Capítulo 45

A las 8.29 de la mañana, con sólo un minuto de adelanto, Grace se acercó al MIR Uno, comiendo el desayuno: una barrita de Mars de una máquina expendedora y una taza de café hirviendo.

Se acabó a toda prisa el Mars y se metió una tira de chicle de menta en la boca para ocultar los restos de alcohol de la noche anterior. Se guardó el paquete en el bolsillo; estaba a punto de entrar en la sala cuando oyó unos pasos tras él.

– Eh, viejo, ¿qué tal la cita?

Se dio la vuelta y vio a Glenn Branson, con una chaqueta de piel reluciente como un espejo, un capuchino en la mano. Tenía espuma alrededor de la boca, como un bigote blanco.

– Bien -contestó él.

– ¿Bien? Eso es todo, ¿«bien»? -Sus ojos escudriñaron los de Grace pícaramente.

Grace mascó el chicle y sonrió con timidez.

– Bueno, quizás un poco mejor que bien, creo.

– ¿No lo sabes?

– Intento recordarlo. Bebí demasiado.

– ¿Follaste?

– No era ese tipo de cita.

Branson lo miró de forma extraña.

– Tío, ¡qué raro eres a veces! Creía que ése era el propósito de las citas. -Luego, esbozó una gran sonrisa-. Quiero que después me lo cuentes todo con pelos y señales. ¿Le gustó tu ropa?

Grace miró su reloj, consciente de que ya eran más de las ocho y media.

– Lo único que dijo era que mi sastre debía de tener un sentido del humor increíble.

Abrió la puerta y entró en la sala, Branson detrás.

– ¿Dijo eso? ¿En serio? ¿Viejo? ¡Anda, vamos!

Todo el equipo estaba sentado alrededor del área de trabajo, todos vestidos con ropa informal menos Norman Potting, que parecía haberse puesto sus mejores galas de domingo, ataviado con un traje beis perfectamente planchado, una corbata de colores vivos y un pañuelo de un color aún más vivo que asomaba alegremente por el bolsillo.

Hoy Grace también iba informal, en parte porque era domingo y en parte porque estaba tan cansado que no le había apetecido ponerse traje, pero sobre todo porque tenía una cita. Era con una jovencita muy especial -su ahijada Jaye So-mers- y no quería parecer un viejo aburrido con traje.

Así que se había puesto ropa nueva que había comprado ayer: una camiseta blanca, unos vaqueros que le iban estrechos en la entrepierna, pero que Glenn Branson le había asegurado que «eran muy modernos», unos zapatos de cordones que parecían botas de fútbol sin tacos, que al parecer también «eran muy modernos», y una chaqueta fina de algodón.

Los padres de Jaye Somers, Michael y Victoria, eran policías los dos y habían sido dos de los mejores amigos de Sandy y él; además, le habían apoyado muchísimo durante esos difíciles meses inmediatamente posteriores a la desaparición de Sandy. Y habían seguido apoyándolo igual los siguientes años. Con sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los dos y los once años, se habían convertido casi en una segunda familia para él.

Había quedado con Jaye el domingo anterior, con la intención de ir al zoo de Chessington porque la niña estaba obsesionada con ver una jirafa, pero había tenido que interrumpir su visita media hora después cuando lo llamaron para acudir a la escena de un crimen. Le había prometido llevarla este domingo.

Le gustaba mucho Jaye; era la clase de hija que le habría encantado tener: muy inteligente, guapa, interesada por todo y sensata para su edad. Esperaba no tener que decepcionarla una segunda vez. Al margen de otras cosas, no contribuiría demasiado a que confiara en la formalidad de los adultos.

El primer punto de su agenda era Reginald D'Eath, el delincuente sexual cuyo ordenador habían requisado. Grace informó de que el sargento Jon Rye de la Unidad de Delitos Tecnológicos había descubierto rutas idénticas en este ordenador a las que había encontrado en el portátil de Tom Bryce. Estas rutas habían podido llevar a Bryce a la página web donde, creía Branson después de interrogar exhaustivamente al hombre, parecía probable que realmente hubiera sido testigo del asesinato.

