbles y, al contrario que su padre, todo muy bien pensado. Quería ganar experiencia trabajando para una de las empresas de mayor éxito de su campo y luego crear la suya.

Y ella había creído en él. Le había parecido imposible que Tom fracasara. A sus amigos les cayó bien de inmediato. Sus padres lo adoraban. Kellie se había enamorado esa noche. Dos noches después, se había acostado con él, en su diminuto apartamento en un sótano cerca del paseo marítimo de Hove, con un CD de Scott Jopling sonando una y otra vez durante horas. Desde entonces, apenas habían pasado una noche separados.

Durante los primeros años de su matrimonio, todo fue fenomenal. Tom creó su propio negocio y prosperó de verdad. Se mudaron a un piso mayor, y luego a la casa donde ahora vivían. Las cosas comenzaron a ir mal cuando dejó su empleo de maestra de la escuela de primaria poco después de que naciera Max. Empezó a aburrirse cada vez más, luego sufrió una larga depresión posparto. Le costaba pasarse todo el día en casa con un bebé, mientras Tom se marchaba temprano a Londres y volvía tarde, normalmente demasiado cansado para hablar. No sería siempre así, le prometió él. Tan sólo necesitaba dedicarle tiempo ahora, para invertir en su futuro.

Luego nació Jessica, y se repitió la misma lucha solitaria. Además, el negocio de Tom se complicó. Trabajaba aún más horas y hablaba menos con ella. Kellie comenzó a llevar a Max al colegio e hizo un montón de amistades nuevas. Todas las otras mujeres parecían tener maridos de éxito, ropa increíble, coches bonitos, casas elegantes, vacaciones maravillosas.

Todo este asunto de eBay, que Tom no parecía entender, había comenzado por intentar ayudarle. De acuerdo, algunas cosas las compraba para ella, pero principalmente eran gangas que adquiría con la intención de revender y obtener beneficios.

De todos modos, parecía que nunca conseguía pujas que se acercaran a los precios que había pagado ella.

Había otra razón para gastar, tanto en eBay como en el canal de compras QVC, que nunca podría contarle a Tom: encubrir las cuarenta libras semanales que cogía del dinero para la casa para costearse el vicio del vodka.

Tan sólo era una etapa, una forma de superar el estrés. No era alcohólica, se decía. Sólo hacía frente, a su modo, a una pequeña crisis que estaba atravesando. Como para convencerse, cogió el Argus y buscó la sección de ofertas de empleo. Sería la mejor solución, encontrar algo de media jornada. Contribuir a la economía familiar, como mínimo. Además, podría obtener dinero para comprar alcohol de vez en cuando, aunque, en realidad, no lo necesitara.

Le sonó el móvil. Estaba en la cocina, donde lo había dejado.

Maldiciendo, se puso en pie con dificultad y salió de la habitación, tambaleándose un poco. Miró la pantalla, vio que era su mejor amiga, Lynn Cottesloe, y contestó.

– Hola, ¿cómo eshtás? -dijo, consciente de que arrastraba un poco las palabras.

– Estoy en el restaurante Orsino. ¿Dónde estás tú?

– Oh, no, mierda -dijo Kellie-. Lo… shiento.

– ¿Te encuentras bien?

«Mierda -pensó Kellie-. ¡Mierda, mierda, mierda!» Se había olvidado por completo de que hoy había quedado para comer. Miró la hora: la una y cuarto.

– Kellie, ¿estás bien?

– ¿Bien? ¿Yo? Claro -dijo alegremente.

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