Grace le dijo al equipo que esperaba una llamada a las diez de alguien del programa de protección de testigos que le daría la dirección de D'Eath. Asignó a Norman y a Nick la tarea de acompañarlo a interrogar al hombre; por alguna razón que no podía explicar, este interrogatorio le daba mala espina y creía que podía ser necesaria una exhibición de fuerza.

Nick Nicholl informó de que había continuado su visita a todos los bares, pubs y discotecas de Brighton hasta altas horas de la madrugada con la fotografía de Janie Stretton, pero seguía sin tener nada.

Norman informó sobre su búsqueda de clientes de la agencia de acompañantes BCA-247. Por el momento, les dijo, no había encontrado a ningún cliente que admitiera conocer a Janie ni ninguno que encajara con la identidad del que se llamaba Anton.

– Pero -dijo- he descubierto algo sobre otra agencia de acompañantes. Parece ser que la señorita Stretton trabajaba para las dos.

Levantó una fotografía distinta, aún más provocativa, de Janie Stretton que la que Grace había visto en las oficinas de BCA-247. Aparecía totalmente desnuda, aparte de unas borlas en los pezones, botas negras de charol hasta los muslos y esposas de piel con tachuelas; tenía una mano en la cadera y con la otra sujetaba un látigo de nueve nudos.

A Grace le sorprendió aquella eficacia repentina. Quizás había juzgado mal a Potting.

– ¿De dónde la has sacado?

– De Internet -dijo Potting-. Busqué a todas las chicas que se ofrecían en las agencias locales y reconocí su cara.

Grace había imaginado que para un detective de la vieja escuela como Potting Internet sería una herramienta de búsqueda demasiado complicada.

– Estoy impresionado, Norman -dijo Grace, preguntándose por dentro si Potting había buscado a las chicas de las agencias por razones puramente investigadoras relacionadas con este caso.

– Gracias, Roy. A este perro viejo aún le queda vida -dijo el sargento, que se sonrojó un poco. Luego, guiñó un ojo lascivamente a Emma-Jane, quien respondió bajando la mirada a sus papeles.

– Tiene una buena delantera -dijo Potting, y le pasó la fotografía al sargento Nicholl, que estaba sentado a su lado y que, hizo caso omiso del comentario.

Aparte de su área de trabajo, el MIR Uno estaba casi vacío cuando Grace llegó, pero cada pocos minutos entraba más gente, que ocupaba las otras dos áreas. El crimen no respetaba los fines de semana. Era el pan de cada día para todos los equipos de casos importantes.

Emma-Jane informó sobre la tarea que Grace le había encomendado la noche anterior. Se había puesto en contacto con todas las empresas de taxis privados de la zona de Bromley, en busca del conductor que había recogido la caja de escarabajos peloteros en Erridge and Robinson. Pero por el momento no había tenido suerte.

Un estallido de música rap los interrumpió. Era el nuevo tono de llamada del móvil de Branson.

– Lo siento, cosas de mi hijo -se disculpó alzando la vista. Luego contestó con un seco-: Sargento Branson.

Al cabo de un momento, con el teléfono pegado al oído, Branson se alejó del área de trabajo.

– Señor Bryce -oyó Grace que decía-, ¿en qué puedo ayudarle?

Branson se quedó callado unos momentos, escuchando.

– Lo siento, no tengo mucha cobertura… -dijo entonces-. ¿Su mujer, ha dicho?… ¿No volvió anoche?… ¿Aún no ha vuelto?… ¿Puede darme la descripción del coche que conducía?

Branson volvió al área de trabajo, se sentó y se puso a escribir en su libreta.

– De acuerdo, señor. Hablaré con Tráfico. Un Audi A4 sedán, deportivo. Volveré a llamarle… ¿a este número?

– ¿Un Audi A4, has dicho? -dijo Nick Nicholl cuando colgó.

– Sí. ¿Por qué?

Nicholl escribió en su teclado, luego se inclinó hacia delante y bajó el cursor por la pantalla de registro de incidentes.

– Sí -dijo-, eso me parecía.

Grace lo miró con curiosidad.

– Esta madrugada, a las cuatro y media -dijo Nicholl, sin dejar de mirar la pantalla-. Han encontrado un Audi familiar que ardía en Ditchling Beacon. La matrícula estaba quemada.

Branson lo miró, la expresión de su rostro era de profunda inquietud.

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